Banquetas: en Chicago y en la Ciudad de México.
Diferencias
Los hombres que realmente creen en sí mismos están, todos, en el manicomio.
—G.K Chesterton.
Quizá lo primero sean sus banquetas. La asunción de esos seres perfectos que se ciernen sobre nosotros son anuncios premeditados de una modernidad avasallante que habla, ante todo, de técnica y progreso humano. Las banquetas norteamericanas son las manifestaciones de un único molde repetido infinitas veces de una súper producción asombrosa, que lo mismo ha llevado a este pueblo a la Luna y a Marte que a esos espejos de cemento bien moldeados, curvilíneos, simétricos, asexuados. Son, por lo mismo, formas de asombro del desarrollo: repechos minúsculos que significan eficiencia, facilidad, higiene arquitectónica, optimización. Esas banquetas en esta tierra de modernidades nos lleva a nosotros, los latinoamericanos, a preguntarnos cómo es que este país —Estados Unidos— pertenece a nuestro continente y a nuestro tiempo histórico y si esas banquetas no están hechas por seres de cemento distantes pero modernos; fríos pero eficientes; diurnos pero misteriosos. ¿Es posible repetirlas en gran escala y ordenar su construcción —siempre perfecta, siempre erótica, siempre de vanguardia— en cada ciudad americana? ¿Cómo es esto posible? ¿Quiénes son estos que se atreven a jugarse dioses —repitiendo al infinito unas mismas medidas, una misma creación, una misma idea? ¿Habrán leído a Borges?
Cuando uno llega hablando español a Estados Unidos —no solo la lengua sino también la cultura—, son las banquetas en las calles la primer barrera que nos mortifica tanto como nos impresiona y, por tanto, el primer obstáculo que palpamos entre ellos y nosotros. Hay un Otro que se presenta a priori a partir de la arquitectura. Que el lector no me amoneste, pues no hablo desde la ignorancia: conozco bien las banquetas: en la ciudad de México, de donde vengo, las he tenido que sortear en múltiples ocasiones, no solamente cuando trabajaba como pasante de un despacho de abogados o de enlace administrativo en un par de instituciones dentro del Gobierno Federal mexicano, sino como un transeúnte que recorre ese caos sin el menor asombro. Contrario a sus pares norteamericanos, las banquetas mexicanas han sido dejadas a la naturaleza: no es extraño ver cómo las raíces de un árbol han roto el pavimento; ni tampoco ver el maltrato de tantas y tantas pisadas y ni siquiera imaginarse los aullidos nocturnos por los maltratos sufridos: el que camina por las banquetas mexicanas pisa una geografía de cordilleras y simas, valles prodigiosos y oquedades siniestras. En cambio, quien camina por las banquetas estadounidenses podrá encontrarse una planicie perfecta de homogeneidades innumerables. Por eso cuando llegué a Estados Unidos —después de recibir una carta de aceptación de la Universidad de Wisconsin-Madison para estudiar una maestría en literatura hispanoamericana— mis tobillos comenzaron a agradecer esas extensiones planas, como mesas, que le permitían a uno aproximarse a cualquier sitio sin preguntarse si podría caer o tropezar.
Quizá lo segundo sea el discurso político. Si en México es plano, homogéneo, asexuado —como las banquetas estadounidenses— en Estados Unidos es sinuoso, curvilíneo, peligroso —como las banquetas mexicanas—. En México, las opciones políticas son múltiples, pero iguales; en Estados Unidos son reducidas, pero contrarias[1].
Por otro lado, y para fortuna mía, el departamento de español de mi Universidad es una extensión latinoamericana de Latinoamérica. Un pequeño feudo en donde se resucita la calidez que el inmigrante busca, la cercanía del idioma, los recuerdos compartidos. Esto no es suficiente para sentirse en casa, por supuesto.
