‘Mar en los huesos’ desde el desarraigo

 

  

Mar en los huesos de Juana Iris Goergen
Pandora Lobo Estepario, 2017, 80 páginas, $10.00, ISBN 978-1940856322

 

Líquido, uterino, caribe, indomesticado, inabarcable, Mar en los huesos de Juana Goergen es el testimonio de lo que el hueso puede sostener y de lo que el hueso puede albergar: todo ese mar callado, inminente, que espera la palabra para activarse y dejar correr sus enérgicos peces. Pero el hueso también es la palabra que arma, que construye, que se ofrenda como osamenta, como “awa” – “alma” (29) y también agua de la identidad en busca de su linaje. Así, al poema se va a desenterrar huesos, “awas”, almas. Como el mar, el poema pregunta, desentierra, da voz a lo que permanece oculto porque: “Somos, cielo enterrado a golpes de raíces en el ala de / arena que lo engarza”. (12)

Se trata de un libro que escribe las raíces de sus ancestros (hombres y dioses): “Escribo sus raíces en un libro para que descansen en él”, (54) porque las palabras —eso lo sabe esta voz poética— son algo más que ellas mismas, son raíces, huesos, variadas y múltiples figuras de la intimidad que nos anclan, nos ofrecen una geografía personal y colectiva. Al poema se va para honrar a los ancestros y “para despertar a los Orishas”, (50) porque el espacio poético es sitio de despertar de la conciencia. Si despierta aquí alguna divinidad ésta es multilingüe y sincrética. También lo es su altar en la escritura. Si despierta aquí alguna divinidad es para oír los gritos de dolor de los africanos traídos y traficados por la fuerza como esclavos, de los indígenas explotados por el colonizador, de los judíos en las puertas del infierno del “arbeit macht frei”.(56) Si existe aquí alguna divinidad ésta es universal y se traga el dolor de los demás. No discrimina sonidos ni códigos. Hace convivir al español con el taíno y con el yoruba, hace del multilingüismo una bandera o, mejor dicho, un canto, un vaivén, un mar que es también una plegaria. Porque si este poemario llega a “tocar” a alguna divinidad, es para hacerla arder como ardió Troya, para hallarla en el palacio de Potala, para rescatar del olvido sus cenizas. Y es que escribe “para honrar a mis ancestros/ para despertar a los Orishas / para tocar a Olofí /en los huecos deformes /después del fuego /y para volver a hallarle / En Ílé Ífé o en el palacio de Potala / o en Troya, o en Ankara o en Dachau /rescatando del olvido /mis cenizas”. (50)

Contra la desmemoria está el poema y su geografía del recuerdo. A él se va en busca de una respuesta, pero también para dar origen y cimiento a las preguntas: “La desmemoria se comerá los días, / pero tú, encuéntrame Oshún. Vuelve a encontrarme para siempre, en el sexto verso de este poema”. (42) El poema nos revela intimidades, formas de entrar en el recuerdo: “En el tercer hemistiquio de la memoria / donde guardo la piel de mis ternuras / hay rugidos de mar y osamentas de espumas”. (59) Hay un parentesco que se advierte entre poesía y memoria, porque ese “tercer hemistiquio”, ese verso escandido antes de ser pronunciado, es epíteto de la “memoria”, sugiriéndonos que no hay poema sin acto de recuerdo. El poema es el recipiente que contiene la inabarcable historia de nuestra piel y de nuestros huesos porque, recordemos, “somos cielo enterrado”. En ese sentido, está siempre desbordado y nos sumerge en una geografía del dolor colectiva y personal. De ahí la necesidad sensorial de que Oyún la encuentre y de que nosotros escuchemos en su piel —esa frontera que separa y une a los cuerpos— las reverberaciones del mar. Estar cerca nos permite tocar, y tocar atravesar la piel del otro para habitar su dolor y reivindicarlo también en su potencia liberadora.  Porque, como afirma la voz poética en la segunda parte de este libro (“Awa/Alma”), en la que da testimonio del holocausto africano en América: “Nadie los liberó. Ellos se liberaron”. (45) En esa aliterada “leve levedad invicta” (45) por la que apenas asoman, como un deseo remoto, esa “l” de “libertad” y esa “v” de “victoria”, se reivindica a sus hundidos y también a sus salvados: “nadie los liberó. Ellos se liberaron”, (46) repite la voz poética al final del poema.

