Celebración del Día de Muertos en Pilsen. Foto: Sebastían Hidalgo
Hasta 1980 los inmigrantes mexicanos que llegaban a Chicago eran en su mayoría hombres, provenientes del campo y de escasa escolaridad. Habitaban los barrios del sur y trabajaban en las fábricas. Cada dos o tres años retornaban a su terruño, convivían con la familia un par de meses y de nuevo tomaban el camino al norte. Cuando su ingreso ya estaba plenamente asegurado, “mandaban traer a los hijos y a la esposa”.
Para esos campesinos, emigrar era actuar en contra de su carácter. Eran árboles desterrados. Y como árboles, buscaban de nuevo echar raíces, lo que implicaba depositar en la nueva tierra la esencia de su ser. Buscaban arraigarse en el trabajo, pero aunque trabajaran diez o quince años en el mismo lugar no lo lograban. Ni la fábrica ni el restaurante llegaron a ser tierra fértil. El arraigo, en cambio, sí se concretizó en los barrios.
Estos inmigrantes, sin proponérselo, fueron plasmando su cultura en diferentes rincones de la ciudad y de sus alrededores. Como lo notó el sociólogo Mike Davis, esa cultura es la que poco a poco fue tropicalizando barrios como Pilsen y Little Village, suburbios como Cicero y Berwyn y ciudades como Aurora. Algún inmigrante de Guanajuato lograba comprar un diner y lo transformaba en taquería. Otro de Guerrero adquiría el local de un barbershop y el anuncio ahora decía “Peluquería”. Está el caso de don Ramón, comerciante de Pilsen, quien a finales de la década de 1960 compró el bar de una familia polaca para de inmediato ponerle un nuevo nombre: “El trébol”. Las canciones que tocaba la rockola ya no eran sólo polcas de Varsovia ni baladas de Frank Sinatra, sino también rancheras, boleros y el cancionero popular de esos días. Las iglesias de Pilsen se fueron llenando de feligreses que veneraban a la Virgen de Guadalupe y que querían escuchar misa en su propia lengua. Las escuelas públicas fueron reconociendo la necesidad de una educación bilingüe, y algún semanario optó por tener una sección en español. Estos inmigrantes que provenían del campo le fueron dando forma y, con el tiempo, color a los barrios que hoy tenemos. Los fueron habitando con su cultura.
Aparentemente los campesinos que emigraban hacia las grandes urbes de Estados Unidos mutilaban su ser en beneficio del tener. Dejaban su familia, su patria y de algún modo sus costumbres en busca de una vida mejor. Soñaban con un carro o con una casa, pero la razón de su cruce no dejaba de ser el pan. No olvidemos que hay un tener que responde a la subsistencia y otro tener que responde al estatus y al consumo. Para el inmigrante de origen campesino, satisfacer las necesidades de comida, vestido y techo ―sobre todo durante los primeros años― era su realidad. Su tener, en última instancia, estaba ligado a la subsistencia. Una vez establecido, ese inmigrante dejaba gradualmente el tener de la subsistencia y se iba insertando en el tener del consumo.[1]
Con la crisis económica que inicia en 1980 ―caída de los precios del petróleo, desplome del valor del peso, fin de la movilidad social―, el patrón migratorio dio un giro. Los que ahora cruzaban la frontera y arribaban a la Ciudad de los Vientos no sólo eran hombres del interior sino también mujeres y familias del medio urbano y con un mayor nivel de escolaridad. Esta nueva ola migratoria, a la que yo pertenezco, igual venía a buscar un trabajo mejor remunerado, pero también contemplaba las posibilidades y ventajas del consumo. Es la primera generación que se desencanta con un modelo de democracia delimitado por la participación electoral. La podríamos llamar “la generación del número dos”. Pues muchos decíamos que en dos años íbamos a aprender inglés, a ahorrar algunos cientos de dólares y regresar a México. La realidad era que luego de dos años no habíamos aprendido suficiente inglés, apenas habíamos ahorrado unos dólares y ya no teníamos la mínima intención de regresar. El tener de esta nueva ola migratoria se distanció de lo existencial y se acercó fácilmente al tener del consumo.
