Triste en verdad fue lo que le sucedió a Felipe el Bueno, Duque de Borgoña (1396-1467), cuando se encontraba en la acogedora ciudad de Brujas (Brugge, hoy en Bélgica). El hombre era sumamente cuidadoso de su apariencia. No se destacó precisamente por la elegancia de su vestuario, como otros potentados de su tiempo, pero insistía siempre en impresionar a los extraños con la pompa de sus ceremonias y la suntuosidad de sus aposentos. Véase cómo lo pintó Van der Weyden: sobre la testa un oscuro sombrero de enorme alcance, y al pecho una preciosa cadena de donde pende la insignia del vellocino de oro —emblema de la orden de caballería que él mismo creó con objeto de aumentar el esplendor de sus fastos. Nos damos cuenta de que el pintor tuvo por modelo a un hombre en quien la vanidad y la afectación podían pesar más que las virtudes.
Los mejores artistas decoraban sus palacios, y todo cuanto el dinero podía comprar en el siglo XV en que vivió, se encaminaba a incrementar la magnificencia y el boato de que gustaba rodearse. Corría el año de 1430; acababa de conquistar el ducado de Brabante, cuando ya sus tropas sometían, uno tras otro, varios distritos de lo que hoy es Holanda. Para completar su imagen de poderío, hay que decir que él mismo se consideraba guapo, y puede ser que en su tiempo tal presunción estuviera justificada. Flaco y huesudo, pero también nervudo y vital en una época en que la gente moría prematuramente o sobrevivía desfigurada por la viruela o la violencia de las guerras y los accidentes, Felipe podía pasar por apuesto. Mas he ahí que toda esa vanidad y engreimiento empezaron a resquebrajarse merced a un fenómeno muy simple: el duque perdía el pelo.
Esa es una de las mil maneras en que la justicia celestial castiga la vanagloria masculina. No había un solo calvo en toda su corte, y él, Felipe, veía su cráneo cada vez más denudado. El donjuán borgoñés, el conquistador de corazones femeninos a quien el obispo de Tournai había amonestado por su extrema “debilidad de la carne,” (corroborada por las docenas de bastardos que había procreado), ahora tenía miedo de mostrarse en público. Había enviado a uno de sus mejores pintores, Jan van Eyck, adjunto a una embajada oficial para que pintara el retrato de la princesa Isabel de Portugal, con quien tenía la idea de contraer matrimonio, no sin antes pasar un juicio de catador profesional sobre el aspecto físico de la dama. Y él mismo, tan delicado en cuestión de rostros y apariencias femeniles, tenía miedo de parecer ridículo. Miedo, más que nada, a las risitas veladas; a los versos anónimos satirizantes que podían aparecer misteriosamente en sus habitaciones; a las alusiones jocosas y bromas zaheridoras que, sin duda, se harían a sus espaldas.
No faltaron aduladores —raza inextinguible y ubicua— que trataban de contentar al duque. Le diseñaban gorras de ingenioso corte, tocas de vivos colores, sombreros elegantes y ¡qué sé yo!, hasta boinas y casquetes hechos de cuero, de franela, de seda, y de finísimas pieles de animales. Nada le satisfacía. Mientras más se veía al espejo, más le parecía que el llamativo remate de su cabeza no hacía sino resaltar el envejecimiento de su rostro. Porque entre las ideas que lo atormentaban sobresalía una que atribuía su calvicie a prematuro envejecimiento. “Con tan estrafalaria prenda cubriéndome la cabeza, se decía, mi cara parece como encurtida; es la faz de algún infeliz vejestorio, no la de un prócer como yo”. Apenas si llegó a gustarle un gran turbante rojo que sus sastres le confeccionaron, parecido al que el pintor Guido Reni puso sobre la testa de la triste Beatriz Cenci en su célebre retrato. Creyó ser la única prenda que no desfavorecía a su semblante, pero muy pronto lo rechazó. Porque, ¿cómo iba a ser que él, incansable defensor del cristianismo, descendiente de heroicos cruzados y líder de una patria que había vertido mucha sangre por el honor de Cristo, se decidiera a presentarse cubierto a la moda y usanza de los musulmanes?
