En la cima de la vulnerabilidad


Machismo. Esperanza Gama.

 

La violencia está inscrita en los cuerpos de las mujeres, todos los días, al abrir los periódicos o encender el ordenador y navegar por la red encontramos una manifestación más de la violencia de género: golpes, violaciones, acoso, vejaciones laborales, imposibilidad para decidir sobre nuestros cuerpos, discriminación y con una frecuencia cada vez más escalofriante, feminicidios. El culmen de la violencia machista, el cenit de la cultura patriarcal cimentada en la misoginia y el machismo que no se cansan de mostrar un rostro nuevo cada día.

Todas las aristas de la cultura machista se encargan de colocar a las mujeres en la cima de la vulnerabilidad, en el centro de la cultura de la violación, en un arraigado contexto en donde convivimos diariamente con el miedo. Y la maquinaria feminicida no para, enmarcados en el 8 de marzo encontramos año con año una serie de discursos con tintes políticos que pretenden reivindicar la situación y posición de las mujeres en la sociedad, aún estamos en el camino de decidirnos por acciones concretas; esta maquinaria, protegida por el sistema patriarcal y sostenida por las acciones individuales sigue caminando y pretende hacernos mirar a otro lado cuando vivimos un clima de violencia generalizada, pero la violencia se agudiza cuando es hacia las mujeres, cuando nosotras somos quienes vivimos en carne propia la violencia esta se recrudece y saca lo peor de este sistema, se ensaña terriblemente en todos los aspectos. Y aún sigue habiendo sujetos pretendiendo argumentar que la violencia no tiene género, que los hombres también son víctimas y que la mayoría de perecidos en guerras o levantamientos armados son hombres.

Sociedad tuerta que no quiere mirar hacia las raíces del problema, sociedad que se niega a reconocer que cuando se trata de violencia, el riesgo es doble hacia las mujeres. Porque si las personas corremos el riesgo de ser asaltadas o secuestradas en la calle, las mujeres corremos el riesgo doble de ser violadas, porque si las personas somos susceptibles de ser atacadas por un comando armado, las mujeres enfrentamos el doble riesgo de que intenten tomar nuestro cuerpo como si fuese su propiedad, porque si las personas no estamos exentas de perder un trabajo, las mujeres lo perdemos con más facilidad si decidimos embarazarnos, porque además, en las condiciones y prejuicios sociales que enfrentamos, la maternidad no es muchas veces una elección exenta de juicios morales. Porque al tomar el transporte público tenemos que cuidar no solamente nuestro bolso o cartera, sino nuestra integridad física, nuestro cuerpo nunca a salvo de miradas, comentarios o manoseos. Y así, se multiplican hasta el hartazgo las aristas de la violencia, que sí —hay que decirlo fuerte— nos afecta doblemente si somos mujeres.

El contexto espacio-temporal en que nos situamos nos obliga a luchar y resistir diariamente, pero también nos sitúa en la posibilidad de no quitar el dedo del renglón a la hora de hablar de igualdad, justicia y derechos de las mujeres, sin embargo, el diapasón social se amplía para hablar de todas las aristas de la cultura machista que atenta contra la integridad de las mujeres, nos encontramos en el tenor de los estereotipos y roles de género, de ese confinamiento espacial de las mujeres en el ámbito de lo privado, de las dobles o hasta triples jornadas laborales, del trabajo doméstico no remunerado, de las labores de crianza no compartidas, del falaz instinto maternal que nos obliga a parir la fuerza de trabajo que sustenta al sistema perpetuamente, de nuestro escaso acceso a la educación sexual, los métodos anticonceptivos y el derecho fundamental del acceso al aborto libre y seguro, para garantizar la salud y vida de las mujeres.

Y las cabezas de la Hidra se multiplican a la vez que continúan incardinadas en la vida cotidiana, disfrazándose de tradición y normalidad. Es de necesidad imperiosa deconstruir nuestras formas de relacionarnos, hablar del amor romántico fundado en mitos que nos han enseñado a aceptar y reproducir, cuestionar nuestras relaciones amorosas y el plano en que nos relacionamos con otros seres humanos, porque es precisamente esa concepción del amor una de las bases que sientan la violencia de género. El mito de la media naranja, de la complementariedad, el amor único y verdadero, del sufrimiento que implica amar, la idea de que el amor todo lo puede, de que amar es resistir y perdonar, el inexistente príncipe azul, las princesas que esperan por él. Todas estas construcciones culturales que merman la autoestima y autonomía de las mujeres, que nos tienen sumidas en las relaciones violentas y destructivas, en la pobreza sentimental, en la incapacidad de relacionarnos de manera libre y sana. Tal cúmulo de sandeces cimientan y legitiman las violencias hacia las mujeres, porque además, en el imaginario colectivo somos la parte pasiva y cosificada que no tiene identidad sino en función del otro, somos seres “para el otro”, “de otro”, y así se habilita el control sobre nuestros cuerpos, nuestra forma de vestir, de salir, de relacionarnos, de ser en el mundo.