Estas banquetas tienen mucho que ver con la rutina que sigo todos los días: dar clases de español, atender clases de literatura, limpiar el departamento, lavar la ropa, lavar los platos, leer y tratar de escribir. Igual que ellas, lo que hago no cambia: presiento que es un síntoma de la norteamericanización latinoamericana a la que me veo expuesto todos los días. Es decir, me encuentro continuamente intentando balancear dos identidades que continuamente se me están negando y también afirmando. Irónicamente, ha sido aquí en Estados Unidos en donde he aprendido a defender mi idioma y mi identidad. Lo repito: esta es la nación de los iguales. Una nación que, sí, aplaude y a menudo le da la bienvenida a las diferencias pero también una nación que repudia de ellas. El discurso político pretende el aplanamiento cultural, la banquetización del inmigrante: ¿a quién le sorprende que el Partido Republicano repudie siempre al Otro: al inmigrante, al homosexual, al afroamericano? Es una sociedad multicultural dividida entre aquellos que miran las banquetas y las aprueban; y entre aquellos que miran las pisadas y las quieren iguales. La arquitectura del espacio público estadounidense grita homogeneización. Mientras que en México la desigualdad es obvia; en Estados Unidos la igualdad es un síntoma de exclusión cultural. Recordemos a Carlos Fuentes al hablar de las tensiones entre monolingüismo y bilingüismo:
Hay calcomanías en los automóviles en Texas: “el monolingüismo es una enfermedad curable”. Pero, ¿es el monolingüismo factor de unidad, y el bilingüismo factor de disrupción? ¿O es el monolingüismo estéril y el bilingüismo fértil? El decreto del estado de California declarando que el inglés es la lengua oficial sólo de muestra una cosa: el inglés ya no es la lengua oficial del estado de California[2].
¿Cómo conciliar como latinoamericano el ser recibido de brazos abiertos en una sociedad que acepta las diferencias y a la vez las niega? En Estados Unidos me siento latinoamericano porque solo aquí puedo afirmar mi identidad. En México eso no se puede: ¿cómo afirmarse lingüística o culturalmente cuándo todos los demás son como uno? Solamente en este país me he afirmado para reconocerme. Quizá todo viaje espiritual comience cuando uno se admite distinto. Tal vez los arcanos del pasado comiencen a desenredarse cuando nos veamos como un fardo de gente que siempre vino de otro lado. Y ha sido este país, el de la producción en masa, el de los grandes descubrimientos científicos, el de las guerras televisadas para espanto y deleite del espectador, del consumo mediático indiscriminado, de las rarezas sociales perennes, de la adicción ansiolítica a las estadísticas, de la competencia libre de ataduras, de las banquetas perfectas, el que me ha permitido contrastar el espacio cultural del que vengo con el espacio cultural en el que estoy. Soy abogado de profesión, escritor de vocación, latinoamericano por nacimiento, vivo en Estados Unidos por decisión.
Entre estos cuatro polos y en este choque histórico de dos culturales inconmensurables me encuentro yo: chiquito, insignificante, parcial.
Protesta contra Donald Trump después de sus comentarios racias. Foto: Chip Somodevilla/Getty Images
Desajustes
Quienes moralizan suelen ser los derrotados.
—Carlos Monsiváis
Vivo frente a un lago —Lake Mendota— igual de callado e íntimo como las horas monacales que paso escribiendo en este edificio de departamentos, en el piso 14, el más alto: de aquí veo el capitolio, una réplica del que está en Washigton D.C. y también ese cuerpo acuático que al igual que las banquetas sufre de monotonía. Se escucha el rumor de las olas del lago contra la orilla. Quizá todas nuestras historias sean monótonas, repetitivas, subterfugios aburridos que hacemos interesantes cuando nos confrontamos ante nosotros mismos y nos comparamos con los demás.