Se convirtió el avance de la alopecia en un asunto de estado. Hubo no pocos conciliábulos y reuniones de altos consejeros donde se discutió la ducal calvicie incipiente con toda gravedad. Cortesanos halagadores no faltaban que le decían al duque que la calva le iba muy bien; que aumentaba la gravedad de su porte; que lo hacía verse más masculino, como un verdadero caudillo. Nada lo contentaba, y el pobre se desesperaba al ver que su cráneo se desguarnecía en forma irregular, dejando en el cuero cabelludo mondos trechos aquí y allá, asemejándolo a las imágenes que los pintores usaban para representar a los leprosos, a los sifilíticos, o a los réprobos que, en los frescos de las iglesias, aparecen lanzados de cabeza al averno por la justicia divina el día del Juicio Final.
La gente comenzaba a preocuparse por la salud del duque, viéndolo tan deprimido. De nada valía que algunos serviles aduladores se cortaran el pelo, a veces dándose fea trasquilada, para parecerse a él. Más lo entristecía ver que su aspecto era copiado por otros hombres, sin estar claro si se trataba de un homenaje o de una burla disimulada.
Así iban las cosas cuando un ingenioso artesano puso todo su empeño y no poca habilidad en crear una peluca de auténtico pelo humano. No faltó damisela que, orillada por el hambre y la miseria —azotes comunes en esa dolorosa época— se prestara a ceder buena parte de su cabellera mediante un poco de dinero; y el diestro artesano tuvo cuidado en escoger una cuyo cabello fuese casi idéntico al que diariamente perdía el gran señor. Mas no pararon aquí sus precauciones. Demostrando una capacidad técnica nunca antes vista, construyó una red de fieltro sobre la cual montó con inigualable destreza los mechones de pelo que previamente había ordenado de acuerdo a su longitud, y que había tratado en una solución de sémola de su propia invención. Además, construyó una especie de cráneo de madera, asesorándose de gentes que conocían muy bien las características de la cabeza del duque, como un artista que había hecho su retrato, y el peluquero que habitualmente le cortaba el pelo. Sobre este lignario artefacto moldeó la base de la peluca que con tanto esmero fabricó.
Cuando, al final de sus desvelos, vio su obra terminada, dio dos o tres pasos hacia atrás para contemplarla mejor, y experimentó una gran satisfacción. Antes de presentar su creación al duque la peinó, la rizó, y la atildó primorosamente. Pidió entonces una audiencia con el soberano. Le presentó su obra maestra, y aquello fue un triunfo apoteósico. El duque la probó, se miró al espejo, y le pareció que había sido restituido a su anterior aspecto de esplendor cabelludo. Abrazó al artesano, cuyo nombre no consignan las efemérides de la corte de Borgoña, y lo recompensó generosamente. De aquel día en adelante no tuvo que preocuparse por su modus vivendi: no solo se le pagó liberalmente por su servicio, sino que la peluca de su invención se volvió la moda indiscutible. El buen artesano terminó sus días en la afluencia de un gran industrial, fabricando pelucas para su país y para exportación al extranjero. Y esta historia ha sido escrita por algunos autores —entre ellos Collin de Plancy,1 de quien aquí declaro haber tomado la principal información de esta reseña— como el origen de la peluca moderna. Quizá llevados por un sentimiento de nacionalismo, belgas y flamencos reclaman para Brujas la invención de la peluca.
No es que la peluca no existiera antes. En el mundo occidental, la antigüedad grecorromana ciertamente conoció dicho artefacto. Basta recordar, por ejemplo, los versos de Ovidio en su Ars Amandi, (III, 165-168), cuando dice:
Femina procedit densissima crinibus emptis
Proque suis alios aere suos
Nec rubor est emisse: palam venire videmus
Herculis ante oculos virgineumque chorum
( “La mujer avanza con densísima cabellera que ha comprado / A cambio de finanzas, habiendo hecho suyos los cabellos ajenos / Ni se ruboriza de comprarlos: vemos venderlos a pleno día / Bajo los ojos de Hércules y el Coro de las Vírgenes.” ) Las vírgenes a que se alude son las Musas, cuyo templo compartían con el de Hércules en el Campo Marte.
