El 8 de febrero de 1975, cuando Joaquín, El Chapo, Guzmán Loera tenía 17 años, llegaron tres helicópteros llenos de soldados y policías al caserío al lado de su pueblo natal, La Tuna, que en aquellos años no tenía más de 250 habitantes, todos conocidos y parientes
Los agentes del gobierno bajaron de las aeronaves justo afuera de un caserío llamado San José del Barranco que no llegaba a los 120 habitantes y estaba a unos 200 metros bajando el cerro.
Lo primero que hicieron fue recorrer el pueblo mostrando sus armas. Para iniciar la visita, para que aflojaran, juntaron a algunas mujeres, las golpearon y las desnudaron.
No se supo con exactitud qué pasó después. Lo que sí llegaron a contar los habitantes de San José del Barranco en La Tuna es que balacearon a dos chamacos, uno de 11 y otro de 12 años. Me imagino que por el enojo más de un hombre se les puso al brinco. Así ha de haber sido, porque le dieron una caldeada a Marcos Álvarez. Se tranquilizó a punta de balazos. A diferencia de los chamacos, a quienes gracias a Dios no les pasó nada, a Marcos le destrozaron el pie.
A Dios gracias que fue el pie izquierdo, que si hubiera sido el derecho ya ni renguear hubiera podido.
Los habitantes de La Tuna y San José del Barranco estuvieron muertos de coraje durante mucho tiempo. Los días siguientes, las mujeres del pueblo se organizaron. La más encabronada era Francisca Núñez, porque los guachos le habían robado 10 mil pesos, un dineral (unos 800 dólares de aquel año), que había obtenido de la venta de unas vaquitas.
Primero doña Francisca Núnez se juntó con un bolón de gente para poner la queja al juez menor de La Tuna, don Heraclio Laija Cano. Luego luego, ahí iban con ella Guadalupe Álvarez Núñez, Eugenia Álvarez, Leonarda Álvarez, Sofía Álvarez, Esthela Angulo, María Araujo, Juana Beltrán, Adolfina Beltrán, Isaura Loera, Hilario Rosales, María Sauceda y Reynalda Zepeda.
Don Heraclio escuchó y despachó la amarga queja de la mejor manera que pudo, aunque sabía que muchas de sus denuncias no llegaban ni a los escritorios de las autoridades en Culiacán.
Luego de poner la queja a don Heraclio Laija, como pudieron, bajaron a Culiacán para conseguir los servicios de Jesús Michel Jacobo, un licenciado que tenía su despacho en el departamento 104 de un edificio en la esquina de las calles Obregón y Rosales. Este licenciado, que era conocido en el medio judicial culichi como El Hitler, puso la denuncia ante Manuel Carcano Treviño, agente del Ministerio Público federal (MP).
El Hitler hizo explícito que sus clientes querían que las autoridades investigaran y castigaran a los responsables de las arbitrariedades que sufrieron. El Hitler sabía que muchas de estas solicitudes de investigación no prosperaban y mucho menos si los denunciados eran autoridad. Quizá por eso decidió mandar copia del oficio al gobernador de Sinaloa, Alfonso C. Calderón; al procurador general de justicia, Pedro Ojeda Paullada; al secretario de Gobernación, Mario Moya Palencia, y hasta al presidente de la República, Luis Echeverría Álvarez. ¿Por qué habrá sido que el agente del MP Carcano Treviño ni atención puso a la denuncia por arbitrariedades de los pobladores de aquella región de la sierra sinaloense que tanto furor causa en la narcoliteratura de nuestros días?
Mi respuesta es sencilla: porque no era necesario.
En aquellos tiempos, sólo uno que otro gringo perdido hablaba de derechos humanos y los operativos militares eran un recurso del gobierno mexicano para adelantarse a las solicitudes del gobierno estadounidense de combatir la producción y el tráfico de drogas desde donde se originaban. Mandaban helicópteros y avionetas a que destruyeran plantíos en los lugares de producción y trasiego más señalados por funcionarios en Washington con muy pocos recursos y con menos conocimiento de la vida social en aquellos pueblos.
Los soldados y militares frecuentemente abusaban de su poder. Robaban y mataban porque era la forma en que se entendía el ejercicio de la autoridad en los años dorados del gobierno autoritario del PRI, el tercemundismo internacional y las políticas económicas de “desarrollo compartido” del presidente Echeverría.
Luego de recoger la denuncia, convencido de que nadie en la línea de mando reclamaría, el agente del MP se limitó a publicar un comunicado para la prensa local en que se afirmaba como verdad única la versión de los acusados que silenciaba a sus víctimas: los judiciales y los soldados, según él, repelieron una agresión de los pobladores de San José del Barranco, cerca de La Tuna, en Badiraguato, Sinaloa. En ese trance fue herido Marcos Álvarez y recogieron una pistola 38 súper y otra 22 star.