¡Qué paisaje tan diferente que el que me esperaba cada mañana en la ciudad de México! Aquí se disipa el caos y siempre se adivina el orden. Aquí, también, en esta mezcla profunda de identidades y de historias personales que pisan las banquetas, de cercanías y lejanías con los demás, comienzan a escucharse los tambores de una guerra política anunciada desde hace tiempo: desbrozando la bruma, con un discurso medieval insertado en una superpotencia contemporánea, Donald Trump me vino a recordar que el país de los inmigrantes por excelencia le teme a sus miembros inmigrantes. Esto no es nuevo. Me recordó cómo después de la Gran Depresión se repatriaron a miles de mexicanos y otros se fueron voluntariamente debido al clima antimexicano en Estados Unidos. Me recordó cómo en 1930 la legislatura de Arizona pasó una resolución apoyando la Box Bill que ponía a México dentro del sistema de cuota, es decir, el sistema para limitar el número de migrantes mexicanos que podían ir a Estados Unidos. La resolución apuntaba que los mexicanos contratados en Arizona, bajo salarios que permitían solamente sobrevivir a duras penas…
…llenan nuestros pueblos y ciudades, durante gran parte del año, con un ejército de desempleados en constante expansión, abusan de nuestra caridad, llenan nuestras instituciones penales, y muchos de ellos tienen enfermedades infecciosas y repugnantes, y miles de ellos están saturados con doctrinas bolcheviques, convirtiéndose, por tanto, en una amenaza y en un peligro real hacia nuestras instituciones y Gobierno…[3]
¿Este país, el de las banquetas perfectas, el de los automóviles que le ceden el paso al peatón también el país de la xenofobia, del rechazo al migrante, del temor inconmensurable de esa enfermedad tan terrible llamada esperanza? Este país está dividido. Hace llamados —por el lado de los demócratas— a la tolerancia porque es intolerante a la intolerancia: aquellos, con un discurso más inclusivo que sus pares republicanos quieren, sí, respeto a las minorías pero también una integración de las minorías al American Way of Life. Los conservadores, en cambio, son tolerantes a la intolerancia: parece que lo que buscan no es tanto expulsar a todos los migrantes sino únicamente a aquellos que no son vistos como aptos para adaptarse al modelo americano: es decir, los indocumentados. La legalidad se encuentra en las raíces profundas de este país y es vista como el primer escalafón de aculturación. Al migrante sin papeles no se le teme por venir de afuera sino más bien porque su condición está vaciada de cualquier discurso legal: no posee un Social Security Number, no paga impuestos: no es como nosotros, no se le puede vigilar. De ahí vienen cualquier clase de paranoias.
En el trasfondo del political correctness se encuentra el sueño de la disolución de todos en Uno. Adoptar las costumbres estadounidenses y una perfecta simbiosis con el medio ambiente estadounidense es la esperanza liberal y el fin del odio conservador. Por ello también este país es el lugar de los folletos: el de qué hacer en caso de incendio, de abuso sexual, de terremoto, de ataque terrorista, de problemas con el proyector en clase, de hacer suposiciones sobre el origen de los alumnos, de encontrar una mochila sin dueño, de cómo encontrar la sección de ficción latinoamericana en la biblioteca. Lo que se busca es una respuesta totalizadora, que todo lo abarque: las banquetas estadounidenses son el ejemplo de una ideología que clama por encontrar soluciones que a todos satisfagan. El “problema de los migrantes” requiere de solución porque esta es la sociedad de las respuestas, de la optimización, de la facilidad, de lo eficiente. Cuando llegué, tenía ya un catálogo de palabras prohibidas, había imaginado situaciones en las que salía airoso de un evento incómodo relacionado con tensiones raciales, estaba preparado para recibir algunos embates nacionalistas. Por supuesto, exageré: mi condición de escritor me lo reclamaba.
