Contra la indignación

 

El silencio es el mejor modo de responder a las calumnias.
—Ben Jonson.

 

Termina el sociólogo esloveno Slavoj Žižeksu libro Violencia con un golpe que desenmascara lo mismo que nos confronta. Habla de las consecuencias políticas de la abstención política en Ensayo de la lucidez de José Saramago:

La amenaza el día de hoy no es la pasividad, sino la pseudoactividad, la urgencia de “activarse”, de “participar”, para enmascarar la nada de lo que sucede. (…) La verdadera dificultad estriba en dar un paso hacia atrás, en retirarse (…) Aquellos en el poder a menudo prefieren una participación “crítica”, un diálogo, al silencio —solamente para mantenernos en este diálogo, para asegurarse que nuestra ominosa pasividad esté rota. La abstención de los votantes es entonces un acto político: nos fuerza a confrontarnos con la vacuidad de las democracias actuales[1].

¿Qué hacer ante un Gobierno y ante un sistema que se parece esforzarse por parecer ciego y sordo ante los reclamos? ¿Cómo confrontar a un poder empeñado en embutirse dosis inclementes de críticas que solamente confirman su parálisis o su incapacidad? Una respuesta puede estar orientada en el sentido que Žižek advierte: la pasividad. Porque si la indignación es sin duda un arma necesaria que funge como eco, retirarse puede funcionar como mensaje: no más diálogo, no más oídos. Quizá una actitud más recta, más honesta, declare que la indignación —valiosa, qué duda cabe— no es, sin embargo, suficiente, y no porque sus formas carezcan de articulación sino precisamente por eso: el discurso de la indignación ha pasado del sagrario a la taberna. Es decir, se ha convertido en un tema manido, habitado por todos. Dar un paso atrás —hacia la pasividad— puede servirnos para establecer un terreno común. En este caso, la democratización del término acabó por pervertirlo.

Propongo la intolerancia: una actitud que parece fulminada por los discursos occidentales del political correctness, el recuerdo intranquilo del fundamentalismo y las formas caprichosas de segregación racial, sexual, política. Sin embargo, la narrativa de la intolerancia hacia la corrupción, hacia la injusticia, hacia la desposesión —en todos los sentidos— y hacia los errores puede llevarnos en otras direcciones.

Porque indignación es enojo, explosión; intolerancia es no respetar las prácticas abusivas de nuestros gobernantes. Porque indignación ataca a las personas; la intolerancia busca desterrar las prácticas. En lugar de señalar culpables, tendríamos que buscar razones: por qué el Gobierno es el lugar de la corrupción, de los abusos, de la opacidad. Los políticos se irán cuando acabe su mandato, las razones se quedarán a pesar de los abusos: o sea, se renuevan siempre. Dar un paso hacia atrás para limpiar el vapor que ha quedado después de la ducha: limpiar el espejo, ver los contornos, adivinar las siluetas. Se trata de deponer la indignación porque ataca sujetos corruptos o violentos y no sistemas corruptos o violentos. La cara más palpable de la corrupción es el corrupto, pero no las prácticas. La cara más obvia de la violencia es la subjetiva, la que se ve, pero no la objetiva, un determinado sistema de explotación[2]. La indignación parece atacar únicamente las desembocaduras del río dejando de lado sus veneros.

La democracia mexicana se estrenó de golpe, sin instancias que nos permitieran procesar el cambio inmediato. De ciertos hábitos arraigados bajo el PRI se pasó a buscar una vocación democrática bajo el PAN, partido que, por cierto, quizá ya la tenía en sus venas pero que la fue perdiendo conforme su expansión se hizo inevitable, sus corolarios y su tradición se fue marginando y finalmente sus líderes fueron capitulando. La ética de la oposición panista que ardía en juventud pasó a burocratizarse, normalizarse y entrar a la corriente de la normalidad política: ya no queda nada de aquellos hombres que inventaron el grito parlamentario. Por banal que parezca, el PAN se ha convertido en un partido aburrido. Gustavo Madero es el último eslabón de un proceso de degradación partidista que acabó por silenciar al PAN: la oposición política pasó a la calle, en forma de indignación ciudadana, que busca cabezas por doquier y descalificaciones al por mayor. La indignación no se ha dado cuenta que es peor tener un diálogo de sordos que no tenerlo, ya que la cacofonía genera mensajes disonantes. No se sabe lo que se busca. El Gobierno no articula bien las demandas de la sociedad porque ésta vocifera y se envuelve en un océano engorroso de solicitudes que no se logran procesar. Creo que lo que sucede en Guatemala es, precisamente, el paso que hay que dar nosotros de la indignación a la intolerancia o, más bien, de la arbitrariedad a la articulación.

Para quien piense que un nombre más bien hace poco, tendría que contestar a la pregunta de por qué Colón, recién llegado a América, comenzó a rebautizar las tierras que encontró. Y es que nombrar las cosas es otro modo de poseerlas porque nos aproxima a su realidad, las hace tangibles y comienza su ordeña ideológica, política o cultural. Un discurso es ante todo la construcción de símbolos que encuadran una realidad. Utilizamos el lenguaje no para comunicarnos —hay muchas formas de comunicación— sino para poseer. Horacio, en su Arte Poética, parece querer decirnos que inventar nuevas palabras ilumina el conocimiento del mundo.

Si acaso es menester con voces y expresiones nuevas explicar cosas hasta entonces ocultas, será lícito inventar vocablos que no hayan oído los Cetegos de antaño que iban ceñidos a la antigua[3].

¿Cómo hablar de la masacre de los 43? ¿Cómo hablar de la masacre de los 72? La indignación justifica el activismo pero no lo explica. La intolerancia, en cambio, es menos reactiva pero más duradera. La indignación no puede transformarse en creencia, sí la intolerancia. La indignación no explica las cosas ocultas, simplemente las señala.

Primero, sin embargo, tenemos que detenernos. El mejor mensaje que le podemos mandar al poder es nuestro silencio, otra forma de criticar su actividad y negarle el derecho a nuestras palabras y nuestra cooperación. Un silencio temporal, que nos permita acostumbrarnos a escucharnos a nosotros mismos. No se trata de hacerles un favor sino de aplazar su juicio.

Solamente así podremos determinar los cargos.

 

 

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[1] Zizek, Slavoj, Violence, Picador, pág 217, EUA. La traducción es mía.

[2] Adopto las definiciones que hace Žižek de violencia objetiva/subjetiva.

[3]  El texto se ha tomado de la ‘Epistola ad Pisones’ del ‘Horacio Español’ traducción del P. Urbano Campos S.J. y con la traducción del Arte Poética por el P. Luis Domínguez de las Escuelas Pías (Madrid, Sancha 1783).

 

Guillermo Fajardo (Acapulco, Guerrero, 1989) es escritor. Cuenta con tres novelas publicadas y un libro de cuentos. Ha escrito en medios impresos y electrónicos como Gaceta Frontal, Animal Político, Revista Replicante y El Mundo del Abogado. En 2014 ganó el concurso de reseñas de la Revista Nexos. Vive y estudia en Estados Unidos. Alimenta un blog personal  y otro en Proyecto 40.