Luisa Miller: una mujer en medio del mal cálculo de los hombres

La puesta de la obra Luisa Miller (1849) de Giuseppe Verdi bajo la dirección de la reconocida directora americana de ópera y teatro Francesca Zambello puede verse hasta 31 de octubre en la Lyric Opera of Chicago. En una representación que, a primera vista, parece seguir una puesta operística tradicional en el estilo y las formas, aparecen, sin embargo, en el diseño escenográfico, algunos guiños que rompen con la ilusión escénica: la estructura metálica en lo alto, totalmente visible al espectador, por la que se mueven los grandes cuadros que acompañan cada escena; los cuadros mismos que recuerdan la idea de representación, de artificio y de montaje; las grandes sombras reflejadas en el paisaje natural y romántico de fondo; los quiebres geométricos de ese mismo paisaje que, al abrirse por algunas de sus partes, permiten la entrada de otros personajes. Esas sistemáticas y más o menos sutiles rupturas de la ilusión teatral se van encauzando en una puesta que persigue contrastar el cálculo de ciertas acciones humanas y algunos de sus posibles resultados inesperados. Porque, a pesar de la maquinaria y el cálculo (parece decirnos la puesta desde la propia escenografía) siempre puede suceder algo imprevisto. En la página 31 del programa de mano, en la nota de la directora, Zambello reconoce que la música de Verdi para esta ópera tiene enormes fuerza y color. Se trata de la décimo quinta ópera del compositor italiano, considerada una pieza de transición, anterior a su Rigoletto (1851) y a La traviata (1853). En la puesta de Luisa Miller para la Lyric Opera of Chicago el color musical antes mencionado se funde con los claroscuros, la tendencia a la penumbra y el diseño de luces, así como con la plasticidad de los paisajes y los cuadros. El libreto original de esta obra es de Salvadore Cammarano y está basado en Kabale und Liebe (Intriga y amor) del poeta y filósofo alemán Friedrich von Schiller. Luisa Miller es una joven campesina con suerte, al menos eso parece al principio, pues su padre no quiere casarla con alguien por conveniencia. El señor Miller, un soldado retirado, respeta los sentimientos de su hija y no quiere comportarse con ella como un tirano. Pero Wurm la ama desde hace tiempo y, aunque no es correspondido, intentará hasta comprar al padre para que obligue a su hija a casarse con él. Luisa y Rodolfo se aman, pero este ha escondido su identidad, en realidad es el hijo del conde Walter. Por eso esta pieza de Verdi recuerda al ballet Giselle y a muchas otras piezas de la época en que el argumento y el conflicto tienen que ver con una joven humilde y de menor posición social que se enamora de un joven rico. Alguien podría argumentar que estos son los antecedentes de ciertos personajes propios del estilo hollywoodense, como pueden ser los que encontramos en Maid in Manhattan (2002), Monster-in-Law (2005) e incluso (salvando todas las distancias) Pretty Woman (1990). Pero, mientras las películas mencionadas son comedias, Luisa Miller sigue la línea trágica de Romeo y Julieta, con envenenamiento y muerte de los amantes incluidos. Desde el inicio de la puesta, cuando todo parece idílico y feliz, el amor surge como un desajuste evidente por la reacción del coro que luego, sin embargo, celebra a la pareja de Luisa y Rodolfo. El padre muestra sus temores también desde sus primeras intervenciones. Ello, además, se ve reforzado por sus tonos bajos y el uso de los apartes. Los enamorados enfatizan desde el comienzo que están destinados a estar juntos, invocan a Dios en sus votos y creen que este ve con buenos ojos su relación. Temas como la paternidad, el destino, el amor familiar, el honor masculino y femenino, la nobleza y sus exigencias, el matrimonio y la comunicación humana son puestos en crisis y cuestionamiento a lo largo de esta historia. ¿Es un buen padre aquel que obliga o exige al hijo hacer lo que no desea aunque el progenitor considere que ello es lo adecuado y lo mejor para su hijo? ¿Hasta dónde el destino y los planes de Dios pueden ser intervenidos por las maquinaciones humanas? ¿Es posible algún tipo de comunicación o simplemente cada uno en este mundo sigue y persigue propósitos y metas sin escuchar a nadie? ¿Hay límite al querer lograr nuestros propósitos, aunque ellos impliquen dañar y hasta causar la muerte de los que amamos? Estas son algunas de las preguntas que propone la obra de Verdi. A la gente simple y más espontánea de la zona rural en la que viven Luisa y su padre se opone el encartonamiento y las poses estudiadas de la gente de la corte. Uno de los más hermosos contrastes conceptuales y estéticos de esta ópera se evidencia en cómo cada uno de los personajes parece contar su conflicto y nada más, en apartes, en voces aisladas que, sin embargo, se fusionan y terminan siendo encarnaciones de la mejor armonía y de la más inesperada belleza. Hay, quizá, en la tozudez humana, un tono, un ritmo que se une incluso con el del enemigo. A esas contradicciones tributan también los mejores momentos musicales de esta ópera. Los contrastes de la plasticidad escenográfica evidentes en los cuadros alternados entre las escenas rurales y las cortesanas son continuados por la plasticidad coral y musical. La acción, las oposiciones dramáticas y los conflictos parecen conducir a momentos musicales de una altísima intensidad, que consiguen en el empaste colectivo un equivalente melódico del