Pero las pelucas que precedieron a la nacida en la corte del duque de Borgoña eran burdos armatostes cuya desmañada construcción en nada enmendaba el defecto de apariencia que pretendía ocultar. Se hacían de crines de caballo, o de lana, inhábilmente pegadas y muchas veces pintadas. Que la versión que atribuye la invención de la peluca moderna a un artesano borgoñón sea cierta, o no, el hecho es que la popularidad de las cabelleras postizas en occidente empezó a subir en aquellos tiempos, es decir al principio del Renacimiento. Esta absurda usanza llegó a ridículos extremos en el siglo XVII, y todavía se prolongó al principio de la siguiente centuria, pero el Siglo de las Luces trajo consigo suficiente sensatez para acabar con una moda impráctica, antiestética, y muchas veces antihigiénica.
Ahora bien, la evolución histórica de estos postizos plantea curiosas interrogantes. Sucede que la enfermedad que por entonces causaba verdaderos estragos en Europa era la sífilis, también llamada lúes. Este padecimiento venéreo empieza por producir lesiones llamadas “primarias” en los órganos genitales, y después de cierto tiempo, cuando parecía haber desaparecido, ataca la piel. El cuero cabelludo no está exento de esta complicación, y aquí las lesiones luéticas “secundarias” son causa de pérdida del pelo. De modo que no es ocioso preguntarse si la creciente popularidad de las pelucas no estaría relacionada con la progresiva intensificación de la epidemia de sífilis que cundió por todo el continente europeo (y eventualmente en todo el mundo), especialmente en los siglos XV y XVI. No solo las pelucas, sino también las gorras, sombreros, boinas, y cubiertas de todos tipos tuvieron un auge inmenso. Cualquiera diría que los hombres trataban a toda costa de esconder el cuero cabelludo, y es inevitable sospechar que tenían ahí feos trechos pelones, lo cual a su vez da pie a la maliciosa conjetura de que el mal venéreo era la verdadera causa de su afición a las pelucas y a las prendas de encubrimiento capilar.
Piénsese, por ejemplo, en el rey Francisco I de Francia (1494-1547). Hombre educado, patrono de las artes, epicúreo, amante de los romances caballerescos, sensual, amable y mujeriego incorregible, es personaje histórico que goza de enorme popularidad entre sus compatriotas, quienes lo idealizan como el epítome de la fina galantería y poder de seducción galos. Dice una tradición que cierta vez, estando el rey en uno de sus varios castillos de cuento de hadas, una tea encendida se soltó accidentalmente de sus soportes y le causó una quemadura en la cabeza. De acuerdo a esta versión, el monarca desde entonces se cubrió con una especie de boina, sin la cual nunca se le veía.
Hay, por supuesto, otra versión menos inocente. Es la que dice que perdía pelo porque contrajo la sífilis por su unión con una hermosa dama, apodada la belle Ferronnière (“la bella forjadora”). La palabra francesa ferronnier quiere decir artesano forjador, pero el vocablo, o una variante del mismo, se usa también como apellido. La dama aludida, se dice, era hermana o esposa de un forjador, o quizá de un hombre del susodicho apellido. En la maliciosa versión, el rey contrae la enfermedad a consecuencia de una maquiavélica venganza. El marido engañado, incapaz de confrontar directamente al poderoso señor amante de su esposa, se contagia voluntariamente de sífilis y la transmite a su esposa, para que esta, a su vez, la pase a su seductor. ¡Tortuosa manera de limpiar el honor mancillado!
