Las persianas

 

 

Bajaba por las largas escaleras que daban al jardín, donde estaba Julissa con su enorme estómago. Canelo estaba cerca de ella dándose un baño con su lengua, ese gato viejo tan viejo como la abuela Carmela. Estaban  viendo el cielo, Julissa con sus manos en la espalda como sosteniendo su propio peso, y la abuela sujetando sus lentes con sus huesudas manos buscando algo en la oscuridad del cielo. Esa noche no hubo estrellas. Ambas percibieron mi presencia, mas no voltearon a verme, siguieron concentradas en su búsqueda.

Las olas del mar chocaban con las rocas del otro lado del jardín; corrí para así poder contemplarlas antes de que el sueño me tumbara. Escuché un ligero crujido detrás de mí; era Julissa que se acercaba con cautela, se paró a un lado y sonrió sin decir nada. Los dos nos quedamos viendo el manto negro que entre la penumbra se miraba moverse en ligeros zigzagueos. No dijimos nada, a todos nos había afectado su muerte. Pensábamos que tal vez mirando el cielo lo pudiéramos ver despidiéndose; era joven muy joven.

Aunque estábamos tristes, nos sentíamos aliviados porque él había sufrido  mucho. Aquella enfermedad lo había estado consumiendo. Ahora que ya no estaba sabíamos que por lo menos se encontraría tranquilo.

De repente, entre unos arbustos del jardín, vi a Marcelo de niño y, corriendo detrás de él, iba yo. Cuando lo alcancé, ambos caímos pero antes de tocar el pasto desaparecimos. Eran las ánimas del recuerdo de las que hablaba la abuela Carmela.  Su casa se encontraba en la cima de una colina metida en el mar. A mi madre le habían dicho que sería bien para Marcelo vivir tranquilo, en algún lugar templado y húmedo, así que mi madre decidió enviarnos para acá. A veces pienso que lo hizo para no mirar a Marcelo morir, tal vez esa haya sido la razón por la que no me doliera tanto su muerte, ya la esperábamos.

Julissa seguía callada, acariciaba su vientre; me imagino que sentía a su bebé moverse en aquellas aguas pegajosas y llenas de vida. “Las lágrimas se le secaron, ya no  lloraba”, escuché a mis espaldas. Canelo se acercó, le di unas palmadas en la cabeza, sus ojos de cristal y sus enormes bigotes, me miraban como esperando que llorara. Canelo fue un regalo para Marcelo.
Parece que el único que lo extraña realmente es el gato. Desde que Marcelo murió, ya no hay ningún motivo para seguir aquí; todo giraba en torno a sus cuidados. Ahora, sin enfermo, ya no hay enfermeros ni hospital; esto vuelve a ser una casa. Todo se ve tan vacío, sin ningún propósito. Algo de nosotros murió junto con Marcelo.

Julissa vivía con mi abuela mucho antes de que nosotros viniéramos; era una prima lejana de nosotros o algo así, pero esto no le impidió a Marcelo enamorarse de ella. La cosa es que ambos nos enamoramos de ella, yo era el sano, y él no dejaría de ser el enfermo.
Julissa y yo platicábamos largos ratos en el jardín, y desde una ventana Marcelo nos divisaba sosteniendo la persiana con sus dedos; cuando volteaba a verlo, rápidamente se alejaba y la dejaba caer. Él ya no está, él sabía lo que Julissa y yo hacíamos por las noches cuando todos dormían, él nos escuchaba y cuando le dije lo del bebé, decayó aunque nunca se le vio mejoría.

A veces pienso que nunca estuvimos aquí, que tal vez Marcelo nunca estuvo enfermo, que tal vez yo fui el enfermo, que tal vez las olas de la noche sean la única verdad… Julissa lleva a mi hijo en su vientre y se llamará Marcelo, como su tío que ahora nos observa a través de la persiana.

 

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Miguel Méndez A.  Fronterizo (El Paso/Cdiudad Juárez) 1991. Estudia en Northeastern University, en Chicago. Le hace al escritor de vez en cuando. Ha publicado algunos textos en la revista contratiempo.