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El sabor de la derrota. Foto: DPA

 

El domingo murió mi padre después de una larga enfermedad. La noticia, aunque esperada, me afectó. Con los dedos temblorosos traté de reservar un vuelo para ese mismo día, pero la computadora no me dejaba proceder. Llamé a American Airlines, le expliqué a la señorita que me urgía salir a la Ciudad de México pues mi padre había muerto y, con sinceridad ensayada, me dio el pésame. Luego procedió a informarme sobre las posibles opciones y le indique que me hiciera la reservación. Con un poco de pena me dijo que hacer ese trámite por teléfono me costaría 35.00 dólares.

—No me importa. Yo no lo puedo hacer. Me tiemblan los dedos.

Me dio mi clave de confirmación y al final me dijo que no me iba a cobrar la tarifa de 35.00 dólares. Un pequeño gesto de solidaridad que me dio un poco de esperanza en la raza humana.

Mientras hacía la maleta solté unas lágrimas por él. Nunca he sido muy llorona. Lo recordé en plenitud, reparé en todo lo que me había enseñado, mi deuda con él, y sobre todo, en su amor de padre. Saldo: positivo.

Hoy miércoles me desperté esperando un milagro y tan pronto abrí la aplicación de noticias en mi iPhone, lo que leí fue como ver el hongo producido por una hecatombe nuclear. La ansiedad que me provocó esta nueva realidad se tornó en devastación emocional. ¿Cómo era posible que alguien como Trump hubiera podido ganar la elección presidencial? ¿Cómo era posible que este hombre vulgar, prosaico, mentiroso, sin conocimientos claros de economía y política internacional, con una retórica divisionista, hubiera convencido a la mayoría? Mi esperanza en la humanidad se redujo a nada y exploté en llanto. El llanto de todo lo perdido, de lo perdido hoy, ayer, el mes pasado, en toda mi vida.

Mi hermana, sorprendida, me sobaba la espalda y me decía: ‘Anda, suéltalo todo.’ Lloré por el mundo, por mis hijos, por mi nieta, por México, por los musulmanes, por los homosexuales, por las mujeres y las niñas, por los que subestimaron el fenómeno, por Hillary, por Obama y su legado, por los que se tomaron el ‘Kool-Aid’ y votaron por Trump, escondidos, tratando de justificarse con argumentos tan arcaicos como el Colegio Electoral. Lloré por los fanáticos que prefieren ‘jugarse el físico del planeta entero’ apostándole a un hombre claramente falto de temperamento y estabilidad emocional, porque ‘su religión se los exigía’. Lloré por los abstencionistas, por los que votaron por esos candidatillos de mierda que le dan voz a los que nunca están contentos con nada y lo único que hacen es estorbar. Lloré por el mundo. Lloré por mi. Por lo que me falta por perder. Lloré entonces por mi padre y lo extrañé. Extrañé su consejo, el apapacho de sus manos enormes.

Luego vi las reacciones en los muros de Facebook y entendí que no era la única. Un mundo de gente amanecía triste, deprimida, derrotada. Me los imaginé haciendo exactamente lo mismo que yo, jalándose el cabello rodeados de kleenex. 

Me calmé. Pensé en mis hijos. Les mande un texto preguntándoles como se sentían y los tres me respondieron los mismo: en shock. Les escribí que Trump había sido electo democráticamente y que en una democracia sana, siempre había un perdedor; que como ciudadanos habíamos de aceptar el resultado con dignidad y ecuanimidad (por lo menos en público). Los insté a mantener la calma y a continuar luchando por sus ideales sin violencia.

Eso es lo que me enseñó mi padre: con la cabeza siempre en alto hija, aunque te esté llevando la chingada.

 

Carolina A. Herrera nació en Monterrey, Nuevo León y se crió en la Ciudad de México. Es Licenciada en Ciencias Jurídicas por la Universidad Regiomontana (1989). Estuvo asimilada al Servicio Exterior Mexicano en los Consulados de Chicago (1991-1997) y Houston (1997-2000) como representante del IMSS. Desde el término de su comisión se ha dedicado a la traducción, interpretación y la capacitación de intérpretes. Vive en Aurora, Illinois, con sus hijos y Chester. #Mujer que piensa, es su primera novela. Síguela en twitter @blondieflowers