El Mesías de Händel en el CSO

  

 

El año pasado, alrededor de estas mismas fechas, entré por vez primera a una iglesia protestante y escribí mi reacción en un ensayo titulado Credo quia absurdum. Este año, atraído por una fuerza similar, gravité, ya no hacia una iglesia, sino hacia un recinto mucho muy superior: el Chicago Symphony Orchestra, catedral de la música en nuestra ciudad. 

La música clásica para mí ha sido siempre un misterio, y confieso que a menudo escuchar instrumentos adicionales en un concierto de piano es motivo suficiente para dejarme sumamente confundido. Y es que la música, es, en esencia, así: nos asalta y nos perturba, es un arrebato y una elevación, un paréntesis donde el tiempo se detiene y se colapsa. Imperan, en esa dimensión ignota, la contemplación, la imaginación y el deleite. A pesar de poseer y depender del lenguaje del tiempo, la música es una rebelión contra el mismo. La música es una de esas exquisitas paradojas que embriagan con su acertijo: es una obra compuesta de tiempo pero cuya principal virtud es la eternidad. 

Eso me quedó claro durante el concierto de Händel. Si bien en el barrio popular en el que crecí el nombre de Händel nunca se ha escuchado, su música ha corrido una suerte muy distinta. Compuesto en 1741, no hay persona que, a pesar de no conocer el nombre del compositor, no conozca su excelso oratorio Mesías. O por lo menos parte de él. Esto también me quedó claro cuando uno de los asistentes al CSO, un alto y elegante hombre anglosajón, se puso repentinamente de pie al final de un pasaje de la obra, unió ambas manos e inclinó la cabeza en señal de reverencia. Acto seguido, como si participaran todos en un rito secreto, el resto de los asistentes hizo lo mismo. Fue entonces que la magia comenzó: el famosísimo coro aleluya se elevó de las gargantas de los vocalistas y estremeció el alma de todos los presentes. Ese celestial coro, la única parte de la pieza que yo conocía hasta el momento, es muestra de aquello a lo que anteriormente aludía: ese poder de trascender tiempo, espacio, épocas, clases sociales y tradiciones. ¿Qué importaba si el glorioso coro lo había escuchado yo por vez primera en un estúpido programa televisivo y la persona a mi lado en un refinado conservatorio? Lo importante, en ese momento, no era ni el cómo ni el dónde ni el porqué; no importaba que George Friedrich Händel, que en las pinturas aparece usando zapatillas puntiagudas, ropa de seda y una larga y rizada peluca rubia, haya sido un hombre cosmopolita y privilegiado y que yo no fuera más que un muchachito proveniente de un barrio marginal; no importaba siquiera que los privilegios de su mundo se hayan erigido sobre las ruinas de nuestros antepasados; lo único que importaba era la experiencia misma: ese sublime vendaval que arremetía contra el corazón, depositando en él un mensaje de hermandad y belleza, un momento de paz y sosiego en estos oscuros e infames tiempos. Comprendí entonces que algo de cierto debía de haber en aquel pasaje donde cierto autor asegura haber visto a San Juan de la Cruz levitar después de escuchar a un grupo de monjas cantar en un convento: la música es una elevación, un fenómeno que nos vuelve a todos coetáneos de la eternidad. 

Al responder qué opinión le merecía su ilustre antecesor, Beethoven contestó que ante Händel había que quitarse el sombrero y arrodillarse frente a su tumba. Quizá una respuesta igual de humilde y más realista sea simplemente dedicarle a Händel un par de horas de nuestro tiempo y extraviarnos en su música. 

 

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José Ángel N. autor de Illegal: Reflections of an Undocumented Immigrant.