Es bien sabido que hay dos famosas pinturas de Leonardo da Vinci que se han querido ver como retratos de la belle Ferronnière. Una se exhibe en el Museo del Louvre como “retrato de una mujer desconocida”; la otra en el Museo de Arte de Cracovia, en Polonia, bajo el título de “dama con un armiño.” Los eruditos han identificado a esta última como Cecilia Gallerani, quien era amante de Ludovico Sforza, Duque de Milán, cuando Leonardo trabajaba como pintor de su corte. Este cuadro ha sido aclamado como el primer gran retrato pictórico de la edad moderna, por su rico simbolismo y penetración psicológica. Ambas pinturas son obras maestras de la mayor importancia artística, y ambas modelos son bellísimas mujeres. Pero en cuanto a tratarse de la belle Ferronnière, fuerza es confesar que no hay tal. La moderna erudición ha podido confirmar, más allá de cualquier duda, que la historia de “la bella forjadora” es pura fábula. No hay ninguna evidencia histórica que compruebe la existencia del famoso affaire y la retorcida venganza bacteriológica del marido engañado.
Lo que sí es cierto es que Francisco I de Francia, extraordinario rey, admirador de Erasmo, patrocinador de Rabelais, mecenas de grandes artistas, voz de la tolerancia religiosa, lujurioso, y calaverón, fue también sifilítico. Murió atormentado por las lesiones orgánicas tardías de ese cruel padecimiento. Dijo un guasón ignorante de los terribles efectos a largo plazo de la enfermedad, que al rey Francisco I solo le había costado “cincuenta escudos, la campanilla (úvula) y los cabellos, pero se pudo resarcir hablando en voz baja y cubriéndose la cabeza.”
En 1547, un par de años antes de su muerte, el rey recibió una maravillosa pintura, obra de arte hoy famosísima, como regalo de Cósimo I de Medici (1519-1574), Duque de Florencia, y a partir de 1569, Gran Duque de Toscana. Producto del pincel del Bronzino (1503-1572), inimitable maestro del Renacimiento italiano, este lienzo se exhibe actualmente en la Galería Nacional de Arte de Londres y se conoce como “Alegoría de Venus y Cupido” o “Venus, Cupido, la Locura y el Tiempo.” En apariencia, el cuadro era un simple regalo del poderoso duque italiano al rey francés. Pero hay razones para creer que era más que eso; que era una burla, pues la pintura contiene una zaheridora alusión a la sífilis que padecía el monarca galo, enfermedad que los italianos llamaban “el mal francés” —il morbo gallico—, y los franceses “el mal de Nápoles.”
Quienquiera que haya visto este célebre cuadro estará de acuerdo en que es una obra perturbadora, una imagen que estremece y quita el sosiego. Hay algo de siniestro o macabro en ella, independientemente de su perfección y acabamiento técnicos, cualidades estas representadas en el más alto nivel, según es propio de los grandes maestros renacentistas. Figuran en ese cuadro la lujuria, el incesto, la traición, el engaño, la locura, la desesperación, el placer y el dolor. Una somera descripción es como sigue.
Lo primero que llama la atención del espectador es el cuerpo desnudo de Venus, la diosa del amor erótico, curiosamente representada mediante un tono cromático frío que imparte a su piel una tersura como de mármol. Sostiene en una mano la manzana de oro que se le otorgó en premio a su belleza, y con la otra juega con una flecha. A su derecha vemos un Cupido adolescente que la abraza amorosamente y le hace una caricia que nada tiene de filial: la besa en la boca y le planta una mano sobre el seno izquierdo, aprisionando el pezón entre el índice y el dedo medio. Ya este detalle nos desconcierta: Cupido es hijo de la diosa, ambos aquí aparentemente involucrados en un gesto incestuoso. A la izquierda de Venus, un bebé regordete bailotea esparciendo pétalos de rosa, aparentemente para producir un ambiente de suave molicie y erótica blandura. Pero, he ahí que el alegre bebé bailador está pisando sobre espinas, y, si miramos bien, su pie izquierdo está completamente atravesado por una púa.
