Elecciones en México, la expresión de nuestra pobreza ciudadana

 

 

Que sea época de elecciones en México implica escuchar una y otra vez los mismos lugares comunes en la calle, en las redes sociales, en los medios masivos de comunicación. Que si todos los partidos son lo mismo, que si a tal candidato “sólo lo conocen en su casa”, que si yo no voy a votar porque pinches ratas, que si la maldita basura electoral, etc.

Vengo siguiendo las elecciones de cerca desde 1997 y desde entonces no veo que la sociedad le oponga resistencia al sistema político de este país que tan hábilmente se camufla cada tres años. Cambiar, por ejemplo, de nombre al instituto electoral (IFE > INE), forma parte de una tradición que ya nos hemos acostumbrado a ver como normal y que ayuda a eso que tanto nos criticamos entre nosotros mismos: la falta de memoria. Y es que andar cambiando de nombre a los institutos, sobre todo a los que tienen que ver con seguridad, de algún modo es un obstáculo para recordar los hechos con precisión, además de que se vuelve un adorno de la realidad de nuestro país ya que da la impresión de que las cosas van cambiando porque los institutos, las secretarías, las procuradurías, cada 6 o 12 años cambian su nombre y se renuevan para, en teoría, limpiarse a profundidad.

O, en otro ejemplo, una tarea básica que no entiendo por qué el IFE-INE no ha hecho en ninguna elección que recuerde, es inundarnos mediáticamente sobre lo que son los distritos electorales y dónde consultar a qué distrito pertenecemos, porque me da la impresión de que la gente no entiende bien qué es una diputación federal, qué es una local, a qué y a quiénes representan, y por ende, si no sabemos de qué van estas elecciones (sobre todo las del próximo domingo, que son intermedias y que siempre “resultan” menos atractivas que las presidenciales), pues ¿cómo rayos se puede votar conscientemente? 

Ante ardides así, la sociedad en su conjunto (sin contar a esos pequeños sectores donde existe activismo, crítica y uso de medios alternativos de información) reacciona con un hartazgo que le resulta inofensivo al sistema político. Hartazgo que no se traduce en acción colectiva sino en simple queja individual, que se corona en eso que estará tan de moda estas próximas elecciones: el voto nulo. 

Votar así es un desahogo individual pero no implica absolutamente nada más.

Y es que desde el 2000 los porcentajes suelen ser los mismos: PRI y PAN repartiéndose el 65% de los votos y el PRD con su veintitantos % que lo mantiene en ese mediocre tercer lugar nacional. 

Cuando estos porcentajes llegan a variar, es porque los indecisos se decantan en conjunto hacia un proyecto, como en el 2000 con Fox (un voto, sobre todo, antipríista) o en el 2006 con AMLO, pero si los indecisos están hartos y anulan su voto, lo único que hacen es abrirle la puerta al voto duro, ese voto que, ya sea por convicción ideológica, por conveniencia laboral o por haber sido comprado, ya está asegurado, y que dejará las cosas tal cual están hoy en día.

Entonces ¿qué opciones habría para realmente hacer de estas elecciones una expresión colectiva de nuestro hartazgo?

A mi entender, sólo dos: 

Uno: Estar informados para votar sabiendo quién es quién, lo cual sólo es posible estando habitualmente en la calle, charlando con la gente de nuestro barrio, acercándonos a los cartelitos que luego están pegados en las paredes o postes de luz para saber qué pasa en nuestro vecindario y quiénes están detrás de todo lo que se organiza (encuentros, movilizaciones, eventos culturales), consultando diversos medios de información para contrastar las noticias, ser un observador de nuestro entorno no sólo en época electoral sino como estilo de vida, pues. De este modo podremos reconocer nombres y formas de trabajo en época de elecciones, tanto de aquellos que sabemos tienen muchos años trabajando comunitariamente, como de aquellos arribistas que, ahora sí, en su casa los conocerán porque en este barrio no. 

Y dos, acaso la ideal para las circunstancias actuales: impedir la instalación de las casillas. Eso sí sería un golpe letal al sistema político, un verdadero acto de resistencia, un verdadero mensaje colectivo de “estamos hartos y somos capaces de organizarnos”, que es lo que históricamente asusta a los gobiernos que, como el nuestro, han entregado el control de todos los sectores a las cúpulas de poder, volviéndose una dictadura oligárquica camuflada de democracia institucional.

Ah, qué hermoso es soñar con esta opción, inviable por el momento ya que la nuestra es una sociedad poco solidaria y un tanto inepta para la crítica, tal vez porque ser crítico es estar dispuesto a salirse de la norma y eso siempre asusta, más si se vive en una cultura que tiende a lo aspiracional y a la sumisión, aspectos que dan para otros cientos de artículos.

Posdata quijotesca: Y claro, cómo no suscribir las recientes palabras de Ana Gatica que ojalá hoy en día sean ya virales: https://youtu.be/Lbrxuev0t-0. No votar tampoco le significa una gran afrenta al sistema político, sin embargo ella pertenece a esos pequeños sectores (anárquicos, rebeldes, combativos, críticos, activistas, idealistas, no normados, etc.) de la sociedad que constantemente están cuestionando y poniendo en jaque al sistema, sino a todo el sistema, sí a pequeños fragmentos de él, y eso termina por ser más útil y significativo para la colectividad que cualquier discusión a favor o en contra del voto. He ahí la diferencia con el votante común, el cual ni se informa ni cuestiona ni empatiza con el dolor ajeno, y que cree que por anular su voto o no ir a votar ya está “haciendo algo”. No, la acción no debe ser cada tres años. Si más gente nos sumáramos a estos movimientos genuinamente sociales, solidarios y críticos del sistema, ni siquiera necesitaríamos de elecciones. Éstas podrían seguir ahí cada tres años pero nosotros estaríamos construyendo nuestra propia sociedad justa y equitativa.

 

 

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Alberto Espejel Sánchez, amo de casa, oficinista y lector de poesía y feminismos. Twitter: @albessan