bosque romántico y lóbrego que se extiende al fondo de la escena. Es lo que Schieller entiende como uno de los objetivos del arte cuando este logra que “se convierta la áspera tensión en una suave armonía y que facilite la transición recíproca de un estado a otro”. Desde su introducción musical, la orquesta estuvo impecable, conducida magistralmente por el italiano Enrique Mazolla, quien es especialista en repertorio francés y en la primera etapa creativa de Verdi. Las arias interpretadas por la soprano búlgara Krassimira Stoyanova (en el papel de Luisa Miller) se destacaron por su limpieza y dulzura. La cantante consigue en sus mejores momentos fusionar sentimiento, sinceridad y contención. Sufre de manera evidente, pero de forma comedida. El barítono hawaiano Quinn Kelsey (que interpretó al padre de Luisa) y el bajo-barítono americano Christian Van Horn (que interpretó al de Rodolfo), con actuaciones fabulosas, siguen la línea general de la puesta y el estilo: mostrar sinceridad en sus acciones y sentimientos, pero mantener control y comedimiento en el modo en que expresan sus pasiones y desvelos. Algo semejante se puede decir de la interpretación del bajo americano Soloman Howard (en el papel de Wurm): hay en sus tonos, en la mirada, en el modo en que une voz y gesto una mezcla de solemnidad, intensidad y contundencia. Todo ello permite que la propensión a los impulsos extremos de Rodolfo (interpretado por el multipremiado tenor maltés Joseph Calleja) sea más evidente. Semejante a las imágenes enmarcadas que se suceden de una escena a otra, la puesta es también una exposición de cuadros que se funden con los mejores momentos líricos, muchos de los cuales coinciden con el cierre de escena o de acto, en que las voces de los principales personajes y del coro se funden en una especie de paisaje musical perfectamente paralelo al bosque de fondo o a las tormentosas nubes de uno de los cuadros rurales. El canto inicial sobre el matrimonio feliz y Dios termina siendo más bien un canto al mismo Dios ante la muerte y el suicidio. En medio de intereses de personajes nobles, las dos grandes víctimas de esta historia son Luisa y el padre, quienes solamente han intentado cuidar el uno del otro desde el principio de la obra. Son ellos los únicos que no maquinan ni manipulan, los que no tienen otro interés fuera del afecto mutuo y del respeto por la realización de quienes aman. Mientras ellos son capaces de sacrificarse por sus más cercanos, la diferencia con los demás personajes es precisamente que estos no quieren nunca sacrificar nada, pues creen que se lo merecen todo y que cualquier cosa vale si ello les permite conseguir lo que desean: el conde que su hijo se case con la duquesa, Wurm que Luisa lo acepte como esposo, e incluso Rodolfo que Luisa muera con él si ya no puede ser suya. Ese contraste entre campesinos y nobles, en que los segundos quedan tan mal parados, es fundamental en esta obra. Pero a pesar de las tan bien calculadas maquinaciones de los personajes nobles, hay siempre algo que se les escapa, hay algo oxidado en el andamiaje, no previsto en los desenlaces, como preludian los círculos metálicos de uno de los cuadros expuestos en la escena que, en su supuesta simetría, se entrecruzan y superponen de forma irregular a veces. Lo que no han tenido en cuenta los grandes maquinadores de esta pieza es que Rodolfo (ese hombre de carácter iracundo e inestable desde el inicio, que estuvo a punto de matar a su amada antes de dejarla ir a la cárcel o que piensa en su propio suicidio en medio de otra situación límite) irá, como es de esperarse si se observa detenidamente su comportamiento desde el principio de la acción, hacia la solución más drástica. Como le han hecho pensar que ha sido manipulado por Luisa decide envenenarse y envenenarla. Y así lo hace. Pero, cuando ya no hay remedio, comprende que todo ha sido una estrategia de Wurm y su padre, y que Luisa siempre le ha sido fiel. Es ese impulso egoísta y vengativo el que pierde a Rodolfo, el que hace también que Walter vea morir a su hijo en el momento que debía estar casándose con la duquesa, en el que Wurm pierde no solo a Luisa sino su propia vida, en el que el señor Miller ve morir a su hija y en el que el propio Rodolfo se da cuenta de su más terrible crimen: matar a una mujer inocente. Como ese largo brazo de hierro que se extiende por sobre el escenario, una especie de maquinaria silenciosa pero imponente, las acciones humanas en esta pieza nos recuerdan el modo retorcido y artificial (por calculado) en que el propio hombre puede conducirse a veces para manipular los sentimientos de otros, o para conseguir sus fines, aunque ello presuponga engañar y perjudicar a los que supuestamente ama. En esa planificación, en la arquitectura del engaño puede estar también el germen de la perdición de quien maquina. Los cuadros presentados en la zona rural van de un iluminado paisaje campestre a un cielo en tempestad desafiante. Los que aparecen en el ámbito cortesano van de una escena de caza al abstracto matemático mapa de anillas metálicas que se expanden por la superficie rectangular. Naturaleza en los cuadros rurales, búsqueda de sometimiento, violencia y planificación en los que se exponen en el castillo. Pero en la escena final volvemos al del cielo tempestuoso, porque todo cálculo y propósito estudiado, más que a un encuadre bien trazado, al venirse abajo, nos regresa, en esta obra, al caos y a la sombra.