La pequeña ciudad a la que llegué parece más interesada en los juegos de fútbol americano, en la Universidad como experiencia y ya no como necesidad, en reclamar los puestos de los rankings nacionales que la ponen como la mejor ciudad para hacer deporte o para vivir, etcétera. Y yo no puedo evitar preguntarme si este país, esta ciudad, estas banquetas, pertenecen al mismo espacio y al mismo territorio. Si este lugar donde ahora vivo es el del periódico The New York Times, que el 16 de junio de este año publicó un análisis de los candidatos a la presidencia, en el cual se mostraban las debilidades y las fortalezas de cada uno, logrando que se articulara un mensaje bastante coherente —o eso parecía— de escaleras y cloacas: puntos de oportunidad que tendrían que aprovechar y espacios de desatención que tenían que evitar[4].
A Donald Trump, por supuesto, no le auguraron ninguna victoria y ni siquiera un atisbo de oportunidad. Los presagios del periódico quedaron derribados apenas unos meses después. Los mexicanos quedamos guillotinados y sorprendidos. No estábamos enterados que Donald Trump es el engendro de un partido político que a últimas fechas domina el miedo con la sutileza de la esgrima. Y es que algunos electores conservadores norteamericanos pertenecen a un eslabón que los periodistas del New York Times no pudieron concebir: ese tipo del que habla Juan Ramón García en su libro Operation Wetback[5], influido por los medios de comunicación:
Ellos (los medios de comunicación) lamentaban los muchos males de la entrada ilegal de inmigrantes, diciendo que el espaldomojadismo era el responsable del aumento de tasas de enfermedad, crimen, tráfico de drogas, incremento exacerbando de los costos del bienestar, y la infiltración de elementos subversivos. (…) Lo que quedó grabado en la mente del público fue una imagen distorsionada de los inmigrantes como personas pobres, hambrientas, miserables, y siniestras que venían a invadir a Estados Unidos. Generalmente, los medios usaban términos como “horda”, “ola”, “invasión” e “ilegal” para describir a los migrantes[6].
Donald Trump ha sabido explotar este miedo primigenio del Otro, que Estados Unidos arrastra como fardo que divide y electrifica. Bobby Jindal, gobernador de Louisiana y candidato republicano, dijo algo interesante:
Hay que dejar de tratar a Donald Trump como un Republicano. Si fuera realmente un conservador y estuviera 30 puntos arriba, yo lo apoyaría. Él no es un conservador, no es un liberal, no es un demócrata, no es un republicano, no es un independiente: él cree en Donald Trump[7].
Jindal tocó la fibra más sensible de esta nueva política moderna, que más bien es tanteo de encuestas y no tanto de pilares ideológicos profundos. Se asemeja más a esa caracterización post-política bio-política que Slavoj Žižek incluye en su libro Violence:
Es claro cómo estas dos dimensiones se traslapan: cuando uno renuncia a las grandes causas ideológicas, lo único que queda es la administración eficiente de la vida…o casi. Esto es: la administración a través de los expertos, despolitizada y socialmente objetiva, y la coordinación de los intereses como el nivel cero de la política, han logrado que lo único que implanta pasión en este campo, para movilizar activamente a las personas, es el miedo, el contenido básico de la subjetividad actual[8].
Miedo que los republicanos habían ya inoculado con sencillez de ornamento (recordemos la política de George W. Bush respecto a los países que conformaban el eje del mal) pero que no habían llevado a sus últimas consecuencias, pues Bush hacía referencia a naciones en concreto, no del todo objetivadas en la mente del electorado, pues la narrativa televisiva mediaba entre el telespectador y su miedo. Aquello ocurría en otro espacio, a millas innumerables, a un facsímil abstracto del mal. Donald Trump se ha acercado a la realidad hasta tocarla esgrimiendo un mundo dual y maniqueo: el miedo, para funcionar, requiere de chivos expiatorios. En este caso: los mexicanos, la inmigración, el lenguaje[9]. ¿Puede ser que este país, el de los servicios expeditos, el de la ciudades ordenadas, el de las banquetas aburridas, el mismo que condena con furia la avalancha humana que viene del sur?
