El siguiente extracto pertenece al libro Historia de una indocumentada, travesía en el desierto de Sonora-Arizona. Lo publicamos a propósito de la participación de la autora en el panel “La vivencia del ser inmigrante: aventura y desventura” en la Feria del Libro de Autor@s Latin@s de Chicago: Sábado 31 de octubre, 3:00pm en St. Augustine College, 1345 W. Argyle, Chicago, IL.
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A las doce en punto de la noche dieron la señal para cruzar la línea divisoria y fue cuando un viaje tranquilo se tornó en una pesadilla; los cientos de migrantes comenzaron a saltar los cercos de alambrado en un intento por llegar al otro lado sin ser interceptados por la Patrulla Fronteriza, personas de todas las edades, niños, adolescentes, adultos y ancianos. Personas mayores de los 70 años de edad también estaban allí en esa piña de gente tratando de saltar, la desorganización total, la angustia y el miedo volvieron aquellos alambres de púas armas blancas que se llenarían de sangre fresca: pedazos de carne quedaban ensartados, piel y cabello.
Se escuchaba perfectamente cuando la piel se desgarraba y el alambre cortaba la carne en ocasiones llegando hasta los huesos, los gritos de dolor eran contenidos mordiendo pedazos de trapos, niños eran levantados en vilo y lanzados al otro lado donde caían sin amortiguamiento sobre las piedras, ancianos que caían al suelo y les pasaba la turba encima, kilómetros y kilómetros de personas saltando los cercos de alambrado.
La luna iluminando la noche como si fuera un candil en camino de aldea, más allá de las siluetas se distinguían los rostros y se podía leer en las miradas el miedo y la angustia. No fue difícil para mí saltar los cercos de alambrado, crecí entre barrancos y realizando expediciones de arrabal con mis amigos de infancia —Los 16 Hombres de mi Vida— entre los sembradillos de las aldeas y las parcelas.
Busqué uno de los troncos podridos que sostenían el alambrado y me sujeté a él con ambas manos, utilicé las líneas de alambre como si fueran gradas de escalera, estando en lo más alto del cerco salté hacia el otro lado. Las personas hacían lo contrario: querían utilizar el sistema antiguo de colocar un pie sujetando la línea más baja y con una mano levantar la que seguía, para pasar inclinadas pero era algo que no funcionaba debido a la cantidad de gente y al nivel de desorganización, cada quien saltaba como podía y utilizaba el método que más le convenía causando con esto la aglomeración y las heridas que aunque hoy estén cicatrizadas han quedado vivas en el alma de cientos de miles a lo largo de los años. Eso de los doce millones de indocumentados en Estados Unidos es un treta, si cruzan miles a cada minuto por agua, tierra y aire. Saltamos el primer cerco y corrimos para cruzar la ferrovía, pusimos los suéteres y chumpas sobre la calle y volvimos a correr formados en hilera, el último del grupo recogió la ropa y nos la entregó llegando al otro cerco que ya era parte de Estados Unidos, curioso y real que el cerco del lado mexicano parecía de aquellos de aldea latinoamericana donde la única pena es que no crucen las bestias hacia los sembradillos de hortalizas, tremenda diferencia con los dos cercos del lado estadounidense que fueron hechos con maquinaria de última moda. En lugar de troncos de madera, los parales eran vigas gruesas que parecían de acero, las líneas de alambre estaban más tupidas y ajustadas —tilintes diríamos en mi natal Jutiapa— lo que hizo que aquella masa humana se diera el encontronazo y fueran más las pieles cortadas y la sangre derramada.
No había manera de colocar el pie y hacer que bajara la línea de alambre que no cedía porque estaba ajustada en una forma inverosímil con grapas gruesas soldadas a los parales. Desconozco si este cerco estaba solo en cierta parte o era a lo largo de la frontera del desierto. Las personas optaron por lanzarse en clavados como si lo que les esperaba adelante era una poza de río, la ropa quedaba prendida con todo y piel, quien se quedaba tratando de destrabar la ropa, el cabello o la piel era empujado por la turba que no medía consecuencias, así fue como muchos dejaron pedazos de labios, nariz y mejillas colgando de las púas de alambrado.
Vi personas que perdieron los ojos porque las púas se incrustaban en las pupilas, hombres que se rasgaban los testículos, en ese cerco quedaron docenas que se negaron a seguir porque no lo pudieron cruzar y otras que por el tamaño de las heridas les fue imposible. El segundo cerco del lado estadounidense estaba más ajustado aún y se convirtió en otra especie de colador que detuvo a otros cientos, entre ancianos, mujeres embarazadas, personas lesionadas, gente a la que ya no le daba ni el espíritu ni la fuerza física. Vi a coyotes sacar cuchillos de carniceros y degollar a las personas que gritaban del dolor causando por las heridas que se hicieron en los cercos, ellos no querían escuchar ningún lamento que alertara a la Patrulla Fronteriza y nos descubriera a todos y se les cayera el negocio y si alguien los denunciaba ir a la cárcel durante décadas. Con esos cuchillos de carniceros y pistolas amenazaban a todos por igual y con ésta acción hicieron pensar dos veces a quien intentó quejarse. Pitos de sangre saltaban de los cuellos cortados y caían en la ropa de otros que aglomerados intentaban vencer el miedo y lograr saltar el tercer cerco mientras que los heridos se desplomaban y caían al suelo en una agonía que a nadie importaba, en la que nadie quería pensar, todos estábamos absortos en nuestros propios trances, tal vez el generalizado que solo entienden quienes han cruzado las fronteras en clandestinidad. En esos instantes de aprehensión una se da cuenta que como cantara don José Alfredo Jiménez en su Camino de Guanajuato: “No vale nada la vida, la vida no vale nada, comienza siempre llorando y así llorando se acaba, por eso es que en este mundo, la vida no vale nada”…
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Ilka Oliva Corado. Escritora y poetisa guatemalteca, inmigrante indocumentada con maestría en discriminación y racismo. Es corresponsal de Resumen Latinoamericano,ha escrito artículos de opinión en Tercera Información, La Haine, Rebelión, El Progresista, El Ciudadano, Adital y Columna Digital. Es autora de dos libros. Post Frontera. Historia de una indocumentada, travesía en el desierto de Sonora-Arizona.Es autora del blog Crónica de una inquilina @ilkaolivacorado.
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