Más te vale, Tina

El viernes de la desaparición hizo tanto calor que los niños se quedaron dormidos más temprano que de costumbre. Esa noche, Diego llegó de trabajar pasadas las ocho y solo encontró a su madre esperándolo con la cena en la mesa de la cocina. “Tu mujer no ha regresado”, le dijo Delia, mientras picaba una sandía con la mano izquierda. Unos años antes, había sufrido una embolia que le había paralizado el lado derecho del cuerpo. “¿A dónde fue?”, contestó él, mientras extendía la mano para tomar un trozo de fruta. De un movimiento, Delia enterró el cuchillo en el pedazo de sandía, aniquilando en un instante el plan de su único hijo, y sin chistar le respondió: “Fue a comprar hielo hace tres horas. ¿Tú quieres un arrocito con pollo, mi amor?” Diego miró su reloj de pulsera, se aflojó la corbata y se sentó a comer. Se terminó el arroz con pollo, la yuca, los tostones, y después de rematar con tres rebanadas de sandía, decidió salir a buscarla. Seguro estaba en casa de Omaida, su mejor amiga, jugando cartas. Omaida vivía a escasas dos cuadras, pero a pesar de que el día se extinguía, el calor no menguaba y el sudor comenzaba a brotarle por las sienes. Se arrepintió de no haber tomado la precaución de cambiarse la camisa por una guayabera. ¡Más te vale, Tina, que estés en casa de Omaida porque si tengo que caminar más con este calor te mato! ¡Te mato, Tina! Omaida le dijo que habían coincidido esa mañana en la escuela de los niños, como todos los días, y le aclaró que la jugada había sido la semana pasada. “El segundo viernes de cada mes, chico. Que por cierto, le fue muy bien, se llevó toda la plata. ¿Ya tú fuiste con Martica?” ¡Ay, pero tu vas a ver cuando yo dé contigo, Tina! ¡Mira que no decirme que te ganaste una plata! ¡Yo te mato, Tina! ¡Te mato! En casa de Marta, Diego se metió hasta la cocina y se paró frente al abanico colocado sobre la mesa. Marta le sirvió un vaso de limonada y le platicó que la había visto el día anterior en el salón de belleza. “Nos hicimos la manicura y platicamos de pura bobería, que si los maridos, que si la suegra… ya tu sabes, es que con este calor no se antoja nada. Y pensar que en Argentina es invierno. ¿Tú puedes creer eso, chico? Yo no entiendo cómo es que allá está haciendo frío. ¿Ya tú fuiste con Lulú? Me dijo que le estaba arreglando unos vestidos.” Diego se tomó la limonada de un trago y le pidió que le avisara si sabía algo de ella. ¡Yo partiéndome el lomo y tú haciéndote las uñas! ¡Mira que si andas contando nuestras cosas, yo te mato, Tina! ¡Te mato! Lulú, la costurera del barrio, le comentó a Diego que, efectivamente, el día anterior había pasado a recoger unos vestidos. “Le tuve que meter en la cintura, chico. ¡Mira que se ha puesto flaca, pero todo le vino de maravilla! Tú tienes una mujer muy linda.” Diego sonrió a medias, le dio las gracias y salió del lugar. ¡Más te vale que hayas pagado con el dinero que te ganaste en el póquer y no con el gasto de la semana, Tina! ¡¿Pero dónde te has metido?! ¡Coño, Tina, te voy a matar! Eran casi la once de la noche cuando volvió a casa. Traía pegado el sudor en la frente y en las axilas. Delia se había quedado dormida en el sillón de la sala y decidió dejarla ahí. Caminó por el pasillo de puntitas, para no despertarla, y justo cuando iba a llegar a su recámara, escuchó la voz de su madre. “¿Diego?” La frustración se le escapó por los hombros. No tenía ganas de platicar, pero ahora tendría que hacerlo. Volvió sobre sus pasos y le explicó con detalle la ruta que había tomado y el resultado de su investigación. Delia