Enmarcadas en una falsa protección, las mujeres encontramos todo tipo de violencias dentro de las relaciones amorosas que más tarde llegan a ese pináculo del machismo: el feminicidio, que dicho sea de paso, es cometido en gran parte por las parejas sentimentales de las mujeres, que creen que les pertenecemos. Así que el problema va mucho más allá de la irrisoria banalización que se juega en las redes sociales de si las mujeres pagamos o no la cuenta, invitamos o no a salir a un hombre o si somos feministas hasta que nos toca cargar el garrafón. Alzamos la misma mano izquierda con la que cargamos el garrafón y les decimos: no vamos a tolerar una sola agresión más y vamos a luchar para erradicarlas, no estamos solas, nos tenemos a nosotras. El trabajo es diario y constante, no basta con nombrar y visibilizar todo lo anterior, hay que ser muy claras cuando hablamos de todas las cabezas de la Hidra, esas aristas de la cultura machista que se conjugan para vulnerarnos; del acoso y la violencia psicológica al feminicidio sólo media un paso. No nos cansaremos de exigir nuestro derecho a transitar libres y seguras por las calles, la calle es pública, nuestros cuerpos no.

No llevamos ni una cuarta parte del año y la violencia de género en 2016 ya abona cuantiosamente a las cifras de años anteriores. 16 feminicidios en lo que va del año en el estado de Puebla, otras más desaparecidas; Guanajuato sigue sumando a las 87 asesinadas el año pasado, Estado de México, Hidalgo, Chihuahua, en todas las geografías la maquinaria feminicida se hace presente. Justamente iniciando el mes en que se conmemora la lucha de las mujeres despertamos con una noticia que nos llena de rabia, dos mujeres argentinas que viajaban de mochileras fueron brutalmente asesinadas en Ecuador, leer las notas me provocaba escozor, dolor, miedo, rabia. No puedo evitar pensar en todas las mujeres cercanas a mí que salen a la calle todos los días y me pregunto ¿por qué no tenemos acceso a la seguridad? Desde hace muchos años salgo a la calle sola, he realizado largos viajes sin compañía, pasé todo mi periodo de estudiante universitaria pidiendo aventones, de la misma forma llegué a otros lugares cuando el dinero no alcanzaba, y nunca estuve exenta de una agresión, de no volver a casa. Recuerdo una ocasión que me encontraba con dos amigas y un amigo pidiendo aventón, estábamos en la carretera, entre dos municipios del estado de Guanajuato, a nuestro alrededor no había más que un par de árboles y una tienda de abarrotes cerrada como a 100 metros de distancia, después de casi una hora, una camioneta se detuvo, era una de esas camionetas con cabina y caja de carga, el conductor, un hombre que rondaba los cincuenta años abrió la puerta y nos hizo la seña de que subiéramos. Mi amigo hizo el gesto de abordar el vehículo y el tipo lo detuvo: no, junto a mí que se siente una muchacha… Nunca voy a olvidar esas palabras y la mirada de aquel hombre, era una mirada de poder, de quien cree que tiene la facultad de hacer las cosas. Hoy las tres estamos vivas y podemos contar aquella anécdota de viaje, no así las compañeras a las que les arrebataron la vida con saña unos machos feminicidas. Y la Hidra con sus mil cabezas aún después de muertas sigue haciendo su aparición, que por qué las dejaron ir solas a ese viaje, ellas no estaban solas, pero eran mujeres. Y aunque hubiese sido solamente una, o diez, o cuatro —como las mujeres asesinadas junto a un periodista en la Ciudad de México el año pasado, con el plus de que a ellas cuatro además las violaron, por ser mujeres—, nada justifica el hecho de que las mujeres no podamos transitar libres y seguras las calles.

Se nos sigue culpando a nosotras por ser víctimas y además, se nos imputa la responsabilidad de cuidarnos de no ser asesinadas; la maquinaria opera perfectamente al culparnos por la ropa que portamos, las horas a las que salimos, las bebidas que ingerimos o con quién nos relacionamos, el ojo inquisidor de esta sociedad tuerta no pone la vista sobre el agresor. Por lo cual conviene preguntarnos ¿hacia dónde vamos? El trabajo que las feministas hemos realizado a través de años de lucha no se detiene en liberación sexual, derechos laborales, visibilización de la desigualdad o transversalidad de las políticas públicas con perspectiva de género, hoy más que nunca la necesidad de autodefensa es imperiosa, ya varias colectivas alrededor del orbe se organizan de manera sororal para cuidarnos unas a otras, porque nos siguen asesinando y esto tiene que parar, los vamos a detener. Porque si bien la cuestión no es que todos los hombres son feminicidas, sí lo es el hecho de que todas las mujeres asesinadas por razones de género han perdido la vida en manos de hombres. Y estamos hartas, ya basta de contar muertas, las acciones no pueden parar. El trabajo es diario y es por todas las mujeres, por nosotras, por ellas, por las que ya no están, por las que estamos y por las que vienen, y hoy más que nunca, por las viajeras, nos queremos vivas, no vamos a parar.

 

Nayely Tello Mendoza Mendoza, Radica en León, Guanajuato. Estudió la licenciatura en filosofía en la universidad de Guanajuato, ha trabajado con el Centro Las Libres y en el Instituto Municipal de las Mujeres en León. Es feminista y trabaja el tema de género desde hace aproximadamente 5 años.