Los sierreños, pero sobre todo las sierreñas que se quejaron de que las “desnudaran”, golpearan y robaran, se indignaron, criticaron la versión del agente del MP y negaron haber disparado.
A nadie parece haberle importado el pataleo justiciero. No he logrado localizar ninguna nota de periódico que narre el episodio, y no quedaron huellas del comunicado de prensa. Mucho menos llegó la discusión a los libros de historia regional o de las drogas y el narcotráfico. El único rastro que quedó del evento fue un informe del agente de la Dirección de Investigaciones Políticas y Sociales, uno de los famosos espías, de la Secretaría de Gobernación.
¿Por qué el agente de Gobernación en Culiacán, que firmaba como J. F. C., decidió escribir a sus jefes un informe sobre un incidente en un poblado minúsculo de Sinaloa?
Mi respuesta se presta a practicidades burocráticas y metáforas historiográficas.
Del lado burocrático, es evidente que el agente de Gobernación no quería que el secretario revisara la denuncia del Hitler sin que hubiera más información sobre los escritorios de funcionarios en la ciudad de México. Dicho fácil, escribió el informe para cubrir su espalda ante los jefes en caso de que las arbitrariedades tomaran relevancia.
Durango, Chihuahua y Sinaloa producen mariguana a montones, según dicen fuentes gringas, desde la década de 1930. La Tuna y San José del Barranco están justo en el punto de la Sierra Madre Occidental conocido entre los funcionarios estadounidenses como el Triángulo Dorado, porque es donde colindan los tres estados.
Desde los años cuarenta, pero especialmente durante los setenta, cuando Richard Nixon declaró la “guerra contra las drogas” desde Estados Unidos, los pobladores de la Sierra Madre se acostumbraron a vivir con la presencia permanente del Ejército y las policías. No entendían que los agentes del Estado estaban allí para proteger los “intereses de la nación”, sino todo lo contrario. Los soldados y policías aparecían como enemigos de los habitantes de estas zonas alejadas.
Frecuentemente les quitaban lo poco que producían, legal o no, eso era irrelevante —o por lo menos esas ideas de la ley existían en una especie de realidad aparte de la vida comunitaria—, para mantenerse y asegurar la vida a los hijos. A la distancia me pregunto qué relación habrá tenido la señora Isaura Loera, por ejemplo, con doña María Consuelo Loera, la madre del Chapo.
En 1975 los parientes del ahora famoso Chapo tuvieron mucho en qué pensar, mucha frustración por compartir, harto coraje. A la pobreza y la marginación se agregaron los abusos a familias y vecinos por parte de los representantes del gobierno. A los abusos del gobierno se agregó la muerte de toda esperanza de justicia ante ministerios y licenciados que parecían burlarse. Entre las burlas se potenció un negocio ilícito multimillonario.
Le dimos unos años de lixivación a la receta y obtuvimos un enemigo público de clase mundial y un bandido popular como pocos.
***
El periodo más violento en la historia de Culiacán no fue de ninguna manera el sexenio de Felipe Calderón, ni el anterior ni el posterior, sino 1976. Un año con muertes masivas al estilo culichi. Culiacán vivía un clima de guerra civil incontrolable entre narcotraficantes fuertemente armados con absoluta impunidad.
La violencia culichi había llegado a límites tan desmedidos que hasta las redacciones de periódicos de la capital se preocuparon por mandar a algún reportero a aquella lejana ciudad de provincia. Los editores de El Sol de México, por ejemplo, decidieron enviar a Ricardo Urioste —experimentado periodista que después pasó a la redacción de Unomásuno— para cubrir la primera gran guerra del narcotráfico sinaloense.
Urioste llegó a Culiacán y, como pudo, desentrañó lo que ocurría, mediante entrevistas que iluminan hasta nuestros días la proporción, la economía política y la lógica bélica de los enfrentamientos durante el año más violento que vivió Sinaloa. Lo primero fue hablar con los policías locales que, aunque no tenían tan buena fama, podrían ayudar a ubicar la magnitud de la violencia.
Para entrar a la jefatura de la policía municipal, Urioste vio el espectáculo de varias docenas de agentes armados hasta los dientes que miraban a través de las ventanas. Como todos los habitantes de Culiacán, los policías temían que los narcotraficantes llegaran a arreglar alguna cuenta pendiente. Sabían que podrían caer en cualquier momento o hasta atacar por un simple error de cálculo.
En la oficina del jefe había dos docenas de ametralladoras descansando sobre las paredes. Las palabras del nervioso jefe de la policía, Juan de Dios Aguirre Zazueta, tenían la precisión de quien bebe el quinto café por la mañana: “Estamos al borde del infierno.”