Alfonso Piloto Nieves impartiendo un taller de escultura con materiales reciclables. Foto: Marcos Litvitski
Lo último que brota en un grupo social que ha migrado son las artes. Las personas del sur que decidieron dejar su patria en busca de una vida mejor, llegaron a Chicago dispuestos a desempeñar cualquier labor, desde prensador de láminas y busboy hasta el oficio que desempeñaban en su lugar de origen: carpintero, carnicero, soldador…. Ese ir y venir de oficios lo combinaban con expresiones culturales propias de su pueblo natal: la quinceañera, el novenario al santo patrono, la creación de un mariachi, etcétera. Algunos con el tiempo se llegaron a topar con un mural, con un concierto, con una exposición de pintura o una lectura de poemas. En las comunidades hispanohablantes de Estados Unidos, y específicamente de Chicago, estas últimas manifestaciones culturales comenzaron a volverse una presencia palpable a mediados de la década de 1980.
Esta generación de los ochenta fue participando en la creación de espacios y expresiones culturales de una manera más consciente. Llegábamos a vivir en los mismos barrios y buscábamos trabajo ya no en fábricas sino en la industria de los servicios. Luego de establecernos, algunos usaban su tiempo libre para crear un conjunto musical o un grupo de rock, para fundar una revista literaria o para abrir un taller de grabado. Ya no era sólo lo que dictaba la tradición. Los espacios culturales de estos inmigrantes habrían de tener otro ímpetu.
Lo mismo sucedió en el mundo de la academia. Muchos jóvenes que dejaron truncos sus estudios en México, optaron por continuar en el área de Chicago tanto la preparatoria como la carrera universitaria. Son jóvenes que llegaron con más herramientas para comprender sus dos mundos. Acaso en su vida profesional le dieran prioridad al mundo del tener y en su vida personal al del ser.
Panel de escritoras en Chicago durante la Feria del Libro en Chicago. Foto: Marcos Litvitski
En 1990 se fundó en Chicago la primera revista literaria en español. Llevó por nombre Tres Américas. Se trataba de una revista latinoamericana y latinoamericanista, con un consejo editorial integrado por exiliados chilenos y cubanos, así como por inmigrantes colombianos y mexicanos. Los poetas y cuentistas que publicaban en Tres Américas, tenían los ojos puestos en la tierra que habían dejado. La nostalgia era el sentimiento que marcaba sus páginas. Era como si Chicago fuese para ellos un lugar de paso, una ciudad que pronto habrían de dejar para retornar a la América india, negra y europea, la América mestiza.
Ya en 1992, se fundó otra revista literaria: Fe de erratas. De carácter trimestral y sin costo para el lector, en sus páginas se publicaban poemas y cuentos que sólo en raras ocasiones describían los entornos propios de Chicago. Aparecieron en total trece números. Cabe señalar que en el primer número de Fe de erratas, los seis miembros del consejo editorial eran hombres de origen mexicano. La mayoría de ellos ya cargaba desde México un título universitario o un diploma de prepa. En los números siguientes se fueron integrando hombres y mujeres de los otros países latinoamericanos. Más que lo social, en sus páginas se exploraban cuestiones existenciales: el desarraigo, el sentido de la vida, los vacíos de la modernidad. Muy poco se abordaban las temáticas sociales. ¿Quiénes financiaban esta revista? Los mismos autores. ¿Quiénes la leían? Otros inmigrantes que por lo menos habían cursado la secundaria en su país de origen. Casi a la par de cada número de Fe de erratas, organizábamos tertulias en cafés, en bibliotecas públicas y en centros comunitarios.
Así como los inmigrantes se han introducido en el mundo del comercio y a veces en el de la industria, a menor escala lo han hecho también en el mundo aparentemente inútil de las artes. Con la excepción de apenas un puñado de escritores y artistas plásticos —los que dejaron su patria con un libro ya publicado o varias exposiciones en su haber— la inmensa mayoría nació a las letras y a los trazos una vez establecidos en Chicago o en otras urbes del Norte. Estas ciudades le han ofrecido al inmigrante con aptitud y talento cierta holgura económica y también un elemento básico para la creación: la soledad. Muchos otros han llegado, sobre todo en las últimas dos décadas, con alguna exposición en su currículum o con algún libro ya publicado, pero la razón que los llevó a emigrar fue meramente económica.
Fe de erratas dejó de aparecer en 1995. Dos años después el mismo grupo lanzó otra publicación llamada zorros y erizos. Con un formato de tipo tabloide, en zorros y erizos se comenzaron a abordar mensualmente diversos temas sociales: la economía informal, las pandillas, la política local y sobre todo los avatares de la inmigración. Es decir, sin dejar de lado las problemáticas internas, los escritores trataron de incursionar por primera vez en el periodismo. Ahora deseaban comprender la tierra que los mantenía en pie.