Entre Venus y el bebé, en un plano posterior, distinguimos una figura extraña y monstruosa: su cara es la de una doncella agradable, pero su cuerpo es escamoso, como de reptil, y tiene patas velludas, que parecen de león. Con su mano derecha, incongruentemente unida al brazo izquierdo, tiende un panal de miel en un gesto de ofrecimiento; y en su mano izquierda, que incomprensiblemente termina el brazo derecho, asoma un objeto curvo y puntiagudo que sugiere la cola de un escorpión, o tal vez el extremo, sin duda venenoso, de su propia cola. El simbolismo de este monstruo no es difícil de descifrar: el amor erótico es dulce como la miel y doloroso como picadura de alacrán; puede también ser engañoso: bajo un aspecto de inocencia y belleza se esconde a veces un monstruo repugnante y despiadado.
En el ángulo superior derecho del lienzo aparece el Tiempo, representado como un hombre viejo y robusto con un reloj de arena a sus espaldas, que mira con aparente enojo a otro personaje situado en el ángulo opuesto, es decir superior izquierdo, del cuadro. Según algunos autores es su hija, la Verdad: Veritas filia temporis. El Tiempo extiende su musculoso brazo derecho a lo largo del borde superior del cuadro en ademán de impedir lo que su hija trata de hacer, que es tirar de un telón azul que sirve de fondo a toda la escena. Una posible lectura de la escena es que el tiempo tiende a encubrir todas las acciones, hasta las más nefastas y criminales, hundiéndolas en el olvido. La Verdad, en cambio, lucha por hacer patente y manifiesto lo que debe recordarse, y quisiera traer a la luz los actos vergonzosos que sus perpetradores esconden.
A la izquierda del lienzo, bajo la figura del Tiempo, está un personaje que tradicionalmente se interpretó como la representación de los celos. Generalmente, los pintores italianos renacentistas figuraban los celos con un personaje femenino: era una convención que el sexo de los personajes alegóricos de las pasiones concordara con el sexo gramatical del substantivo que las denota. En italiano, celos es nombre femenino: la gelosia. Pero el personaje mencionado parece ser un hombre, como lo indican sus brazos nervudos, la conformación musculosa del tórax, y la escasez de tejido adiposo (en contraste con las redondeces del cuerpo de Venus y el de su hijo pre-púber). No hay ninguna razón para suponer que Bronzino se hubiera apartado de la convención pictórica, y sí parece probable que la figura descrita representa otra cosa que los celos. J.F. Conway,2 el estudioso a quien se debe la teoría de que el inquietante personaje es la personificación de la sífilis, apoya su propuesta con sólidos argumentos.
Primero, como ha quedado dicho, tanto los literatos como los pintores de la época recurrían a la personificación de los celos en figura femenina. Segundo, el estudio radiográfico de la pintura demuestra que Bronzino había representado inicialmente a los celos en la forma tradicional, pero después, encima de esa figura, pintó el personaje que aparece actualmente. Un argumento más importante todavía se deriva del examen “clínico” del personaje, el cual exhibe lesiones corporales que apoyan el diagnóstico sugerido. Por ejemplo, su piel tiene una coloración oscura que los médicos de la época llamaban “rupia” y consideraban característica de la lúes avanzada. En la boca, desmesuradamente abierta, se puede ver que le faltan dientes. Las lesiones orales de la sífilis eran causa frecuente de problemas dentales. La pérdida de pelo era más común en las regiones temporales. Este rasgo no se aprecia bien, porque el personaje tiene sus manos apoyadas contra la cabeza, pero algunas mechas sueltas caen sobre sus hombros, sugiriendo que puede haber pérdida de cabellos. Las manos, en cambio, son claramente nudosas: la sífilis causaba nudosidades o tumoraciones en tendones y tejidos articulares. Conway, quizá llevado por su entusiasmo, ve también la ausencia de uña (anoniquia) en un dedo índice. Este detalle es difícil de apreciar, pero, si realmente existe, sería otra lesión compatible con el diagnóstico de lúes congénita o adquirida.
