Durante muchos años estuve participando en un grupo de origen sufí y budista llamado La Luz Universal, y en la primavera de 1974 tuve la oportunidad de viajar al Himalaya y quedarme siete semanas en un monasterio tibetano. De lo que más aprendí en este viaje es de la manera en que los monjes reciben al nuevo día. Todos nos levantábamos a las cinco de la mañana, nos poníamos un pantalón y una blusa bien holgados de color naranja, y corríamos por el sendero que lleva a la cima de la montaña, luego nos devolvíamos al jardín del monasterio, nos desnudábamos quedándonos solamente con un taparrabo blanco como el del Crucificado, y nos metíamos en una especie de cenote que siempre tenía una pequeña capa de hielo que se iba resquebrajando conforme íbamos entrando. Ya que nos acomodábamos, el Lama iniciaba un mantra que tenía como corazón el sonido noa, y poco a poco todos nos íbamos integrando al canto que se desvanecía con la salida del sol. Hay dos versos en una de mis canciones en los que intenté capturar un perfil de esta experiencia, “buenos días a la vida/ buenos días señor sol”, pero no me satisficieron del todo, tampoco a mi público; yo sabía el porqué. Para poder transmitir esta experiencia era necesario que mi canto partiera del corazón de la misma. La vida, me dijo el Maestro cuando le pregunté por el origen de ese mantra, es la unidad de los opuestos; durante la noche el frío y el agua se condensan, y recibimos al sol metidos en este charco para que la totalidad, el yin y el yang, estén en nosotros el resto del día. Noa es el canto del agua al evaporarse, el vapor es la vida. Cuando el agua y el sol, o el frío y el calor se encuentran, florece la luz. Nosotros somos hijos de las aguas y del sol, y el mantra noa nos lo recuerda.
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Febronio Zatarain. Ganador del Premio Latinoamericano de Poesía transgresora 2015. Su libro más reciente es Veinte canciones en desamor y un poema sosegado. Coordina el taller literario de la revistaContratiempo en Chicago.