En 1976 hubo 543 homicidios relacionados con tráfico de drogas en Culiacán. Urioste puso la cifra en perspectiva: “El infierno ha llegado. El índice de hechos de sangre, en relación con los habitantes de Culiacán, es 40 veces superior al que registra Buenos Aires”.
No hay certeza de cómo hizo sus cálculos. Según los datos históricos de los censos del INEGI, para 1970 el número de habitantes de la ciudad fue de 167 mil 956, y en 1980, de 304 mil 820. La tasa de crecimiento en la década fue de 5.9, por lo que se puede hacer un cálculo aproximado de alrededor de 250 mil habitantes para 1976. Es decir, 217.2 homicidios relacionados con el narcotráfico por cada 100 mil habitantes.
En la historia narcótica de México esta inusitada cifra sólo es superada por el drama de la violencia en Ciudad Juárez en 2010, cuando los asesinatos ascendieron a 224 homicidios por cada 100 mil personas, sin desagregar los que estaban relacionados con el narcotráfico y los que no. Es decir, el infierno culichi de 1976 fue realmente un evento histórico.
Los empresarios, que eran de las pocas personas que rompían el silencio que reinaba en Culiacán, decían que todo se debía a la fragmentación del mercado de tráfico de drogas. El acaudalado vendedor de seguros Jorge Muñoz decía que el problema se había agravado por la muerte de “padrinos” del narcotráfico como Modestillo Osuna en el sur del estado y Antonio Arce, El Copala.
Las elucubraciones sobre el origen del infierno en Culiacán no parecían considerar el hecho de que, más que una fractura del mercado, se estaba viviendo un aumento de las ganancias y la militarización del negocio de las drogas debido a presiones internacionales. Nada mencionaron, por ejemplo, acerca de la detención del narcotraficante sinaloense Jorge Favela Escobosa en agosto de ese año, en la colonia Polanco de la ciudad de México, quien posiblemente se vinculó con la ruptura de la conexión turco-francesa de heroína.
Para los empresarios sinaloenses, todo se explicaba como un asunto de competencia: se había facilitado la entrada a punta de balazos de nuevas familias y emprendedores que buscaban redistribuir los beneficios del negocio. En el pasado, según ellos, todo se resolvía mediante el acuerdo de ocho familias que controlaban el tráfico de drogas. Las grandes familias del narcotráfico sinaloense tenían todo lo que se pudiera ofrecer para que las transacciones se realizaran en paz: sanatorios clandestinos, abogados y ejércitos hasta de 100 hombres armados con cuernos de chivo, M16 y M18.
Pero con el tiempo algunos de los trabajadores de estas familias empezaron a crecer en ambición. Un “burro” —como se les llama a los transportistas de drogas que en otros lugares llaman mulas— ganaba alrededor de 50 mil pesos por viaje. Dado que los burros asumían gran parte del riesgo de poner la heroína de Culiacán en Estados Unidos, no parecía raro que quisieran obtener una parte más sustanciosa de las ganancias. Era lo justo. Luego de tres o cuatro viajes reunían dinero suficiente para asociarse con campesinos de la sierra que sembraban mariguana y amapola. Los burros ponían la semilla, algo de equipo para acampar y sembrar, y un poco de dinero para sobrevivir. A veces se iban a la mitad, pero en otras ocasiones simplemente compraban el producto a precio preferencial. Un burro inversionista podía quintuplicar su inversión inicial en sólo seis meses.
Para terminar de entender por qué había tantos nuevos narcotraficantes era necesario tomar en cuenta cómo se habían movido los precios durante esas fechas. De 1975 a 1976 el precio de un kilo de heroína refinada en cualquier laboratorio clandestino de Culiacán pasó de 500 mil a un millón y medio de pesos en el mercado estadounidense.
Entre otras causas, la triplicación del precio de la heroína sinaloense seguramente se relacionó con el desmantelamiento de rutas de tráfico de heroína turca vía Francia a comienzos de la década de 1970.
Algunos narcotraficantes como Favela Escobosa, que tenían operaciones en Turquía y Sinaloa, fueron afectados por los operativos gubernamentales; pero otros sinaloenses supieron aprovechar la oportunidad mediante la ampliación de sus negocios por vías violentas. Ya que el costo de producción de un kilo de heroína no pasaba de los 350 mil pesos, quedaba una gran cantidad de dinero para defender sus ganancias, con las armas de ser necesario.
Algunos narcotraficantes sinaloenses empezaron a recibir armas estadounidenses como parte de sus pagos. Las armas llegaban por los mismos medios que usaban para transportar drogas al norte, sólo que en sentido contrario.