La “negritud” (32) en este mar no es geografía, sino “geometría” que nos orienta y posiciona frente a la topografía tramposa de la historia: “Su sombra negra es geometría / de la luz que no se ve. / Allí todo chorro de negritud, es poco”. (37). Porque ese “chorro de negritud”, (37) esa líquida sinestesia que gotea estrepitosamente, ese mar que es histórico y es político también, nos ubica en la geografía de las injusticias que aún claman por ser contadas. El agua viene como “awa”, como mujer que llora (“Yetunde-Marta llora” 38) y como reafirmación del acto mismo de llorar: “Llora Yetunde-Marta”. (39) Más allá de la disposición de la sintaxis, el testimonio es un torrente que no puede esperar y el testigo, esa voz capaz de navegarlo, se sumerge en su propio naufragio para dar cuenta de las violaciones, de las vejaciones a los cuerpos y a las almas/ “awas”, para que el mar sepa la historia de los huesos que van a dar a él: “[…] —A golpes/ de golpes barcos, / de certeza de futuros golpes, / de golpes melao melaza, por el acantilado del sexo— / Y ella que no se rinde. / Ella que se resiste —náufraga / de una tierra con un sinfín de ceibas arrancadas/ —labios y lengua en abusos detenidos. / Sus huesos dan al mar que se tiñe de rojo / —negra inédita, miel de nusgo, / ñáñiga que se vierte en raíces de mar—”. (39). ¿Cómo se llega al dolor de los demás? Parecen preguntarse estos versos.  Por un lado haciéndose eco de los “golpes”, resistiendo su insiste sonoridad en la piel del poema, pero también por el lado de la propia borradura, porque apropiarse del dolor del otro es olvidarse de uno mismo, porque para estar tan cerca hay que abnegarse también.

Por eso, la posición de la voz poética en la primera y segunda partes, donde se narra la historia de los taínos y los africanos traídos a América respectivamente, es la de un observador que da su testimonio de lo vivido en tercera persona. Hay una urgencia por asumir la piel del otro. De ahí la distancia que se establece con el “yo” del epílogo. Si la paradoja del testimonio, según reflexionara Primo Levi, sería la de sostenerse siempre sobre una laguna porque el “yo” del testigo nunca acaba de cumplir el proceso completo de la desaparición, ese acto de des-ensimismamiento, esa “imaginación que sale de visita” en palabras de Arendt, es necesaria para dar el testimonio completo, acabado. El poema revela así parte de esa urgencia, ese deseo de salirse para entrar, de dejar de ser uno para ser otro, como ese mar que es y no es: “El mar es el no ser, el dejar de ser”. (49) Por eso el mar se vuelve una metáfora privilegiada para hablar de esta identidad que ahíja dolores e historias colectivas, que traga y luego hace canto de esos sonidos, de esos gemidos.

Se trata de un libro democrático, horizontal, abierto, poroso, doloroso. No es aquí la voz del sujeto letrado asumiendo la voz del oprimido, sino que es la voz de éste haciéndose escuchar. Porque las voces de los ancestros taínos y africanos parecen ir conquistando el poema y dejando al español como fondo. En la primera parte la voz taína viene con su diccionario bilingüe y en la segunda parte aparecen versos yorubas pareados con su traducción al español. Se trata de un universo sonoro distinto al español. La posición de las vocales, la unión en pares y tríos de ciertas consonantes nos llevan a otro campo sonoro, a otro “cielo enterrado” que nos ofrece los sonidos de otras lenguas He aquí algunos ejemplos: la repetición de la “y” seguida de vocal en “Yocahú” (7 ), “Yara” (13), “Yola” (56), “Yetundé” (38), “eyerí” (7); la sílaba “Ba” (6) que repite al comienzo en su poema bilingüe taíno-español; los triptongos “uai” (7), “uey” (13) o algunas variaciones aún más ajenas al español como “oay” (3), “oei” (12); la acentuación aguda y no grave típica del español (“Banequé Bajarí”(6), Bajacú (6), “Arrayán, Guyacán, Balatá” (7); la presencia de sonidos guturales manifiestos en esa recurrente “g”: “Guabancex” (8), “Guahayona” (8), “Guanín” (9), “Guabonito” (9), “Guayacán” (9), “guariche”(7), “guamaracha”(7), “guatú” (7); la presencia de palabras yorubas monosilábicas que suenan como interjecciones “Maa ko Kigbe iya re […] No lo llores madre” (40), y como canto o plegaria. Todos estos sonidos, que la voz poética nos ofrece en el original y en su traducción, ponen de manifiesto esta certeza: el español no es la única lengua de América, sino que es una de sus lenguas. Porque la escritura poética también es otra geometría que nos permite orientarnos para ver lo político del lenguaje. Como Cecilia Vicuña, como Róger Santiváñez, como Soledad Fariña y Wáshington Cucurto, la voz poética de Juana Goergen se inserta en una nueva corriente de la poesía latinoamericana que hace visible lo que el español tiene de carencia, de opresión: ¿qué historias, qué documentos de la barbarie dejamos afuera cuando lo hablamos?, ¿es posible usarlo como herramienta redentora? Goergen, al igual que Vicuña en su Instan y en su i tu, sabe que las palabras están preñadas, que ellas vienen cargadas de historia y que traen las volutas de una intimidad ancestral hecha de llanto, de agua, de sudor, de mar y de cielo.