Esta publicación duró doce meses, y muy pronto, vio la luz Tropel, que en formato y temáticas era muy similar a zorros y erizos. Tropel tuvo vida durante tres años, lo que indicaba que teníamos ganas y buen corazón para escribir, diseñar, distribuir e incluso financiar cada una de las ediciones. Todo se hacía mediante el trabajo voluntario, excepto el pago de la imprenta. Cada vez que las cuentas se acumulaban, nos veíamos obligados a cancelar los proyectos y comenzar a planear otros que ahora sí fueran económicamente viables.
A principios de 2003 se lanzó una nueva convocatoria que tenía como fin publicar otra revista impresa. ¿Por qué en este año? El gobierno de Estados Unidos preparaba la guerra en Irak. Los cuentistas y poetas hispanohablantes de Chicago sentíamos la necesidad de denunciar a la administración Bush y las compañías petroleras. Queríamos participar de alguna manera en la protesta y precisábamos de un medio. Así nació Contratiempo, que mes tras mes fue parte de la vida de los barrios por más de una década. Además de la revista, Contratiempo organizaba lecturas y mantenía un taller de creación literaria.
El primero de enero de 2014, para conmemorar los 20 años del levantamiento zapatista, en Chicago vimos nacer la revista digital El BeiSMan. A diferencia de los proyectos anteriores, El BeiSMan es una revista bilingüe que cubre temáticas culturales y políticas de todo Estados Unidos. Además de la revista, El BeiSMan es un editorialque ya cuenta con más de 15 títulos publicados, poemarios, libros de ficción y ensayo de autores locales. Como organización cultural patrocina anualmente una feria de libro y un festival de artes. El lema de esta publicación fue tomado de un poema de William Blake: “Ver el mundo desde un grano de arena”. Ese grano de arena es sin duda el barrio de Pilsen.
Puesta en escena de Allá en San Fernado por Colectivo El Pozo. Foto Carolina Sánchez
Esta segunda década del milenio vivimos una crisis económica sin precedentes. A lo económico hay que agregar la desorientación política y social en los partidos, en las organizaciones comunitarias y en las universidades. Acaso sea un norteo que abarca al globo, pero valiera limitarse a Estados Unidos. Con el triunfo electoral de Donald Trump los diarios liberales estadounidenses se escandalizan: “El país perdió el rumbo”, “Qué vergüenza”, “Sin palabras”. Los columnistas pocas veces vuelcan los ojos hacia la sociedad que eligió al empresario, el mismo que culpó a los inmigrantes mexicanos y a los musulmanes de los problemas de su país, el mismo que en las elecciones de noviembre cubrió de rojo el mapa de Estados Unidos, y al decir rojo no me refiero al comunismo sino al color que denomina al Partido Republicano.
Más que una crisis económica, social y política, se trata de una crisis ética y espiritual. A falta de otros términos he optado por usar éstos. Por años, muchos en Estados Unidos reconocíamos los peligros del neoliberalismo y de algún modo éramos cómplices. Permitimos la aprobación del Tratado de Libre Comercio, que favorecía el tránsito de mercancías de un país a otro y levantaba muros a las personas que tenían que cruzar la frontera en busca del pan. Permitimos los rescates financieros de Obama a los bancos. Permitimos que se incrementaran las deportaciones. Permitimos que en las empresas y en las universidades estadounidenses se hiciera más grande la brecha entre el salario de los directivos y de los empleados. Permitimos que la industria de las armas siguiera haciendo de las suyas. Permitimos que la riqueza se concentrara en el 1% de la población. Permitimos que a la educación pública se le viera como un mal que había que eliminar o por lo menos privatizar. Etcétera. En otras palabras, nos olvidamos del ser y nos abocamos por completo al mundo del tener.
¿Por qué hemos sido tan pasivos? Hoy no me queda duda que los que están en el poder mantuvieron su control sobre nosotros al ofrecernos por décadas la ilusión del confort. Nos metieron en la cabeza que sólo había una manera de vivir: consumiendo cosas que en realidad no necesitamos y dejando de lado cosas que realmente son necesarias (salud, educación pública, vivienda, tiempo de recreación familiar). Lo trágico es que ni los partidos políticos, ni las instituciones sociales y civiles, ni el ritmo diario de la vida, han ofrecido una alternativa.
