El blues de Roma, de Raúl Dorantes
El BeiSMan Press, 2016, 124 páginas, $12.99, ISBN: 978-1533674098
La creciente obra de Raúl Dorantes es como un abanico, pero un abanico muy suyo: a medida que se despliega, descubre una nueva forma, un nuevo patrón, un nuevo color. En un pliegue hemos visto la frontera, en otro la vida del migrante, en otro el deterioro de la vivienda, en otro los callejones de Pilsen y en este último el comentario sobre las condiciones sociales y psicológicas de sus protagonistas.
Juzgándolo por su título, su nuevo libro, El blues de Roma, puede ser un tanto engañoso. Después de todo, su historia se desarrolla en Chicago, cuna del blues: milagroso fenómeno social-estético de los afroamericanos. Pero en su texto, la música no aparece ni como tema ni como ritmo que añada cierto lirismo a la narración. Más bien, lo que Dorantes parece tener en mente al usar este término es ilustrar una de las muchas variantes que William H. Gass analiza en su libro sobre la naturaleza y el significado de este color. A saber, lo que a Dorantes le interesa es explorar un estado de ánimo, una manera de ser y existir en el mundo. Being blue, pues, es la idea que Dorantes aborda y maneja de manera exquisita y a veces divertida en su nueva obra.
El personaje principal, Roma, peculiar nombre para un mexicano, es un escritor que no escribe. Es un escritor que procrastina y que especula. Es, sobre todo, un escritor mediocre y poco productivo. Pero su carencia, más que disuadirnos, nos obliga a observar otros aspectos de su personalidad.
Roma será un escritor afectado y desorientado, pero es también un hombre cuya personalidad y carácter pronto se ganan nuestra simpatía. Ya sea por su camaradería con los residentes de su edificio, por sus interminables recorridos en el interior de su departamento (que podrían bien ser un performance para él mismo), por sus amores frustrados o por la simple bondad e ingenuidad que emanan naturalmente de su persona, Roma se nos presenta como un personaje entrañable. Sus pasatiempos favoritos son imaginarse que escribe, charlar con sus vecinos, acudir a fallidas citas de empleo. También nos enteramos que cultivar relaciones duraderas es una de sus preocupaciones fundamentales; y, sin embargo, todos los seres a los que estima desaparecen de su vida, por un motivo u otro.
Si todas estas características del personaje principal parecen inverosímiles, es porque lo son. A Roma hay que comprenderlo como un hombre perceptivo y sensible, dividido e inestable, un hombre que privilegia la observación sobre la acción y la imaginación sobre el mundo empírico: un hombre que presencia la vibrante metrópolis y la narra en arcaísmos.
Algo similar ocurre con Bob, vecino de Roma en el edificio para artistas que congrega a toda una serie de personajes igualmente peculiares. Son personas que viven tranquilamente en sus espacios, pero que al salir se convierten en seres disfuncionales e incapaces de desempeñar sus obligaciones, por más mínimas que éstas sean. Son personajes con una doble vida, cuya existencia se desdobla en mundos paralelos: el 6165 N. Winthrop y el mundo exterior.
Un tema recurrente en las charlas de los personajes de El blues de Roma es la soledad. Cosa rara, pues incluso si no tienen a nadie más, todos ellos son personajes extremadamente sociales y que se tienen el uno al otro. Pero quizá el concepto de soledad como aislamiento físico no sea lo que Dorantes ha querido ilustrar, sino más bien una soledad más profunda, pero imperceptible. Es la soledad anímica de todo ser marginal, de todo aquel que ha sido desplazado del núcleo de la civilización y confinado a un espacio donde ni su presencia ni su rostro ni su ser contaminen el campo visual de una sociedad pujante y optimista. En el caso de Roma, esto se traduce en el exilio urbano.
El edificio ubicado en el 6165 N. Winthrop es un mundo paralelo en Edgewater, asediado por el lago, el tren, los planes expansionistas de la universidad aledaña y una ciudad que devora lo que encuentra; es un edificio desde donde Roma presencia el constante flujo y reflujo de sus amores y amistades, de seres presentes ahora, y ausentes para siempre en el instante posterior. El edificio para artistas del 6165 N. Winthrop tiene algo de aquella nave de locos del medievo, destierro de todo desquiciado, morada de los seres que nunca se han hallado en el mundo, como Roma no se halla en Chicago, pero que al retraerse a sus estudios vuelven a soñar con hipopótamos coloridos, con imágenes poéticas y con amores irrealizables; seres cuya generosidad e inventiva luego se filtran a la página escrita y describen el estado actual de una sociedad a menudo fría, pero siempre lista para gentrificarlos.
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José Ángel N. autor de Illegal: Reflections of an Undocumented Immigrant