Delicia de Coco

 

Nunca he sido de mucha lágrima… mi hermana tiene una anécdota muy buena de “aquel día en que te pusiste a llorar”, como si se tratara de uno de esos fenómenos naturales que ocurren cada cien años. Así es que cuando me dijeron que Coco —la película de Pixar que con gran atino se estrenó en México el Día de Muertos— me iba a hacer llorar, me imaginé que se me iban a escapar unas lagrimitas al final, así que me relajé y me fui al cine sin pañuelos desechables. ¡Error! Antes de que comenzara la película ya me estaba limpiando los lagrimones que escurrían por mis mejillas… con la bufanda.

No les quiero arruinar la sorpresa, solo diré que “nadie es mariachi en su tierra” y no se cómo, pero los genios de Pixar, que si para algo son buenos es para apelar a las emociones, descubrieron qué es lo que resuena en las fibras de un inmigrante, y curiosamente lo expliqué en mi podcast de la semana pasada. No hay nada más mexicano que un mariachi, y escuchar un mariachi en tierra ajena inevitablemente, me hace llorar.  No sé porqué. No importa que sean buenos o malos, pero escucharlos en París, o en un suburbio del Medio-Oeste estadounidense, me provoca la misma reacción.

Coco es la historia de una familia, como lo han sido todas las películas de Pixar. Toy Story era una familia de juguetes, Nemo una familia de pececitos, Cars una familia de coches. Ahora Pixar nos trae una historia de una familia humana… finally! [Insertar emoji de mujer dándose una palmada en la cara]. Pero antes de ver la historia de la familia Rivera, me tuve que soplar un corto de 15 minutos de Frozen en donde el gracioso muñeco de nieve, Olaf, busca ansiosamente tradiciones para estas pobres princesas huérfanas, que a pesar de que viven en un castillo con todos los recursos disponibles, su familia es tan disfuncional, que ni siquiera se enteraron de que a nadie le gusta que le regalen un fruitcake.

Lo que me lleva al meollo de Coco. Pixar nos cuenta la historia de una familia y de lo que la tradición significa. En este caso, el Día de Muertos. Una tradición basada en el amor y el respeto, tan mexicana, tan nuestra, que ya era hora de que un gran estudio cinematográfico tratara de explicarla (con eso de que ya no somos minoría). Pixar lo logra maravillosamente y plasma nuestra costumbre de celebrar a los muertos haciendo énfasis en la herencia, o como decía mi mamá: “lo que se hereda no se hurta”.

En una alegoría llena de color, papel picado, alebrijes y calacas, el pequeño Miguel busca la bendición de su tatarabuelo para poder ser músico. La música es tabú en esta familia de zapateros, pues la tatarabuela, despechada por el abandono de su marido (un músico), lo ha prohibido. Lo único que queda de ella es el negocio y la foto de una familia rota. Los vivos no se atreven a contravenir el deseo de “la muerta original”, pero el pequeño Miguel no se conforma y mágicamente llega al mundo de los muertos a buscar al misterioso antepasado. ¿Y con quien se topa Miguel al llegar? Con la tatarabuela Imelda, quien se opone de inmediato a los deseos del niño y nos recuerda que las mujeres ¡ni muertas olvidan!

El día de muertos es un día muy ocupado en la estación por donde deben pasar los fantasmas para poder cruzar al mundo de los vivos, y Héctor, un vagabundo disfrazado de Frida, tiene problemas para pasar. La agente de “migración” le dice que “como su foto no aparece en ninguna ofrenda” no puede cruzar. Eso quiere decir que lo han olvidado. Aquí es donde Pixar se pone los pantalones y logra representar el drama de miles de familias separadas por las leyes migratorias. Héctor, desesperado por volver a ver a su hija y evitar ser olvidado, corre hacia el brillante puente de pétalos de cempasúchil tratando de atravesarlo, hasta que poco a poco se hunde y aparece nuevamente en deadlandia. Si esto no te hace llorar, eres un robot y seguramente tienes un código de barras tatuado en la nuca. ¿Cuántos hombres y mujeres vivos no sufren esta separación? ¿Cuántos no son olvidados como resultado de la distancia y del tiempo?

Coco es un tremendo acierto en todos los aspectos, pues no sólo explica una tradición de siglos, sino que en forma poco velada, representa el drama de miles de familias en el mundo, no solo mexicanas, haciendo énfasis en algo que no debería ser un punto en una agenda política o una moda: la unión familiar. Porque la familia, es la familia. Al final de la película, Frida mi hija, bañada en lágrimas, me tomó de la mano y me dijo: Mami, ya entendí porque pones el altar en Halloween.

Coco, ¡IM-PER-DI-BLE!… pero, lleven kleenex si no quieren terminar con la bufanda toda moqueada.

 

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Carolina A. Herrera nació en Monterrey, Nuevo León y se crió en la CDMX. Es autora de la novela #Mujer que piensa, publicada en el 2016. Miembro del Consejo Editorial de El BeiSMan Libros-Films.