¿Dónde queda el inmigrante en esta nueva circunstancia global? Su problemática no es muy distinta de la que vive mucha gente que se asume como parte de la clase media. Con frecuencia se dice que no hay mucho que se pueda hacer. Difiero completamente. La globalización en sí misma no es mala. Lo terrible es que se ha dado desde la óptica de las multinacionales a través de la doctrina del neoliberalismo. Es una óptica que sólo ha tomado en consideración los resultados de la macroeconomía, no el bienestar de la mayoría de los estadounidenses, ni mucho menos el de los inmigrantes. ¿Es posible llevar a cabo una globalización desde abajo? ¿No será hora de cuestionar ese modelo y proponer otro paradigma? ¿Podemos crear un sistema en el que tenga más valor el ser humano y no los resultados del mercado bursátil?
Los inmigrantes latinoamericanos de Chicago hemos logrado crear docenas de organizaciones que nos han ayudado a integrarnos dignamente a la modernidad. Pero, como cualquier habitante de las urbes norteamericanas, hemos caído en la telaraña del consumo, y junto con el consumo, la deuda. Y con la deuda, la dependencia de los bancos y las multinacionales.
Deambulando en domingo. Foto: Sebastían Hidalgo
Todavía en los años ochenta se pensaba en el socialismo como otra opción de mundo. Estaba ahí la posibilidad de una sociedad más igualitaria. Con el desplome de la Unión Soviética lo que resultó no fue la movilidad social ni las mejoras salariales sino el despliegue del consumismo. En esa encrucijada continuamos todos en ciudades como Nueva York, Los Ángeles o Chicago.
Se dice que ocho multimillonarios controlan las bolsas de valores, a los políticos de los países ricos, a los medios de comunicación y las instituciones religiosas. Se dice que de su parte tienen el oro, el poder, la tele, los bancos y los dioses, y que nada se puede hacer. Que a cambio esos mulmillonarios nos han dado los beneficios de una modernidad líquida: placeres inmediatos y pasajeros. Esos placeres son la carnada que se ha convertido en la única e insaciable meta.
Como ya se señaló antes, es necesario detenerse y pensar la vida como un todo, en lo individual y en lo social, en lo laboral y en lo político, en lo cultural y en lo económico, en lo material y en lo espiritual. Llegar a la raíz de lo cotidiano, reducir en lo posible el control que tienen sobre nosotros los ocho magnates del mundo. Que a partir de hoy lo más preciado de nuestra vida sea la atención. ¿Es necesario endeudarse para comprar una nueva casa u otro auto nuevo? ¿Es necesario viajar cada verano a otro resort o agregar a nuestra lista de lugares visitados el nombre de otro país? ¿Es mejor comer afuera que cocinar en casa? ¿Hay que estar a la moda de la temporada? ¿Hay que comprar cosas sólo porque aparentemente están en rebaja?
Es decir, encontrar un balance entre el tener y el ser.
Parafraseando a Epicuro: Hay placeres innaturales e innecesarios; hay placeres naturales e innecesarios; hay placeres naturales y necesarios. Entre estos últimos se hallan el placer de preparar tu comida y tu agua, el de caminar, el de conversar con un amigo, el de mirar un árbol… En otras palabras, experimentar todos los días el placer de existir. ¿Y este último placer quién nos lo controla? ¿Podremos por lo menos controlar ese gusto?
¿Cómo salir de la telaraña actual? Acaso la respuesta surja de un proceso colectivo de cuestionamiento.
Nunca como ahora nos hace falta que los artistas y los académicos escuchen a los activistas y a los líderes de los barrios. Nunca como ahora hace falta que nuestros líderes, artistas y académicos agudicen los sentidos para rescatar los logros y cuestionar los baches de la modernidad. Nunca como ahora hace falta que la comunidad toda participe de este proceso.
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[1] Varios párrafos de este artículo son paráfrasis de segmentos que aparecen en Y nos vinimos de mojados, libro que escribí con Febronio Zatarain.
Pilsen Fest 2016, un festival cuyo fin es empoderar a la comunidad a través de las artes. Foto: Carolina Sánchez
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Raúl Dorantes. Llegó a Chicago a finales de 1986. Desde 1992 se ha dedicado a la publicación de revistas culturales: Fe de erratas, Zorros y erizos, Tropel, Contratiempo y El BeiSMan. En la actualidad es director del Colectivo El Pozo y es autor de la novela De zorros y erizos. Ars Communis Editorial publicó su colección de cuentos Bidrioz y recientemente publicó su segunda novela: El blues de Roma.
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Estudiantes de benito Juárez Academy salieron a protestar en el centro de Chicago en “Inauguration Day”. Foto: El BeiSman