Concurso de Cuento Consenso: Tercer Lugar

<p style="text-align: center;"><img src="wl-galeria/tmlanguupi_med.jpg" alt="" width="400" height="267" /></p> <h3 style="text-align: center;"><strong>Un cuento de ni&ntilde;as</strong></h3> <p>&Eacute;rase una vez dos ni&ntilde;as que viv&iacute;an en un mundo bello y sencillo. Bueno, en realidad viv&iacute;an en un mierdero, un barrio humilde rodeado por barrios aun peores y llenos de criminales de toda clase, pero desde el punto de vista de un ni&ntilde;o (o una ni&ntilde;a) casi cualquier lugar, siendo el lugar de la ni&ntilde;ez, puede ser un lugar bello y sencillo. Los ni&ntilde;os que viven encima de los basurales andan en sus aventuras con las cabecitas llenas de sue&ntilde;os igual que los que viven en palacios o en las sabanas vastas de &Aacute;frica. Mientras el sufrimiento no sea demasiado agudo, un ni&ntilde;o (o una ni&ntilde;a) tiene la innata capacidad de considerar que donde &eacute;l (o ella) vive es el estado normal del mundo. Y as&iacute; lo es. Y as&iacute; es como las dos ni&ntilde;as de nuestra historia se encuentran viviendo en un poblado al lado una mina de sal, en un barrio que se llama Calvario, creyendo hasta el fondo de sus peque&ntilde;os corazones fr&aacute;giles que era un lugar bello y sencillo. Viv&iacute;an las dos ni&ntilde;as a la manera de ni&ntilde;as por todo el mundo, pasando los d&iacute;as cazando hadas y compartiendo secretos y abrazando gatos y so&ntilde;ando con pr&iacute;ncipes azules. Aguantando un poco de hambre o una paliza de la mam&aacute; de vez en cuando, como normal.</p> <p>Pero a diferencia de muchas ni&ntilde;as, estas dos tuvieron la suerte de tener unos verdaderos pr&iacute;ncipes azules. Cada una tuvo un hermano mayor, sus familias como im&aacute;genes en un espejo: ni&ntilde;a de tal edad, ni&ntilde;o de tal. Mam&aacute; linda y un poquito gorda, a veces malgeniada pero a veces muy cari&ntilde;osa. Pap&aacute;&hellip; en alg&uacute;n lado, ciertamente.</p> <p>Igual como las ni&ntilde;as, los dos hermanos mayores eran amigos inseparables desde la cuna. Y cuando las ni&ntilde;as nacieron (la una tres semanas despu&eacute;s de la otra), sus hermanos &mdash;que ya sab&iacute;an algo del mundo&mdash; se auto-designaron como sus &aacute;ngeles de la guarda, por si acaso sus verdaderos &aacute;ngeles de la guarda fueran a bajar la vigilancia durante un instante. Porque los hermanos mayores, a sus seis o siete a&ntilde;itos viviendo en el humilde barrio Calvario, ya hab&iacute;an aprendido que en este barrio a veces los &aacute;ngeles de la guarda no se met&iacute;an, que hab&iacute;a cierta falta de vigilancia, fuera de parte de Dios en el cielo o de otras autoridades.</p> <p>Y a lo largo de los a&ntilde;os las dos ni&ntilde;as crecieron andando por las calles de piedra y lodo de su barrio, cazando sus hadas y abrazando sus gatos, escondi&eacute;ndose en la casa durante esos aguaceros fuertes que siempre llegaban sin advertencias, jugando, cantando, so&ntilde;ando. Y poco a poco &mdash;sintiendo el calor del sol en sus caras y en las piedras del patio&mdash; iban aprendiendo del mundo. Saborearon el sudor en la piel de sus brazos y entendieron que a pesar de las apariencias las ni&ntilde;as est&aacute;n hechas de sal. So&ntilde;aban saber tambi&eacute;n de qu&eacute; estaban hechos los ni&ntilde;os, pero entend&iacute;an que para eso hab&iacute;a que esperar. So&ntilde;aban con el d&iacute;a en que iban a ser bastante grandes para casarse con sus pr&iacute;ncipes, aquellos dos ni&ntilde;os serios que por lo general no se met&iacute;an mucho en el mundo sagrado de las ni&ntilde;as pero quienes siempre estaban all&iacute;, observando, por si acaso, aun cuando las ni&ntilde;as no se daban cuenta. As&iacute; era el paisaje del mundo que conoc&iacute;an las ni&ntilde;as, sencillamente: siempre estaban conscientes, sin necesidad de pensarlo, de que alguien las estaba vigilando.</p> <p>Y despu&eacute;s de cierta cantidad de a&ntilde;os, resulta que los dos ni&ntilde;os, llegando a cierta edad, cayeron en cuenta de que en realidad estaban viviendo en un mierdero. Siempre es un d&iacute;a triste cuando un ni&ntilde;o pobre empieza a entender qu&eacute; significa el hecho de ser un ni&ntilde;o pobre en un mundo que no tiene el menor inter&eacute;s en sus problemas. Cuando se da cuenta de que no va a llegar nunca a vivir en una de aquellas casas que muestran en las telenovelas, ni a manejar aquellos carros, ni acostarse con aquellas chicas rubias. Etc&eacute;tera.