Explica el intelectual francés Rene Girard que la violencia es esencialmente mimética y que ésta surge a partir del comportamiento de dos individuos que desean el mismo objeto. Este conflicto se resuelve mediante el efecto de los chivos expiatorios:
Por el efecto del chivo expiatorio me refiero a ese proceso extraño a través del cual dos o más personas se reconcilian a expensas de un tercero que aparece como culpable o responsable de lo que sea que aflige, perturba o espanta a los que expían. Se sienten aliviados de sus tensiones y pueden reunirse como un grupo armónico[10].
Es decir: el partido republicano ha logrado una mimesis del miedo en donde la desinhibición racista y xenófoba de Donald Trump no es más que la conjunción de dos procesos en principio separados: es decir, la despolitización de la política a través de su administración higiénica y su consciente y consecuente falta de ideología; y el ritual social de asignarle a ciertos grupos sociales la condición de chivos expiatorios de las tensiones americanas. Los republicanos que quieren la cabeza de Donald Trump tienen que repensar lo que dicen: el magnate es su Frankstein personalísimo, producto de una larga batalla de desinformación y de miedo. El alumbramiento de Trump tiene, además, un componente retórico: a éste no le interesa complicarse demasiado. Su narrativa a expensas de la complejidad no deja lugar a dudas: de un lado están los que deben ser temidos y, del otro, nosotros, los que tenemos que ser resguardados. Los que se quedan detrás de la frontera. Como escribe Jorge Volpi:
La frontera es, pues, un freno y un incubador de deseos. Si alguien nos impide la entrada en sus dominios, ha de ser porque la vida allí es mejor o menos dura. Por paradójico que resulte, esta tentación de alcanzar lo prohibido ha dado lugar a la creación de todo tipo de mitos y leyendas y ha sido el principal impulsor de la ciencia, el arte y la literatura. Azotada por su voluntad de saber, nuestra especie parece dispuesta a arriesgarlo todo, incluso la libertad o la vida, con tal de entrever lo que se oculta tras las sacrosantas murallas erigidas por nuestros vecinos[11].
Volpi tiene razón, aunque ve una sola parte de esta dualidad: pues si la frontera es espejo en el que tanto el que excluye como que el la traspasa se reflejan, la “invasión” de ese espacio sagrado escondido entre murallas imposibles esconde a mirones que se preguntan cuál es la condición del que cruza. La bienvenida no es siempre agradable. El que erige murallas teme algo: el que crea banquetas iguales pretende también homogeneizar a quien las pisa. El acto de cruzar la frontera busca deponer actitudes y cambiarnos los ropajes. Especialmente cuando uno cruza la frontera con Estados Unidos, centro del capitalismo que todo lo arrasa, todo lo utiliza, todo lo aplana. Algo así dice Pierre Clastres al establecer que si bien toda cultura es etnocéntrica, solamente la occidental es etnocida[12]:
El Estado se pretende y se autoproclama centro de la sociedad, el todo del cuerpo social, el señor absoluto de los diversos órganos de ese cuerpo. Se descubre así, en el corazón mismo de la sustancia de Estado, la potencia actuante de lo Uno, la vocación de negación de lo múltiple, el horror a la diferencia.
Más adelante:
¿Qué contiene la civilización occidental que la hace infinitamente más etnocida que cualquier otra forma de sociedad? Su régimen de producción económico, justamente espacio de lo ilimitado, espacio sin lugares en cuanto que es negación constante de los límites, espacio infinito de una permanente huida hacia adelante. Lo que diferencia a Occidente es el capitalismo en tanto imposibilidad de permanecer de este lado de la fronteras, el que sea pasaje más allá de toda frontera; es el capitalismo como sistema de producción para el que nada es imposible, sino el tenerse a sí mismo como su propio fin…[13]
Aquí yacen los pozos profundos de la contradicción americana: un país de migrantes, multicultural, que busca igualarlos a todos, suprimir las diferencias. Republicanos y Demócratas quieren, en el fondo, lo mismo, y no porque su discurso político sea exactamente igual —sabemos que no es así— sino porque el sistema en el que se encuentran insertos no les permite otra cosa. Los Demócratas son inclusivos pero ingenuos, pues al migrante se le invitará a hacerse igual; los Republicanos son excluyentes pero hipócritas, pues al migrante se le forzará a hacerse igual. Los indocumentados son los únicos a los que no se les da la oportunidad de aculturación porque sin legalidad no existe la certeza de su vigilancia.