Las cuatro partes que componen este libro (“Kú/Templo”, “Awa/Alma”, “Bagua/Omi/Mar” y “Epílogo”), se instalan en el momento del contacto, en el momento de la asimilación del otro. El español en el poema también viene para quedarse, pero el hecho de que está ahí conviviendo en las páginas de este poemario con el taíno y el yoruba le agrega una dimensión redentora, una suerte de sacrificio ritual de la lengua; acaso el español se purifique y redima haciendo lo que no pudieron hacer sus primeros hablantes en el Nuevo Mundo: conviviendo en la tierra, cielo y mar del poema con otras voces que lo resisten, le temen, lo asimilan, lo hablan, lo rechazan, lo incorporan.

La relación de Fray Ramón Pané (“Relación acerca de las antigüedades de los indios”) que abre este poemario y en la que se relata el momento en que los cuatro hijos gemelos de Itiba Cahubaba toman la calabaza de Yaya “donde estaba su hijo Yayael, cuyos huesos se habían transformado en peces” (3) y proceden a comer de ella hasta que, temerosos de ser descubiertos, vuelven a colgarla pero con tanto apuro que la misma se cae y rompe dando así origen al mar y a los peces que hay en él[1], se puede leer como un mito fundacional que, de forma alegórica, nos habla del mar como fruto prohibido que sabe a peces, por eso, el que se acerque a él debe saber de peces, de su ahogo encerrado, pero también de su humana fortaleza. El mar, que según la relación que oficia casi como prefacio, surge de la curiosidad y de la búsqueda, —del querer saber, en su doble acepción, más—, surge también como accidente, revelando así su carácter intempestivo. Porque el mar es lo que no puede detenerse, lo que el hueso alberga para soltar, lo que nos arrastra más allá de nosotros, lo que nos vuelve elocuencia de sus peces, lo que nos traga para que los y nos sepamos. Ese mar, que se hace escandalosamente visible en esta relación, se resiste a no ser representado, deviene su propio testimonio inevitable.

Desde el desarraigo es desde donde se escribe este poemario: “Sin luz de tus arenas, / me entrego al dolor del desarraigo / incrustado en mis costillas”, (59) nos dice en el poema V de la tercera parte . Pero no es tanto que la voz poética no renuncia a su Caribe, sino que su Caribe no renuncia a ella: la asalta, la despierta, es esa calabaza que por accidente se descuelga y deja escapar sus peces. Porque las raíces siempre vuelven, como esa ola que la voz poética advierte está cerca (“Vendrá la ola que está cerca” 8). Porque ellas pueden venir a nosotros como una tierra cartografiada y predecible, como un estudio de ADN,[2] o como un mar caribe, enraizado, doloroso, deseoso, humano. Lo que es cierto es que ellas siempre nos llaman, y que los muertos “buscan en la periferia del mar un gancho”. (56) Por eso es tan urgente este poemario, porque en sus palabras, en la boricua[3] transparencia de las voces que en él gimen, encontramos un gancho de sabiduría al que aferrarnos.

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[1] “Dicen, que fue tanta el agua que salió de aquella calabaza, que llenó toda la tierra, y con ella salieron muchos peces; y de aquí dicen que haya tenido origen el mar.” (3)

[2] Al comienzo del libro, la autora cuenta que en el 2011, y a pedido de un genetista amigo, se realiza un estudio de ADN que da cuenta “de porcentajes significantes de material genético de pueblo originario taíno y de material genético africano carabalí.” (sin paginación). Este hecho, explica la autora, “da vida a estas páginas.”

[3] “Boricua se llama el pez en arauco,” (7) explica la voz poética al comienzo del poemario. 

 

Silvia Goldman, uruguaya, radicada en Estados Unidos desde hace quince años. Poemas y artículos académicos suyos han sido publicados en revistas literarias de Latinoamérica, Estados Unidos y Europa. En el 2008 publicó su primer libro de poemas titulado Cinco movimientos del llanto (Ediciones de Hermes Criollo, Montevideo). En el 2016, la editorial Cardboardhouse Press publicó No-one Rises Indifferent to Sorrow, una selección de los poemas contenidos en la primera sección de dicho libro y traducidos al inglés por Charlotte Whittle. Es doctora en Estudios hispánicos por la Universidad de Brown y docente universitaria.