</p> <p>De hecho, el &uacute;nico d&iacute;a m&aacute;s triste que aquello es el d&iacute;a cuando ese ni&ntilde;o conoce a otro ni&ntilde;o pobre, quiz&aacute;s un poco mayor, quien le dice que tiene una manera de ganar buena plata. Y f&aacute;cil. Y aunque no se sabe exactamente lo ocurrido, se puede imaginar que estos dos ni&ntilde;os serios se involucraron en un negocio rentable pero a la vez arriesgado, como lo hacen tantos ni&ntilde;os pobres en este mundo. Algo que ver, quiz&aacute;s, con el transporte o la venta de ciertas cosas. Sal&iacute;an de noche y regresaban por las ma&ntilde;anas, a veces con un poco de plata para sus mam&aacute;s, a veces con regalitos para las ni&ntilde;as (quienes de hecho ya no eran tan ni&ntilde;as), y todas se quedaron muy contentas con la nueva grabadora casete o la nueva cobija o con el nuevo cepillo de pelo con dise&ntilde;o de flores multicolores. Claro que nacieron dudas tambi&eacute;n, y preocupaciones, y de vez en cuando hasta disputas, pero los dos ni&ntilde;os, ya muchachos, siempre ten&iacute;an la capacidad de suavizar las dudas y ganar las disputas con unas palabras dulces o con una nueva licuadora para la mam&aacute;.</p> <p>Pero tristemente, todos los mundos bellos y sencillos tienen que llegar a sus fines, y un d&iacute;a lleg&oacute; el fin de este.</p> <p>Lleg&oacute; con una simple tocada de puerta. Las dos ni&ntilde;as estaban en la sala con los dos ni&ntilde;os, viendo la novela en el nuevo televisor, cuando llegaron los malditos. Los muchachos se&ntilde;alaron a las chicas que se quedaran en silencio. Como no abrieron la puerta, los malos pasaron por el otro lado de la casa para intentar romper las rejas de la ventana de la cocina. Y mientras los dos muchachos intentaban detenerlos, las muchachas se escondieron silenciosamente debajo de la camita que usaban de d&iacute;a como sof&aacute; en la sala. Con tanta prisa de esconderse, una de ellas se peg&oacute; en la cabeza contra un pedazo de metal que sobresali&oacute; por debajo de la cama, un resorte quiz&aacute;s, y le abri&oacute; la frente muy feo. Le doli&oacute; mucho pero la muchacha no grit&oacute;, no hizo ning&uacute;n sonido. Sinti&oacute; la sangre en su cara pero no se movi&oacute; ni un dedo. Las dos se quedaron all&iacute;, juntas, cogidas de la mano, tan inm&oacute;viles como dos cad&aacute;veres.</p> <p>Al fin los malos lograron entrar a la cocina, y muy indignados por la molestia. Se pusieron a discutir sus asuntos con los dos j&oacute;venes. Pasaron palabras rencorosas, acusaciones, negaciones, re-acusaciones, hijueputas, repudios, m&aacute;s hijueputas, y al fin s&uacute;plicas y m&aacute;s negaciones.</p> <p>Es decir: &eacute;rase una vez dos ni&ntilde;os lindos que se metieron en un mar profundo antes de aprender a nadar. Entre m&aacute;s intentaron, m&aacute;s se hundieron. Enfadaron a unas personas importantes. Y lleg&oacute; el d&iacute;a del ajuste de cuentas.</p> <p>&Eacute;rase una vez dos ni&ntilde;as lindas, hermosas, dos princesas que viv&iacute;an en un mundo sencillo y bello que desapareci&oacute; de repente en una noche estrellada, desapareci&oacute; en un instante, en un sonido agudo y ensordecedor, y entonces otro, y otro, y otro, y otro. Y despu&eacute;s un silencio de ecos que nunca iba a dejar de retumbar en sus o&iacute;dos. Y despu&eacute;s, el sonido de unos hombres buscando algo en la casa, tumbando muebles y rompiendo vidrios, mientras las dos ni&ntilde;as se quedaron all&iacute; por debajo de la cama, mudas, sin respirar, paralizadas por el temor de que los malos las descubrieran all&iacute; en su escondite&hellip; Y al fin los malos o encontraron lo que buscaban o se rindieron, y se fueron. Pero las ni&ntilde;as no se atrevieron a moverse a&uacute;n, se quedaron all&iacute; por debajo de esa cama que se usaba como sof&aacute; durante el d&iacute;a, todav&iacute;a cogidas de la mano y tan r&iacute;gidas y silenciosas como los dos ni&ntilde;os desparramados en el piso cuya sangre estaba saliendo con los &uacute;ltimos latidos de sus corazones, mezcl&aacute;ndose, extendi&eacute;ndose por la losa fr&iacute;a del piso, hacia donde las dos ni&ntilde;as estaban a la espera, lado en lado, casi sin respirar todav&iacute;a, casi sin poder sentir el olor de carne fresca que tiene la sangre, el olor de una carnicer&iacute;a. Y dentro de unos momentos, mientras los vecinos se estiraban para alcanzar a ver por las ventanas, la sangre lleg&oacute; &mdash;espesa, perdiendo su calor&mdash; para acariciar las piernas de las dos ni&ntilde;as, para cosquillear la piel de sus brazos, para empapar sus camisetas y sus pantalones. Y las dos ni&ntilde;as de sal empezaron a disolverse.</p> <p>&nbsp;</p> <p>Fragmento de la novela <em>Ciudad de sal </em>(de pr&oacute;xima publicaci&oacute;n)</p> <p style="text-align: center;">&diams;</p> <p><strong>Marcus Litwic</strong>&nbsp;es un escritor y dramaturgo gringo que vivi&oacute; en Bogot&aacute;, Colombia, de 1993 a 1995.</p> <p style="text-align: center;">&diams;&nbsp;&diams;&nbsp;&diams;</p> <p>&nbsp;</p>