¿Cómo este país, el de las grandes marcas mundiales, el de las mejores universidades del mundo, el defensor de la democracia en el orbe puede ser el mismo que el de Trump? El mismo Barack Obama reconoce que las cosas tienen que hacerse a través de reglas y procesos[14]. El Presidente no niega el espíritu de lo legal. ¿Qué es, entonces, lo que los Republicanos buscan con este discurso? Quizá lo que Žižek identificó como la debilidad política de las ideologías actuales: movilizar. Intencional o no intencionalmente, Donald Trump dio en el corazón de las aspiraciones y de los sueños de los xenófobos. Por fin alguien que habla nuestro idioma de puntos y comas, por fin un candidato que reconoce que nuestros trabajos están amenazados, por fin alguien que ve la contaminación obvia de nuestra lengua y de nuestro modo de vida. El problema es que esta narrativa es recíproca, pues así como Trump y los republicanos han conseguido energizar las bases conservadoras, el miedo de las minorías también se intensifica, lo que puede provocar un choque electoral como nunca lo hemos visto. Los hispanos y los demás grupos minoritarios saldrán a votar como nunca antes.
Žižek no se dio cuenta que el miedo también puede ser una virtud. Los cínicos purgatorios de los republicanos pueden no tener como destino La Casa Blanca. En un país en donde el español continúa creciendo y las culturas latinoamericanas en franca expansión, el discurso de Trump es atractivo para los que piensan que la Historia niega sus complejidades y nos devuelve un espejo en blanco y negro en donde es fácil señalar a los culpables. Los pesticidas que propone Trump, tan transparentes en su racismo, pueden convertirlo a él en el chivo expiatorio de los republicanos si la caída de los conservadores es lo bastante estrepitosa.
Este país que veo desde mi ventana, tan complejo, tan insípido pero tan profundo, tan abocado a la producción de lo mismo, me pega en el pecho y me insiste en su pureza. Su arquitectura me habla al oído y no me parece ni insolente, ni siniestra y sí profiláctica y sí kilométrica y sí laberíntica. Al igual que el discurso de Trump, las banquetas norteamericanas no se complican: tienen una única función y la hacen bien.
¿Para qué ponernos a elucubrar sobre lo que significan? ¿Hay algo así como una semiótica de la arquitectura y sus efectos en los habitantes de algún país? ¿Son las banquetas otro tipo de frontera: la cotidiana, la que nos recuerda que la pedicura de un país es mejor que la de otro?
Non-Citizen Visitors. Foto: Chris Steward
Consecuencias
El triunfo de las demagogias dura poco. Pero las ruinas son eternas.
—Charles Péguy.
