La vida conyugal, de Segio Pitol, Ediciones ERA, 1991.
“No hay pasión que logre sobrevivir al matrimonio”, escribía amargamente Jacqueline Cascorro en su pequeña libreta azul, durante una de aquellas frecuentes crisis que la asediaban desde que tuvo la infeliz idea de casarse con Nicolás Lobato. La lectura de Honorato de Balzac la había persuadido de que, por lo regular, a los pocos años de casadas todas las mujeres experimentan una profunda aversión —más bien repulsión— a sus maridos.
Para Jacqueline Cascorro, protagonista de La vida conyugal, el matrimonio es una institución social necesaria, pero definitivamente opuesta a las leyes naturales. Su marido, está bien segura, sólo piensa en el dinero y en la lujuria. Es igual —dice— a todos, pobres animales, obsesionados por amasar fortunas y perseguir hembras. Descubre en un libro, Fisiología del matrimonio, una frase que de pronto la deslumbra, pero que luego tacha con infinita rabia: “Toda la vida matrimonial descansa en la cama”.
Jacqueline Cascorro, mujer inteligente, apasionada y de armas tomar, va llegando poco a poco a la conclusión de que su marido es el estorbo que impide su felicidad personal. Una noche, durante una fiesta, al oír descorchar una botella de champaña, le asalta un negro pensamiento: “Hay que poner fin a los días de mi Nicolás Lobato”. Y lo hará —se sonríe— con la exquisita precisión con que rompe aquella pata de cangrejo que se lleva extática a la boca.
Las peripecias del matrimonio Lobato, y los empeños de Jacqueline Cascorro por asesinar a su marido, son el tema central de esta divertida novela con que Sergio Pitol cerraba un tríptico que el autor llamó El Carnaval, formado por otras dos novelas, El desfile del amor (1984) y Domar a la divina garza (1988). En las tres novelas el elemento común es un humor crudelísimo, una serie de situaciones grotescas que terminan por desnudar a los protagonistas y mostrarlos en las posturas más bárbaras y desfachatadas.
Sergio Pitol (1933) es, en el marco de la literatura mexicana, un caso aparte. La abundancia de páginas que en México se han venido publicando año tras año sobre el dolor, la muerte y la miseria, podría hacer pensar que sus escritores carecen del humor, que viven obsesionados por la sordidez, que sólo saben ver el lado trágico de la vida. Pitol desmiente esta ficción. Como también lo hiciera Jorge Ibargüengoitia, demuestra con su tríptico novelístico que el humor prevalece y que la ironía es un recurso muy efectivo para crear una obra seria.
Quien no ha leído a Pitol no tiene idea de lo divertida y fascinante que puede resultar la lectura de una historia aparentemente absurda, llevada a su grado máximo. En Domar a la divina garza, por ejemplo, un leguleyo, Dante C. de la Estrella, narra a una familia mexicana sus aventuras en Estambul. En ese país —les dice— conoció a Marietta Karapetiz, una mujer que bajo el disfraz de la erudición literaria (le gustaba citar a Marcel Proust y James Joyce) escondía la mayor perversidad. En un lenguaje desaforado, comiquísimo, les revela a sus anfitriones algo inconcebible: Karapetiz era en realidad la Suprema sacerdotisa de una extraña Sociedad de coprófilos (adoradores de la mierda). El lector puede imaginarse el impacto que causa tal revelación en medio de una apacible cena familiar.
En La vida conyugal el desenlace no es menos patético: todos los esfuerzos de Jacqueline Cascorro por deshacerse de su marido desembocan en un estrepitoso fracaso. Cada vez que la mujer pone en marcha alguno de sus maravillosos planes de asesinato, en complicidad con sus amantes, termina lamentándolo. Al final de la historia, de la bella Jacqueline sólo queda una triste caricatura: ha perdido dos dedos y el movimiento de un brazo, ha envejecido, sus amigos la han abandonado, la prensa se ha ensañado con su tragedia, y sufre estrecheces económicas.
Los personajes del tríptico de Sergio Pitol son todos excéntricos. Las anécdotas combinan lo sublime (el amor, la pasión por la cultura) con lo más grotesco (referencias escatológicas, sexualidades perversas). De ahí la idea de llamar a esta serie El Carnaval. Como suele ocurrir durante estas celebraciones, el individuo se desinhibe y muestra sus vergüenzas con regocijo y gran impudicia. Que se asusten los timoratos, parecen decirnos estas novelas antisolemnes y desprejuiciadas; pero aquéllos que sean capaces de reírse de sí mismos, que se liberen de sus ropajes y vengan a sumarse a la legión de encuerados que gozan de esta frenética fiesta.