Por agua, usaban barcas de pesca que interceptaban a barcos mercantes que recibían las drogas y entregaban armas y dinero en altamar. Mientras que por tierra usaban toda clase de vehículos, el medio más utilizado durante aquellos años sin duda fue el transporte aéreo: desde la década de 1940 había pistas de aterrizaje en todo Sinaloa que se conectaban con otras pistas clandestinas que abrían camino hasta Estados Unidos.
Ya en la década de 1970 el tráfico aéreo privado en Culiacán era inmenso. Las avionetas hacían vuelos rasantes para evadir las inspecciones con radar cuando venían de Estados Unidos y llegaban, si no al aeropuerto, a alguna de las 100 pistas clandestinas localizadas en los diferentes pueblos de la Sierra Madre. Estos vuelos de regreso de la frontera estadounidense nutrieron al mercado de armas local. Era frecuente ver numerosas avionetas con matrícula fantasma aparcadas en el aeropuerto. Se estacionaban con absoluta impunidad, con la razonable justificación de que eran el único medio de transporte que se podía usar para llegar a algunos pueblos de la sierra.
Una R-15 costaba 15 mil pesos, y una R-16, 40 mil, y se podían conseguir los cuernos de chivo por 50 mil. El arma preferida de aquellos tiempos era la pistola Browning, quizá por su ligereza y porque costaba 10 mil pesos, una fracción minúscula de las ganancias que redituaba el pasar un kilo de heroína a Estados Unidos. Los periodistas de la época calcularon que el arsenal culichi alcanzaba las 30 mil armas. Es decir, 10 veces más que los artefactos de guerra movilizados por los cuerpos represivos del Estado en la época.
Días antes de que acabara ese 1976 que parecía eterno, hubo cuatro inocentes muertos en un tiroteo que duró 45 minutos en una calle céntrica de la ciudad.
Uno ya no sabía qué podría pasar en un ambiente en que lo mismo hombres que mujeres trataban de hacerse escuchar a punta de metralla. En el Palmito, por decir algo, recogieron a una mujer con 150 impactos de bala en el cuerpo, dentro de una casa de la zona industrial, mientras que el joven Marco Antonio Haas fue asesinado por órdenes de su ex novia, quien era hija de un narcotraficante.
Unos gomeros asesinaron al primo de un traficante menor que se robó un cargamento de opio, con la esperanza de que apareciera en el velorio. Las listas de infortunios seguían en retahíla en los comentarios callejeros.
Cada quien tenía una tragedia que contar.
En la cárcel del gobierno del estado, aunque fuera difícil de creer, no había una sola persona detenida por estos hechos.
En medio de las masacres, el obispo de la diócesis de Culiacán hizo una declaración que parecía premonitoria de un fin que ni Dios podría detener: “Si no somos capaces de detener esta ola de violencia, ella acabará por enterrarnos a todos, sin excepción”.
El 16 de enero de 1977, el agente secreto en Culiacán de la Dirección de Investigaciones Políticas y Sociales de la Secretaría de Gobernación envió el siguiente informe:
“Al ponerse en marcha hoy, el plan Operación Cóndor, que tendrá como fin intensificar el combate contra la siembra, cultivo y tráfico de drogas, ordenado por el Sr. Presidente de la República, Lic. José López Portillo, de las 11:45 a las 12:45 horas se llevó a cabo un desfile militar por las principales calles de la ciudad que estuvo encabezado por el General de División D.E.M. José Ernesto Hernández Toledo, nominado Coordinador General de esta operación, que abarca los estados de Sinaloa, Durango y Chihuahua, el cual se comprometió a que en cuatro meses el narcotráfico estará reducido a lo ínfimo.”
Iniciaría así la cacería de los mentados narcotraficantes de la nueva ola.
El presente texto es parte del libro Nuestra historia narcótica: pasajes para (re) legalizar las drogas en México.
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Froylán Enciso. Historiador y periodista de Mazatlán, México. Enciso ha estudiado y ha escrito extensivamente sobre el tráfico y el mercado de drogas en México, con especial atención en Sinaloa. Enciso es preeminente historiador de tráfico de drogas en Latinoamérica. Entre sus muchas publicaciones incluye Un viaje por nuestra historia narcótica, un recuento detallado de la historia de las drogas en México y la histori de Culiacán, el lugar de nacimiento del traficante más poderoso, El Chapo.
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Froylán Enciso dará el seminario “Narrative for Drug Reform Policy in México“
Martes 23 de febrero, 12:00 – 1:30 p.m.
Katz Center for Mexican Studies
1126 E. 59th St., 224 (John Hope Franklin room), Chicago, IL, 60637
Para reservaciones escriba a la siguiente dirección electrónica: mexicanstudies@uchicago.edu