Es una mirada que no puedo olvidar: un desequilibrio en los ojos, vaciados de pudor, descubiertos en su totalidad. Me encontraba en la ominosa fila para acceder a Estados Unidos: migración. Para quien ha experimentado lo que esto significa, le vendrán a la mente ciertos temores y temblores involuntarios de verse impelido a entrar. Estos miedos se exacerban sobre todo si uno nunca lo ha intentado. En el fondo, sin embargo, toda experiencia es indescriptible en su totalidad. Aun así, el papel de la literatura sigue siendo indispensable para permitirnos elucubrar las sensaciones ajenas. Por eso aquella mirada de mi compatriota mexicano cuando le tocó el turno para hablar con el oficial de migración que te pide que pongas cuatro dedos en una máquina que expide una luz verde, y después el pulgar, y después los otros cuatro dedos, y después el pulgar. Por eso —por los temores que nos reptan, por las formas en que nos masacran— primero volteó a todos lados mordiéndose el labio y agarrando su mochila con fuerza. No entendía nada, no sabía hablar inglés. No puedo olvidar esa mirada perdida, de no saber lo que sucede: el oficial de migración balbuceando palabras en español, desesperándose, suspirando; mi compatriota moviendo las manos, señalando adónde él creía que estaba México. La mirada del mexicano que oprime los labios y no sabe qué más decirle. El oficial que se levanta de su asiento y pregunta si alguien habla español. Este escritor que levanta la mano pero es ignorado. Una adolescente que se acerca y dice que ella habla español, yes sir, yo le puedo traducir lo que mi compatriota le quiere decir. La cara del mexicano que se relaja pero que sigue roja como lata de Coca-Cola. Unas cuantas preguntas y después el siguiente. O sea, yo. Me dice el oficial que a qué vengo a este país. Le entrego, triunfante, mi forma I-20 que declara que me han aceptado en una Universidad. En la esquina superior derecha de la I-20 dice: U.S. Department of Justice. ¿Qué puedo temer ante este monigote qué me pregunta: What do you study si tengo la imbatible forma I-20 que le está diciendo al oficial que vengo a su país a enseñar, profesión tan noble?Y yo le digo: Hispanic Literature y él revira: But you already speak Spanish! That’s not fair! Y yo no puedo dejar de preguntarme qué para quién es not fair, si para mí el venir a estudiar literatura hispánica a Estados Unidos, para mis compañeros que no hablan español como lengua materna o para él que no habla bien español. Después de pasar esa aduana que para algunos resulta prueba de vida o muerte, salgo a la calle y busco mi camión. No lo encuentro. O sí, pero a la distancia: se acaba de ir. Tendré que esperar otra hora, sentado en la calle, viendo cómo se comportan los estadounidenses: qué hacen, qué hablan, cómo se mueven. Raza solar que ha construido un imperio que orbita a su alrededor.
Y en esta espera me doy cuenta que estoy sentado en una cómoda banqueta. Y en esta espera me doy cuenta que la banqueta del otro lado de la calle es igual que ésta. Y en esta espera me doy cuenta que todas las banquetas americanas son iguales. En esta espera, en fin, me doy cuenta que las fronteras son tan invisibles como queramos verlas y que irnos es, quizá, otra forma de llegar. A nosotros mismos.
En esta espera me doy cuenta, en esta espera que me entra como flecha, que mi identidad no es intercambiable y que, por eso, soy feliz.
Postal de Lake Mendota en Madison, Wisconsin.
Bibliografía
Žižek, Slavoj, Violence, Picador, pág. 40, 2008, EUA.
Girard, Rene, Mimesis and Violence: Perspective in Cultural Criticism, Berkshire Review 14 (1979), pp. 9-19, EUA.
Clastres, Pierre, Investigaciones en antropología política, Gedisa, 1981, España.
Sam no es mi tío: veinticuatro crónicas migrantes y un sueño americano. Eds: Diego Fonseca, Aileen El-Kadi, Alfaguara, 2012, EUA.
Ramón García Juan, Operation Wetback: the mass deportation of Mexican undocumented workers in 1954, Greenwood Press, 1980, Inglaterra.
Fuentes, Carlos, El espejo enterrado, Alfaguara, 2010, México.
D.A. MacKaye Sussanah, California Proposition 63: Language Attitudes Reflected in the Public Debate, Annals of the American Academy of Political and Social Science, Vol. 508, English Plus: Issues in Bilingual Education (Mar., 1990), pp. 135-146, EUA.
Kiser, George y Silverman, David, Mexican repatriation during the Great Depression, The Journal of Mexican American History, Vol. III, 1973, EUA.
