Juan Gabriel en el Palacio de Bellas Artes.
Las primeras canciones de Juan Gabriel llegaron a mis oídos a través del radio que todos los días encendía Cande, la muchacha que ayudaba a mi madre con las tareas domésticas. Cande era una indígena chiapaneca que a pesar de su juventud, su cara redonda y aspecto adusto la hacían ver mayor. Era tan dedicada y estricta con su trabajo, que hasta mi padre se detenía en la escalera a esperar a que el piso se secara si lo encontraba recién trapeado. Mi madre le regaló un pequeño radio para relajarle el semblante y al poco tiempo descubrimos que las notas de “Buenos días Señor Sol” solían arrancarle una breve sonrisa. Este era el momento de pedirle algún favor, o correr sobre el piso mojado sin que nos detuviera con el palo del trapeador.
Tenía seis años cuando conocí a Juan Gabriel. Cande le había pedido a mi mamá que le hiciera el favor de llevarla a Plaza Satélite a conocerlo durante una firma de discos. Sin conseguir quien nos cuidara ese día, mi madre llevó a sus cuatro pequeñines a hacer la larga fila en Liverpool. Recuerdo acercarme a la mesa donde estaba un jovencísimo y sonriente Juan Gabriel, y a Cande, en estado de éxtasis extendiendo sus dos disquitos de 72 rpm para que se los firmara. Luego se levantó de la silla y Cande, junto con otras mil muchachas, salieron corriendo despavoridas detrás de él. Le pregunté a mi madre porqué lo perseguían. “Son sus fans, hijita”. No entendí lo que era una ‘fan’, pero acepté la respuesta mientras mi madre nos hacía a un lado para evitar ser atropellados por la estampida.
Con el pasar de los años, Juan Gabriel comenzó a extender su popularidad y a cosechar éxitos en las voces de otros cantantes. A pesar de esto, no dejaba de ser un ídolo ‘popular’. El Noa-Noa sonaba en las discotecas y por ahí llegaba a escuchar alguno de sus éxitos en los altavoces de algún local, pero aun no sentía gran afinidad por su música. En las décadas de 1980 y 1990, mi generación estaba prácticamente ‘casada’ con WFM y la música que llegaba de Estados Unidos.
No fue hasta el concierto en Bellas Artes que lo descubrí. Sólo me bastó escuchar la primeras notas del la Obertura para entender la grandeza de Juan Gabriel como artista, compositor, arreglista y cantante. Las dulces y sensuales notas del saxofón, acompañadas por la orquesta, dan pie al coro de “Adiós amor te vas”, y un mariachi al fondo, discreto, complementando al conjunto, anunciando lo que está por venir. Los aplausos y chiflidos del público no se hacen esperar y entonces aparece Juan Gabriel, casi hablándoles al oído, invitándolos a cantar. Su presentación en Bellas Artes —luciendo delgado, elegante, en la plenitud de su vida— lo convirtió en el artista de México al demostrar que lo suyo, lo suyo, era llegar a lo más profundo del alma de los mexicanos.
En una era sin Internet, ni Youtube, ni redes sociales, el hijo de una humilde empleada doméstica rompió las barreras de clase y pasó de ser ‘popular’, a ser ‘idolatrado’ por pobres y ricos. En sus casi 50 prolíficos años de carrera, nos dejó joyas como “Ya lo sé que te tu te vas”, “Hasta que te conocí”, “Se me olvidó otra vez”, “Inocente pobre amigo”, “Amor del alma”, “Tu estás siempre en mi mente”, y tantas otras que nos mueven las entrañas pensando en esa persona que quisimos, que queremos, que hubiéramos querido.
Juan Gabriel, con su distintiva voz y calidez, apeló a todos los sentimientos universales —el amor, el desencanto, la frustración, la tristeza, la alegría, etc.— con maestría, humildad y clase. Juan Gabriel deja un enorme legado musical y a millones de ‘fans’ desconsolados por su muerte, incluyendo a Cande, y en particular, a mí.
#soytufanJuanga #teamo
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Carolina A. Herrera nació en Monterrey, Nuevo León y se crió en la CDMX. Autora de #Mujer que piensa.