Concurso de Cuento Consenso: Segundo Lugar

Un rostro familiar

Puta madre, dijo. Luego se tocó la frente y abrió los ojos a esa oscura vastedad. En lo alto vio una conglomeración de estrellas y las intermitentes luces de un avión que atravesaba el cielo. Puta madre, pensó ahora al verlo. Desorientado, cerró los ojos y esperó. Esperó ahí, tendido, deseando abrir los ojos y ver un rostro familiar. Pensó en Jorge. Nada. Recordó las bromas de Mauricio, y el viento nocturno pasó sacudiendo las ramas de los arbustos. Siguió recostado, esperando la voz que viniera a disipar el terrible asombro de encontrarse echado ahí, sobre aquel desolado y rocoso suelo, pero lo único que escuchó fue la noche, su constante eco. 

Solo, se dijo. Me dejaron solo. Aquí me dejaron los hijos de su pinche madre, pensó, haciendo énfasis en el adjetivo, como si pudieran escucharle el pensamiento, como si los tuviera presentes y les dijera, de frente: culeros. Y en cada palabra sentía que el pecho se le abría, lo mismo al evocar un recuerdo, cualquier memoria de una infancia compartida con ellos, esa herida se enmendaba de manera natural. No mames, se dijo con un tono ya menos hostil, esos cabrones.

¿Ora qué? Ora nada, ora te alivianas y buscas por dónde ir, buscas la brecha, buscas el paso entre los montes, atrasito han de estar las luces, creyó oír. Pero no oyó nada. Nada aparte del incesante concierto de los grillos.

Eso, pensó al incorporarse, al sentir el filo de la superficie rocosa hundirse en la palma de su mano diestra. Sintió un agudo dolor de espalda y notó que sus ropas despedían un tufo a alcantarilla. Tengo que correr, esconderme. Se sacudió las manos y se abrió paso entre la escasez de arbustos y nopales, corriendo monte arriba. 

Era esa, a horas más favorables, una de las rutas de mayor tránsito. Por ahí noche a noche atravesaban innumerables huestes: hombres, mujeres, niños. Un ejército anónimo. Un ejército renovado cada noche. Una marcha que era más bien un peregrinar, pues su paso era guiado más por una íntima fe que por un propósito colectivo.

Horas antes, él mismo había formado parte de un grupo similar. Horas antes, junto con Jorge y Mauricio, él había salido de un cuartucho de hotel a encontrarse con el hombre cuya única indicación fue que lo esperaran en la esquina. 

La van que llegó a recogerlos tenía los vidrios ahumados y placas de California. En el interior, que carecía de asientos, ocho entusiasmados rostros charlaban animadamente y sólo se percataron de la presencia de los nuevos pasajeros minutos después, cuando Mauricio despidió un gas cuyo estruendo y eventual emanación le ganaron notoriedad entre el resto de la tripulación. Pinche cerdo, exclamó uno, frunciendo el rostro a manera de desapruebo. Otro, presionándose las fosas nasales, inquirió, ¿qué tragaste cabrón? Anticipando un desorden interno y asiendo la oportunidad para comenzar a imponer su autoridad, el copiloto viró el rostro y ordenó: ya, ya, cabrones, cállense; mucho escándalo por un pinche pedito.

Eran poco después de las siete cuando la van se detuvo frente a la muralla metálica. Fue sólo entonces que comenzó a contemplar en serio la jornada que lo aguardaba. Por encima de la muralla se podía apreciar ya el horizonte teñido de diferentes matices escarlata. Un espectáculo, pensó, harto diferente al de su ciudad natal. Quiso comentárselo a Mauricio, pero este ya se encontraba escalando el muro metálico.

Su falta de condición le impidió escalar la muralla y, a recomendación del coyote, recorrió cuatro cuadras hasta donde este prefería atravesar cuando había niños en el grupo. La zanja que estaba por debajo de la muralla era estrecha pero él cupo bien. Ya de regreso con el resto del grupo, las burlas no se hicieron esperar: ¡maricón, para eso me gustabas!, dijo el coyote, dándole paso a una avalancha de risas en la que él mismo participó sin señal alguna de resentimiento. 