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[1] Luego están las pequeñas diferencias. Cuando llegué a Estados Unidos no pude evitar fijarme en cómo la ropa no es un distintivo social en este país, pero sí en el mío: quien avance por México podrá asignarle un estamento socioeconómico a la mayoría de las personas solamente a través de las marcas que porta. En Estados Unidos esto es imposible: es el país de los iguales.
[2] Fuentes, Carlos, El espejo enterrado, Alfaguara, 2010, pág 451, México. Carlos Fuentes se refiere a la California Proposition 63. Sussanah D.A. Mac Kaye explica en el resumen de su investigación: “En las elecciones de noviembre de 1988 tres estados -Colorado, Arizona y Florida- aprobaron medidas para hacer del inglés la lengua oficial de esos estados. Estas victorias fueron precedidas por la aprobación de la Proposición 63 de California. Ésta reformaba la constitución local y declaraba al inglés como única lengua de California, y le encargaba a la legislatura y a los funcionarios estatales la preservación y el realce del inglés como la lengua del estado de California”. Cfr. D.A. MacKaye Sussanah, California Proposition 63: Language Attitudes Reflected in the Public Debate, Annals of the American Academy of Political and Social Science, Vol. 508, English Plus: Issues in Bilingual Education (Mar., 1990), pp. 135-146, USA. La traducción es mía.
[3] Kiser, George y Silverman, David, Mexican repatriation during the Great Depression, The Journal of Mexican American History, Vol. III, 1973, pag. 139, EUA.
[4] http://www.nytimes.com/interactive/2015/06/16/us/elections/donald-trump.html?_r=0. Revisado el 9/20/2015.
[5] “Operation Wetback” empezaría el 17 de junio de 1954 con el objetivo de expulsar a mexicanos indocumentados de los Estados Unidos. Desde conflictos laborales hasta raciales, las razones que expone Juan Ramón García en su libro para llevar a cabo esta operación son múltiples. Según el propio autor: “De acuerdo a un reporte publicado el 29 de julio de 1954, las aprehensiones habían llegado a su punto más alto durante la primera semana de la operación con un promedio diario de 1,727 migrantes ilegales aprehendidos. Para el 27 de julio, un total de 52, 374 ilegales habían sido aprehendidos y expulsados.” Ramón García Juan, Operation Wetback: the mass deportation of mexican undocumented workers in 1954, Greenwood Press, 1980, pág 193, Inglaterra.
[6] Ibid, pág. 144.
[7] https://www.youtube.com/watch?v=FoTH25BgcsQ. Revisado el 9/20/2015.
[8] Žižek, Slavoj, Violence, Picador, pág. 40, 2008, EUA.
[9] https://www.youtube.com/watch?v=eNjcAgNu1Ac. Revisado el 9/20/2015.
[10] Girard, Rene, Mimesis and Violence: Perspective in Cultural Criticism, Berkshire Review 14 (1979), pp. 9-19, EUA.
[11] Volpi, Jorge, Sam no es mi tío: veinticuatro crónicas migrantes y un sueño americano. Eds: Diego Fonseca, Aileen El-Kadi, Alfaguara, pág 249, 2012, EUA.
[12] Dice Clastres: “Se admite que el etnocidio es la supresión de las diferencias culturales juzgadas inferiores y perniciosas, la puesta en marcha de un proceso de identificación, un proyecto de reducción del otro a lo mismo…”. Clastres, Pierre, Investigaciones en antropología política, Gedisa, pág 60, 1981, España.
[13]Ibid. pág. 63.
[14] https://www.youtube.com/watch?v=6A8TiUpKDVg. Revisado el 9/20/2015.
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Guillermo Fajardo (Acapulco, Guerrero, 1989) es escritor. Cuenta con tres novelas publicadas y un libro de cuentos. Ha escrito en medios impresos y electrónicos como Gaceta Frontal, Animal Político, Revista Replicante y El Mundo del Abogado. En 2014 ganó el concurso de reseñas de la Revista Nexos. Vive y estudia en Estados Unidos. Alimenta un blog personal y otro en Proyecto 40.
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