Las lesiones internas eran muchas veces causa de intensos dolores, sobre todo nocturnos, que atormentaban a los enfermos de sífilis. Francisco López de Villalobos (1473-1549), médico español de la corte de Carlos V, escribió un tratado sobre la sífilis (en verso, como era común en esa época), el Tratado sobre las pestíferas buvas, publicado en Salamanca en 1498, donde describía los intensos dolores de cabeza que desesperaban y robaban el sueño a las desventuradas víctimas de la sífilis. Los síntomas y signos de esta enfermedad eran entonces mucho más intensos y variados de lo que fueron en épocas posteriores. El dolor obligaba a los pacientes a adoptar una actitud de flexión del cuerpo (quizá no muy distinta de la del misterioso personaje aullante en la pintura), especialmente durante las noches de insomnio, hasta que espontáneamente remitía. Escribió López de Villalobos:
“Es fuerte el dolor e no es muy permanente
Y esfuérçase más azia las madrugades.”
Los médicos de aquel tiempo, aunque incapaces de remediar los estragos de las enfermedades y casi impotentes frente a la lúes, podían ser excelentes clínicos. Conocían al detalle las manifestaciones de los padecimientos y observaron con admirable exactitud y detenimiento un impresionante número de casos durante la terrible epidemia de sífilis que se abatió sobre Europa. Girolamo Fracastoro (Fracastorius) (1478-1553), ese notable científico italiano creador del término “sífilis” en su poema en latín Syphilis sive morbus gallicus (“La sífilis o enfermedad fracesa”), describió los dolores nocturnos que aquejaban a las víctimas del padecimiento, y notó correctamente el intervalo de aparente salud que adviene entre las lesiones primarias y las manifestaciones más tardías. Cabe decir que la medicina no estaba todavía bien diferenciada de la filosofía, y la élite intelectual, que incluía a los grandes pintores, podía jactarse de tener muy vastos conocimientos médicos. Es así que las lesiones luéticas eran perfectamente familiares a Bronzino y a su patrón, Cósimo I de Medici. Este último fue patrocinador de la Escuela de Medicina de Pisa, amigo y mecenas de notables médicos y anatomistas, y presumía de entender mucho del arte y ciencia de Hipócrates.
No es imposible que haya existido cierta intención de mofa en el poderoso florentino al regalarle el cuadro al rey francés. Ciertamente, Cósimo sabía que la magnífica obra de arte del maestro Bronzino, con su sublime colorido, su aire de sensualidad, su gusto exquisito, y sus referencias mitológicas tenía que ser muy del gusto del epicúreo soberano galo. Pero el duque, como buen Medici, era en extremo astuto y poco escrupuloso, y tenía sobrados motivos para desconfiar de Francisco I, cuyas tropas habían guerreado contra sus intereses. Además, aunque el florentino distaba de ser un dechado de virtudes, tampoco era un vicioso o disoluto. En general, Cósimo implementó un severo conservadurismo moral en la legislación de sus dominios, llegando hasta imponer la pena capital para los sodomitas recidivantes. Debe haberle molestado la reputación de liviandad y encanallamiento de Francisco I. Sabiéndolo enfermo en sus últimos años —se hizo necesario, cuando viajaba, transportarlo en camilla de un castillo a otro— pudo haber tenido la poco caritativa idea de obsequiarle el magnífico cuadro que alegoriza las delicias y dolores de la lujuria, pero también, aunque en forma velada, las miserias de una enfermedad venérea —precisamente aquella que ponía a Francisco I a las puertas de la muerte.
De ser cierta esta interpretación, la lectura de algunos aspectos del cuadro se modifica. El personaje situado en el ángulo superior opuesto al Tiempo no sería su hija, la Verdad, sino una personificación del Olvido. Su ademán de sujetar el telón de fondo sería un intento no de develar, sino de cubrir la escena, significando así que los enfermos de sífilis tienden a creer que su padecimiento desaparece, es decir, olvidan que existe, ya que las lesiones primarias cicatrizan y sigue un tiempo en que no hay ningún síntoma. El gesto del Tiempo, al impedir la acción del Olvido, traería el terrible recordatorio de que el mal no se ha desvanecido: el tiempo se encarga de regresarlo al cuerpo del enfermo, con acrecentada crueldad y listo a infligir mayor sufrimiento.