escuchó atenta, absteniéndose de hacer preguntas. Luego le pidió que la llevara a su cuarto, y así lo hizo. La ayudó a acomodarse en la cama y se despidió de ella con un beso. Antes de apagar la luz, Delia le dijo: “Tú tienes que ir a la policía, mi amor. Recuerda lo bien que se portó el comandante Medina aquella vez que la cogieron por manolarga.” Recién bañado y refrescado, decidió continuar la búsqueda. Se subió al auto y se fue derechito a la comisaría temiendo que su mujer se hubiese metido en un lío y estuviera encarcelada. ¡Mira Tina, que si yo te encuentro presa otra vez…! ¡Te mato, Tina! ¡Te mato! El oficial que lo atendió le confirmó que Tina no estaba presa y que no podían hacer nada hasta pasadas 24 horas. “¡Coño, oficial! ¡En 24 horas se puede armar una revolución! ¡Exijo hablar con el Comandante Medina! El hombre lo miró con ojos cansados, “Mira, chico, el comandante Medina salió ayer de vacaciones y no regresa hasta dentro de un mes, pero si tu mujer no aparece para mañana, yo me encargo personalmente de buscarla”. Diego comenzó a pensar en lo peor. Se detuvo en los hospitales temeroso de que hubiese sufrido un accidente. ¡Coño, Tina! ¡Qué los niños no se cuidan solos! ¡Cómo tú hayas andado de coqueta y te haya cogido una guagua cruzando la calle…! Ninguna mujer con las generales de Tina había ingresado en las últimas horas y le sugirieron ir a la morgue. ¡Más te vale que no estés muerta, Tina, porque entonces no voy a tener a quien matar! Diego le pidió a Monsiváis, ex-compañero de secundaria y ahora médico forense, que le mostrara los cuerpos de las mujeres que había recibido durante la noche. Sabía que ninguno correspondía a la descripción física de Tina, pero no tuvo corazón para decirle que no. Eran tres. El último cuerpo asomaba una cabellera de rizos oscuros que creyó reconocer. Diego Balart levantó la sábana y comprobó, con cierto alivio, que no era ella. “¿Tú también saliste a comprar hielo, putica?”. Monsiváis lo vio con un poco de lástima y le recomendó ir a la policía. “De allá vengo, mi hermano”. Diego continuó la plática con el doctor más que nada por el aire acondicionado y, un poco después, bastante refrescado, se despidió. Eran casi las ocho de la mañana y la brisa del Caribe que apenas le rozaba el cuello, anunciaba un día igual o más caliente que el anterior. ¿Pero dónde coño te has metido tú, Tina? ¡Mira que cuando te encuentre! Llegó a la tienda del barrio y la empleada, una negra de tetas rebosantes y un culo todavía más espectacular que el de Tina, le dijo que su mujer había pasado por ahí, pero no había comprado hielo, sino cigarros. No sabía para donde había virado al salir. Todo esto se lo dijo con las tetas apoyadas en el mostrador. A Diego se le hizo un nudo en la garganta y con la voz cortada le dio las gracias y salió de ahí. ¡Ay, Tina! ¡Ay, Tina! ¡Ojalá tú estés muerta! El olor a congrí tan temprano, lejos de reconfortarlo, le dio mala espina. Delia aplastaba unos tostones cuando escuchó a Diego entrar. Sin dejar de golpear los plátanos fritos, le dijo que había un telegrama urgente sobre la mesa de la entrada. El hombre tomó el sobre y se dirigió a la cocina. Se sentó en la mesa y leyó el telegrama en silencio, mientras Delia le daba un vaso de agua con hielo. ME HE IDO CON MEDINA A BUENOS AIRES. STOP. NO NOS BUSQUES. STOP. CARIÑOS A LOS NIÑOS. STOP. – ¿Qué es lo que dice, mi amor? Diego, con las sienes empapadas de sudor, se bebió el vaso de agua de un solo trago, respiró profundo y se guardó el telegrama en el bolsillo de la camisa. – Que regresa en un mes, mami.