Pasadas las nueve, después de que las patrullas habían hecho la primera ronda, el coyote le indicó al grupo que era hora de partir. Ya todos habían recibido instrucciones precisas: todos habían de mantenerse juntos y, de llegar a ser detenidos, nadie sabía quién era el coyote. O, más bien, no había coyote. Todos conocían el camino, pues lo habían atravesado en numerosas ocasiones. El silencio del grupo respecto a la identidad del coyote les garantizaba a todos el cruce al día siguiente. Pero de delatarlo, no sólo arriesgaban el depósito, sino que también habría represalias contra sus familias en ambos lados de la frontera. 

Las primeras dos horas de recorrido fueron un constante subir y bajar colinas. El paso era más bien ameno, y trotaban más que corrían. Entonces el coyote, al frente del grupo, se detuvo súbitamente y les ordenó que guardaran silencio y que se echaran al suelo. En la distancia todos pudieron ver las luces que descendían hacia el valle. Ya chingamos, susurró el coyote. Estos güeyes agarran a unos y con eso se conforman. De acuerdo con su predicción, el paso lo tenían asegurado. Simplemente había que esperar a que se despejara el área. Ahorita van a bajar las trocas a levantar a esos, le informó a su contingente. Después esperamos un rato y ya la tenemos hecha. 

En cuestión de minutos aparecieron tres vehículos para desalojar a aquel desafortunado grupo. Cuando el coyote dio la orden de seguir sería ya cerca de la media noche. Algunos habían aprovechado el intervalo para dormitar, pero, por más que lo intentó, él no logró hacerlo: el suelo era incómodo, tenía el estómago revuelto y tanto Mauricio como Jorge se dedicaron a tirarle ramas secas en la cara cada vez que parecía quedarse dormido. 

Aquí casi llegando a las pipas fue donde los agarraron, dijo el coyote refiriéndose al grupo anterior. Si hubieran llegado hasta allá no les pasa nada, agregó señalando una cloaca que se abría paso al pie de la siguiente colina. Pinches migras son remaricas; nunca se meten ahí.

Antes de entrar a la cloaca, el coyote les advirtió que sería una travesía difícil, limitándose a decir que iba a estar medio cabrón, pero que, una vez saliendo, ya casi estarían “allá”. Sin prestar mayor atención, el grupo penetró en los intestinos de la montaña, convencidos de que su jornada estaba a punto de concluir. 

Media hora después comenzaron las quejas. Lo que había iniciado como un divertido recorrido en las penumbras (¡órale cabrón, para eso son pero se piden! o ¡agárrale acá, culero!), gradualmente se había convertido en una letanía de insultos, de quejidos, de calambres musculares. El tubo del alcantarillado no medía mucho más de un metro de altura, y el ajetreado paso con la espalda curveada, el tufo a orines, a heces y a animales muertos y la sensación de bichos desplazándose por el cuello causaron un pánico generalizado. Jorge sintió que la boca se le llenaba de un líquido tibio y enseguida volvió el estómago. Él, por su parte, se convencía que ya pronto verían la luz de la luna, que ya pronto saldrían de ese maloliente e improvisado túnel y que todo esto quedaría atrás.

Mientras tanto, ni la pronta salida ni la ilusión de un mejor futuro servían para apaciguar el rencor que se le arremolinaba en el pecho. No eran las condiciones físicas (el fétido olor, el metal viscoso, el malestar en la espalda, la oscuridad), no: eran otras razones las que lo oprimían. Algo más lejano e íntimo a la vez, algo que no podía verse ni tocarse. Aunque no podía nombrarlo, algo había perdido ahí y lo sabía. Se sintió presa de una gran impotencia, víctima de una fuerza superior a la suya, una fuerza que estaba más allá de su control.

