Quizás si Valverde no hubiera sido tan escueto en su mensaje, no estaría preocupado. Tan sólo dejó unas palabras en el contestador: “Necesito verte. Es urgente”. Valverde no es un tipo dramático, al contrario, es sereno al hablar, pensante a la hora de establecer las cosas. Me pidió que lo encontrara en el café de la 18th donde nos encontramos siempre. Allí se juntan muchos personajes como nosotros. Zapatistas frustrados, puertorriqueños que sueñan con la independencia, refugiados de alguna guerra centroamericana. Todos soñando con el regreso a una patria inexistente. No nos queda otra que seguir soñando.
Valverde, yo, y a veces Patricio, también nos juntamos a escuchar conspiraciones. Preferimos las conspiraciones de otros, porque ya no tenemos fuerzas para hacerlo por nuestra cuenta. Patricio es el más radical de los tres. Él sí quiere pelear otra vez, él tiene razones para hacerlo. A él lo torturaron los militares. Lo fueron a buscar una noche a la universidad, lo encapucharon y después de tenerlo varios años en la clandestinidad lo dejaron libre. Tuvo un dios aparte cuando lo dejaron ir. Si es que alguna vez lo dejaron ir. De la cárcel voló directo a Chicago, donde lo esperábamos desde hacía algún tiempo. Nosotros no tuvimos las agallas para quedarnos y ver la destrucción de nuestros sueños.
Camino por la 18th pateando la nieve en la vereda. Llego al café donde Valverde me espera. Lo veo sentado en una mesa del fondo, con la cabeza gacha como rezando, pero sé que eso no es posible. Valverde es más ateo que el mismísimo Stalin. Me saco el abrigo y lo cuelgo en un perchero que está a la entrada. Valverde no me ha percibido. Su expresión me preocupa.
Al llegar a la mesa que él ocupa, me pasa el periódico que está leyendo y sin levantar la cabeza, señala con el dedo uno de los artículos en la página.
—¿Desde cuándo lees este pasquín? —le digo con sarcasmo. Él sabe perfectamente lo que opino de la prensa en español en Estados Unidos.
No levanta la cabeza. Con el dedo apunta al título de la noticia en el periódico. Lo hace repetidas veces y con tal fuerza que el sonido de su dedo golpeando contra la mesa hace girar las cabezas de algunos de los tipos que están en el café.
Me acomodo en la silla frente a Valverde. No levanta la cabeza. Me doy cuenta que no está para bromas. Miro el título del artículo y entiendo la gravedad de Valverde. Al costado del título veo una foto de Patricio. Una foto sacada de algún documento oficial. No sonríe. Al contrario, se lo nota incómodo, perturbado. Patricio siempre tuvo la mirada lejana, como posada en los recuerdos, en los malos recuerdos.
El pasquín dice que es un viejo terrorista sudamericano, y me indigna ese tilde. Patricio fue un patriota. El artículo sigue diciendo que las fuerzas policiales lo han abatido en su propio apartamento, en el cual se atrincheró después de haber discutido con su landowner por una maldita lavadora que no funcionaba. Los detalles de la noticia en el periódico que siguen son sensacionalistas, típicos de los pasquines de mala muerte. Patricio nunca mencionó que tenía armas. Sí, era idealista, sí, era alguien que creía en un mundo mejor. Pero que lo mataran por una puta lavadora me parece una aberración. Una incongruencia libidinosa.
Me imagino lo que Patricio debe haber pensado al ver venir a los policías. Toda la fragilidad del pobre hombre se debe haber derrumbado con el sonido de las sirenas, con el correr de los uniformes, con los gritos desaforados de los agentes del orden. Patricio, esta vez, no permitiría que se lo llevasen.
Valverde me interrumpe la lectura, por primera vez me mira a los ojos y puedo ver que los suyos están empañados.
—Al fin Patricio es libre —dice Valverde mientras se le cae una lágrima.
No digo nada. Releo el artículo y no descubro más que una sarta de detalles incongruentes, que no hablan ni describen al verdadero Patricio. Treinta años han pasado pero la guerra sigue tan sucia como antes.
Ahora Valverde llora calladamente. Su rostro se va demacrando lentamente bajo el surco que dejan las lágrimas, pero en silencio. En triste y enjuto silencio.
No tengo espacio para las emociones. Decido irme. Decido pensar en lo que ha sucedido. No puedo analizarlo. No tengo ganas. No tengo fuerzas. No tengo voluntad. Me levanto de la silla, sin hacer ruidos, respetando el llanto de mi amigo.
Valverde me toma de la mano y me mira. Su rostro es un páramo arrasado por una tormenta. Pero su voz es firme, es fuerte, es un trueno.
—Al fin Patricio es libre —repite con convicción.
—No, —le digo mientras tomo su mano como si se la tomara a un niño — a Patricio finalmente lo han terminado de matar.
Me despido de Valverde. Me abrigo y salgo al frío de la calle. El invierno de esta ciudad es inclemente. Algunas lágrimas se me caen de los ojos. Es el viento, me digo. Pienso en Patricio y siento envidia. Su guerra finalmente ha terminado. Murió peleando. No puedo evitar pensar en mí y en cómo terminará mi guerra, si es que algún día terminará. Pateo la nieve acumulada en la vereda. A lo lejos, se escuchan algunas sirenas.
◊
Fernando Olszanski, escritor y editor argentino radicado en Chicago. Es autor de la novela Rezos de Marihuana y el libro de cuentos El orden natural de las cosas, libro galardonado con el International Latino Book Award. Su próximo libro de relatos se titula Rojo sobre blanco y otros relatos, y se publicará durante los próximos meses bajo el sello Ars Communis Editorial.
♦
Fernando Olszanski participará en el panel “Publicaciones recientes: Nueva literatura en español en Chicago” en la Feria del Libro de Autores Latinos de Chicago: Sábado 31 de octubre, 1:00pm en St. Augustine College, 1345 W. Argyle, Chicago, IL.