En la lectura modificada, Cupido tocando el seno de Venus no es simplemente una representación de “amor ilícito.” Una distinguida erudita ve aquí otra referencia a la sífilis.3 La estudiosa nos recuerda lo mucho que los clínicos de entonces sabían sobre la transmisión de esta enfermedad. Ya en 1500 un médico valenciano, Juan Almenar, escribía que la lúes se contrae no solo a través del coito, sino también del beso, la lactancia, y más raramente “el aire corrupto.” Muchas otras descripciones de los médicos ponen de manifiesto que existía una conciencia muy clara sobre la transmisión de la enfermedad a través del seno materno. El Bronzino sin duda no ignoraba este concepto, y supuestamente lo incluyó en su obra maestra.
Durante todo el siglo XVI y el XVII, la enfermedad continuó haciendo miles de víctimas. La terrible epidemia europea no respetaba rangos: desde duques, príncipes, y reyes hasta el más humilde vasallo, el Treponema causaba úlceras venéreas, pérdida de pelo y serias depredaciones orgánicas. Bien conocidas son las enormes pelucas que estuvieron de moda entre los nobles de la corte de Versalles, en servil imitación de las costumbres del rey. De ahí que Linguet, un abogado y periodista del siglo XVIII, sospechara que el “Rey Sol,” Luis XIV, había contraído la enfermedad. Falsa imputación: Luis XIV nunca tuvo sífilis; el soberano salió librado de sus francachelas y numerosos amoríos con apenas gonorrea. Pero la maledicencia es difícil de acallar, y se rumoraba que, aunque la sífilis lo había afectado, pudo curar con frotamientos a base de preparaciones mercuriales, peligroso remedio entonces en boga. Y comentaba el abogado con dureza: “Puesto que cogió esa porquería como el último de los patanes, justo es que se le restriegue como a tal.”
Agregaba Linguet que en toda la extensión de los dominios del rey, de frontera a frontera, no se veían más que bonetes, sombreros, pelucas, y pelucones, y no se oían más que voces susurrantes. Es verdad que, cuando el rey dio en usar enormes pelucas, la legión de zalameros aduladores de su corte y los esnobs de las provincias, no tardaron en imitarlo. Decía el abogado, recordando al rey Francisco I: “Desde entonces nos han llegado reyes que no habían perdido la campanilla, y cuyas voces se habían restablecido, pero las pelucas se quedaron.”
Es esta la caprichosa teoría, si así puede llamársele, que vincula la moda de las pelucas con la sífilis.
REFERENCIAS:
1. J. Collin de Plancy: «La perruque de Philippe le Bon» en : Légendes des Origines.Paris. Plon, 1864. pp 211-217.
2. J. F. Conway: “Syphilis and Bronzino’s London Allegory.” Journal of the Warburg and Courtauld Institutes. Vol. 49: 250-255, 1986.
2. Margaret Healy: “Bronzino’s London Allegory and the Art of Syphilis.” The Oxford Art Journal. Vol. 20 (No. 1): 3-11, 1997.
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Francisco González Crussí, profesionalmente, tiene una doble vertiente: médica y literaria. Se inició en Canadá como profesor asistente de patología en la Universidad de Queen’s. Fue profesor en la Universidad Northwestern de Chicago. Escribió más de 200 artículos que fueron publicados en revistas médicas. Fue autor de dos libros técnicos sobre ciertos tumores infantiles. En el campo literario, ha publicado 11 libros de ensayos en inglés, incluyendo The Day of the Dead (1993) y 7 libros en español incluyendo El Rostro y el Alma(2014).
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Francisco González Crussí participará en la inauguración de la Feria del Libro de Autor@s Latin@s de Chicago 2015 el 30 de octubre en el Munseo Nacional de Arte Mexicano.