El agridulce libro de mis veranos

 

Las mil y una noches ha sido el libro que más disfruté en el verano y, también, el que me dejó el sabor más agridulce. Resulta que varios amigos de la Facultad de Filosofía habíamos hecho la costumbre de reunirnos los viernes después de clases para recorrer el fin de semana. Empezábamos en Arkali y pasábamos al Mesón del Gallo, para rematar en la casa de alguien de la flota. Un viernes en que teníamos menos dinero del habitual, L dijo —“Pos vámonos directos anca T, nos compramos unas cheves y ahí nos la vamos llevando”.

Llegamos al cuarto de vecindad donde vivía T y, después de dos tres amargosas, alguien sacó el libro (creo que la incitadora también fue L) —“Vamos a leer un rato, yo empiezo y cuando me canse que siga otro”. Comenzamos a medianoche y nos fuimos pasando el libro como si fuera carrujo de mariguana. No sé si dormimos por turnos o acordamos un cese al clarear el sol, pero lo que sí veo rotundamente es que a mediodía del sábado, I, como catedrática, explicaba que Las mil y una noches no era un libro libro, sino una ensalada de narraciones que habían arrejuntado y publicado como colección. Según dicen, en un viaje a tierras ignotas, el primer editor, Galland, había encontrado una ristra de cuentos, y le gustaron tanto que decidió traducirlos al francés y publicarlos juntos, peeero alguien le dijo que esos textos eran parte del Alf Layla wa-Layla, por lo que mandó pedir la colección completa. El interfecto dedicó varios años a traducir la obra, que después publicó en doce tomos. El libro se hizo famoso y empezaron las versiones en holandés, en alemán, en yiddish… y paren de contar. Los especialistas se deschongaron en la polémica de que eso era un masacote de diferentes tradiciones y unos decidieron separar las historias buenas de las arrejuntadas, otros borraron las historias no aptas para la familia y los más salsas le endosaron narraciones alejadas al original pero bueneras, como las historias de Simbad, Alí Babá y Aladino. Total, aparecieron mil y una versiones basadas en la traducción francesa. El manuscrito original ya no se podía localizar. Había una versión del siglo XIII pero, la que estábamos leyendo era…. (ya no supe lo que dijo I porque una cruda insoportable me obligó a ir por otra birra). Cuando regresé, mis amigos habían reanudado la leída, que continuaríamos hasta la tarde del domingo en que abandonamos el aquelarre.

El siguiente fin de semana volvimos a la lectura. Ya casi nos habíamos olvidado de la primera narración, porque entre nosotros también se hilaban ficciones como las de Schehrazada, Doniazada, Massud… sondeábamos entre las historias de ellos y las nuestras. Los cuentos de efrits, visires, esclavos, eunucos, jorobados y misceláneos nos apartaban de nuestra realidad pero luego regresábamos a la de J y L, a la de I y J, a la de L e I. Empezamos a leer mal, a carrerear el texto, a saltarnos párrafos. La cosa no se componía. Sudábamos en exceso y bebíamos de más para compensar la tensión. Las miradas ya cargaban dobles y triples intenciones. Nos saltamos como 30, 40, 50 páginas, tratando de llegar un relato que no incomodara las circunstancias particulares de los lectores. Sobrevivimos el sábado y el domingo nos pescó llenos de resquemor. ¿Clemente? ¿Misericordioso? ¡Mis huevos!

Llegamos al tercer fin de semana sabiendo que todo estaba perdido. G ni siquiera fue al lugar de reunión habitual. T dijo que nos esperaba en la vecindad. Traíamos hambre porque encontramos cerrada La rosa náutica, se desapareció el carrito de las Tortas Bernal y los hot dogs de la esquina sabían a perro. A mí no me habían pagado en el taller, así que ni cómo invitar otra cosa. L agarró una Carta Blanca, afianzó el libro y dijo —“Que lea otro, quiero hablar contigo, vente pa acá”. Aventó el volumen y se llevó al inmiscuido a aclarar sus puntos. Los otros nos concentramos en que el califa se la hacía de jamón a Aslam Abu-Zeid. Diiigo “nos concentramos” porque eso ya hervía, amaneció y casi nos despelucábamos; nos pasamos de mamilas: yo dije que “el que repite se considera coautor del canto repetido”, J mencionó a Von Grunebaum, I me comparó con Abú Nuwás. Nos cambió la forma de sonreír. La ropa nos apestaba. I me expuso que su ex le había pedido que regresaran, yo no respondí (el año siguiente fui a su boda, pero esa es otra historia). El sábado por la tarde dijimos “Aquí se rompió una jerga y….”

Años después compré una edición completa de Las mil y una noches. Que algún día terminaré de leer. Nomás para decir que yo sí me leí todo el libro, haiga sido como haiga sido.

 

Jorge Hernández. México, 1963. Desde 1988 reside en Estados Unidos.