Los tenían contados. Y no hubo movimiento alguno sino hasta que él, siendo el último de los doce, había salido completamente de la cloaca. Mareado y con náuseas, se desplomó sobre el árido suelo, apenas afuera del tubo, metros atrás de los demás. Fue entonces que una lluvia de luces cayó sobre ellos. La migra saltó de los arbustos aledaños y rodeó al grupo de cuerpos tendidos sobre el suelo. La mayoría de ellos se incorporó e intentó la huida. Pero exhaustos, desorientados y ya sin ánimo pronto fueron alcanzados por los agentes. De aquel entusiasmo, de la jovialidad y la energía que los había guiado hasta entonces no les quedaba más que el aliento para conferir, en voz baja, una sarta de injurias, un coro de mentadas de madre que los agentes de inmigración imitaron con la indiferente pedantería de todo aquel que ha aprendido a aceptar el más tóxico insulto como un gaje del oficio.

Sólo él logró escapar. Su lentitud, a final de cuentas, le había favorecido. Había quedado tirado a escaso medio metro de la cloaca. Y, a pesar del cansancio, la conmoción le inyectó una sobredosis de adrenalina. Apenas se percató del caos en su entorno, se incorporó y se internó de inmediato en la extensión metálica, esa lúgubre dimensión a la que minutos antes había jurado nunca más entrar. Tropezó y cayó sobre su costado izquierdo y sintió que un tibio líquido le escurría por el rostro, pero ese no era momento para consideraciones higiénicas. Metros atrás un grito autoritario en un español a medias silenciaba todas las otras voces, y una tímida luz asomaba a la orilla de la tubería. Sin detenerse, siguió su huida. A ciegas fue avanzando, tanteando la interminable oscuridad con las manos apoyadas en los costados de la cloaca. A fin de evitar doblarse un tobillo, corrió con los pies separados al mínimo, por más incómodo que esto fuera. Había aprendido, en el camino de ida, que así el equilibrio requería menor esfuerzo.

Mucho después de que el eco de los gritos y el brillo de la linterna habían dejado de asediarlo, redujo la velocidad, respiró hondo y sintió que los pulmones se le llenaban de un aire espeso. Luego cada paso comenzó a exigirle más. El cuerpo se le fue volviendo más pesado, la respiración cada vez más pausada. Obedeciendo a un magnetismo subterráneo, la espalda gradualmente se le comenzó a encorvar y, ya a gatas, alcanzó el otro extremo, el extremo por donde horas antes había entrado. Se arrastró por un par de minutos a la intemperie y ya no supo de sí.

Cuando abrió los ojos lo primero que le vino a la mente fue que lo habían abandonado. Sentía que sus amigos de la infancia lo habían traicionado, que lo habían dejado abajo.

Se tocó la frente y dijo: puta madre.

Entre la inmundicia del acueducto y el vértigo del desfiladero, el coyote prefería el túnel. Prefería la náusea que a final de cuentas siempre se pasa; prefería los calambres, el dolor de espalda; prefería arriesgar la infección que se cura con antibióticos. Sobre el aire fresco, sobre el cielo estrellado y el panorama desértico que obsequian las cumbres, favorecía la pestilencia, la invisibilidad, la claustrofobia de la cloaca.

Pero él nunca supo, o nunca sospechó, los motivos del coyote. Y, tras incorporarse, corrió cuesta arriba. Corrió por esa brecha improvisada por el cruce de tantos otros que lo habían precedido. Corrió porque ya se sentía recuperado, porque estaba convencido de que mejor era internarse de nuevo en la noche que regresar vuelto un fracaso. Corrió porque había salido en busca de algo y tenía fe que al otro lado de la escarpada colina estaba el fin de esa prolongada noche. Y continuó su marcha, su carrera, su peregrinaje, su huida. Enfocado tan sólo en esa sucesión de piernas que se desplazaban devorando metros, nunca se percató que la vereda se iba estrechando conforme ascendía. Y, al apoyar de nuevo el pie derecho, sintió que la solidez de la tierra cedía y se desquebrajaba ante su paso. Después sintió que todo él se desplomaba y extendió el brazo izquierdo, abrió la mano en busca de una rama firme, de una piedra, de cualquier cosa que interrumpiera ese súbito mas certero descenso. Y lo único que sintió fue que la mano, vacía, se le cerraba empuñando nada más que un vano deseo.

José Ángel N.  Autor de Illegal: Reflections of an Undocumented Immigrant y del blogJosé Ángel N.

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