Al igual que les sucede a tantos otros excelentes escritores latinoamericanos, Sergio Pitol es prácticamente desconocido en Estados Unidos. Esto, a pesar del cosmopolitismo de su obra, de haber obtenido premios literarios tan importantes como el Xavier Villaurrutia (1981) y el Herralde (1984), y de haber recibido los mayores elogios de la crítica. Elena Poniatowska, José Emilio Pacheco y Carlos Monsiváis —entre muchos otros— han hablado con admiración de Pitol. Algunos de sus libros han sido traducidos al francés, al húngaro, al ruso y al polaco. Falta por verse todavía una traducción al inglés. Quizá ahora que existe la versión fílmica de La vida conyugal algún editor de este país lo descubra, como tuvo en suerte Laura Esquivel.
En 1993, Sergio Pitol obtuvo también el Premio Nacional de Literatura que otorga el gobierno de México. Hubo además un Homenaje organizado por la UNAM y otras instituciones. Luz Fernández del Alba, crítica del diario El Nacional, le dedicó estas palabras: “Sergio Pitol tiene la cualidad de ver esa otra realidad que se esconde bajo la capa de solemnidad o seriedad con la que usualmente protegemos la mayoría de nuestros actos. Sus páginas destilan humor porque él sabe ver el lado risible de la vida, no porque se proponga ser gracioso. No inventa lo ridículo, simplemente lo descubre donde quiera que esté”.
(1996)
Posdata de 2018.- Un aplauso para Sergio Pitol
En 1999, Sergio Pitol obtuvo el Premio Juan Rulfo de Literatura Latinoamericana y del Caribe, que venía otorgando la Feria Internacional del Libro en Guadalajara (FIL) desde 1991. En su columna Inventario de la revista Proceso, José Emilio Pacheco, uno de los grandes amigos de Pitol desde la adolescencia, escribió: “Se hace justicia a una obra iniciada hace cuarenta años con Victorio Ferri cuenta un cuento, que Juan José Arreola incluyó en sus Cuadernos del Unicornio. El Premio Rulfo es un reconocimiento a un escritor en plena producción que aún está lejos de haber dicho su última palabra”.
Así era: por esas fechas la editorial Alfaguara le estaba publicando una compilación de Todos los cuentos (dejando fuera, curiosamente, el Victorio Ferri, su primer relato), y en Anagrama se reunían, en un solo volumen, bajo el título Carnaval, las tres novelas del tríptico mencionado anteriormente. Además, en 1998 Ediciones ERA le había publicado Pasión por la trama, un nuevo libro de ensayos. Sergio Pitol se encontraba, en ese fin de milenio, en toda su plenitud creativa, y los reconocimientos no se limitaban a su país de origen: en 2005 obtendría el Cervantes, el máximo galardón de las Letras en español.
En 1996 regaló a su creciente legión de lectores El arte de la fuga, el espléndido primer volumen de una serie que sería conocida como la Trilogía de la memoria. Las otras dos partes serían El viaje (2000) y El mago de Viena (2005). Con estos tres libros Pitol hacía a un lado el humor negro, carnavalesco, y nos entregaba una nueva literatura, fresca, sin par, que aunque conservaba la ironía tan propia de él, la rodeaba de suave nostalgia y reflexión, fundiendo de una manera muy original géneros que pensamos diversos: la autobiografía, la crónica de viajes, el ensayo literario, el relato, el comentario político.
La Trilogía de la memoria es, como todo Pitol, un deleite para el intelecto y una lección de buena escritura. Aunque abarca territorios geográficos y literarios muy extensos (Pitol vivió en muchos países y leyó como pocos) su prosa es llana y elegante, sin caer nunca en la pedantería. Para aquellos que no hayan frecuentado a Pitol, extraigo una perla que se encuentra en El arte de la fuga y que lo muestra de cuerpo entero. Es una frase que resume lo que somos, o lo que pensamos que hemos sido. Dice Pitol: “Uno, me aventuro, es los libros que ha leído, la pintura que ha visto, la música escuchada y olvidada, las calles recorridas. Uno es su niñez, su familia, unos cuantos amigos, algunos amores, bastantes fastidios. Uno es una suma mermada por infinitas restas”.
Para algunos provincianos, como yo, que crecimos leyendo y suspirando por ciudades que parecen sueños como Praga, Lisboa, Moscú, París, Roma, Viena o Varsovia, Sergio Pitol nos lleva a esos mundos. Podemos visitar, en 1961, a una Plaza de San Marcos en Venecia bañada en brumas (Pitol extravió sus gafas al bajar de un tranvía, y su miopía era fatal} o encontrarnos de pronto, un día de 1957, mirando (con los lentes puestos) cruzar la avenida Juárez de Cd. de México a Carlos Monsiváis, Luis Prieto y José Emilio Pacheco, que vienen riéndose. Entramos con ellos a la librería Zaplana; gastamos todo en libros; apenas sobra para un café en la Zona Rosa. ¡Qué fantástico vivir en México!
A propósito de librerías —un tema que a mí en lo personal me cala— y de la fugacidad, o de las fugas, de los seres y las cosas, Sergio Pitol se hacía una vez esta reflexión luego de la lectura de El Aleph, el cuento de Borges, que inicia con el pesar por la muerte de Beatriz Viterbo y su mundo: “A partir de cierta edad toda modificación que uno descubre en el entorno adquiere un carácter de agravio, una dolorosa mutilación personal. Como si con el cambio realizado alguien nos hiciera un guiño macabro, y esa renovación de un aviso de cigarrillos rubios se convirtiera, al igual que la muerte de Beatriz Viterbo, en un inesperado memento mori, un anuncio de nuestra futura e inevitable muerte”.
Cuenta Pitol que en 1961, viviendo en Italia, siempre que iba a Roma le gustaba pasar por una pequeña librería que atendía “una pareja de edad difícilmente definible”. Eran gente de libros y Pitol disfrutaba su conversación. “Las estanterías reflejaban un gusto seguro y cultivado. Los vi envejecer sin perder la seguridad de su intuición y su buen tino literario”. En una de sus últimas visitas, Pitol encontró a la mujer triste y sola. Su marido —le dijo— había muerto repentinamente. En 1966, Pitol volvió y buscó la librería. La encontró cerrada. Hasta el rótulo con el nombre de la librería había desaparecido.
“Sentí la herida del tiempo —dice Pitol— su malignidad, con una intensidad terrible. Aquella desaparición era un modo de castigar la inmensa felicidad del joven que un día apareció por allí, hurgó un poco en las estanterías y salió a la calle con Orlando furioso, Il compagno y Tra donne sole bajo el brazo. En todas las ciudades donde viví he conocido experiencias semejantes. Tropezar con esos cambios disminuye no sólo el placer del viaje sino también la conciencia concreta del pasado”.
En 1978, Sergio Pitol pasó un par de meses en Ciudad de México. Venía de Moscú, donde se desempeñaba como consejero cultural de la embajada mexicana. Lo invitaron a participar en un ciclo de presentaciones de escritores de distintas generaciones. Le dijeron que le tocaría leer con Villoro. Pitol subió al estrado, y casi se fue para atrás cuando vio llegar a Juan, lleno de energía. Pitol pensaba que le iba a tocar don Luis, el filósofo padre de Juan, y que él, Pitol, iba a representar a la juventud (tenía 45 años).
Así recuerda el incidente: “Leí con una tensión casi imposible de resistir, sin saber si lograría llegar al final de un párrafo, de una frase. Tenía miedo de caer fulminado por una embolia o un infarto antes de arribar al punto donde pudiera detenerme , en contraste con la insufrible desenvoltura del joven imberbe que parecía comerse no sólo al público sino al mundo entero”. Y terminaba su rabieta con esta profunda reflexión:
“Pero a pesar del desconcierto me parecía vislumbrar que esa relación equívoca entre la edad y la escritura se convertiría con los años en algo eminentemente cómico. La marcha hacia la vejez y, digámoslo sin rodeos, hacia la muerte, sigue deparándome sorpresas notables, como si todo fuera fabulación, espectáculo en que soy actor y público al mismo tiempo, y en que con bastante frecuencia las escenas se caracterizan por su calidad paródica, como una ilusión escénica risible, pero también ácida”.
En 2006, a raíz de la publicación de Los mejores cuentos de Sergio Pitol en la editorial Anagrama, con un prólogo de Enrique Vila-Matas, Álvaro Enrigue escribió un notable ensayo del que extraigo este fragmento: “Pitol ha escrito incansablemente para hacer escarnio de lo que lo enerva: los funcionarios de medio pelo, los vividores que se las dan de príncipes, las parejas disfuncionales que torturan a los amigos con sus batallas, los idealistas que estaban nada más esperando la oportunidad para venderse”.
Concluye Enrigue: “Como todos los comediantes con rango clásico, Pitol sabe cuándo entrar a escena y cuándo salir, cuándo abrir la llave del delirio y cuándo cerrarla para que tenga sentido, dónde poner una bomba de tiempo: un tramo del relato que lo explique cuando pase la risa, casi siempre cuando terminamos de leer”.
El pasado 12 de abril de 2018, a los 85 años, el gran cuate —podemos decir el mellizo— de Elena Poniatowska (nacieron con sólo meses de diferencia), el hermano mayor de Carlos Monsiváis y José Emilio Pacheco, el viajero incansable y generoso que regresaba a su patria cargado siempre de libros propios, y con traducciones de grandes desconocidos, el mago del carnaval y la palabra, decidió dejar la escena, abandonar el gran teatro del mundo. Agradecidos de haberlo tenido entre nosotros, démosle un fuerte aplauso.