Noche con mis tíos Elíades y Barbarito


Un concierto de Gigantes. Foto: Carolina Herrera

  

Después de ocho años de adicción a Facebook, por fin encontré el ‘high’ que prometía. Uno de mis amigos virtuales manifestó interés en ir al concierto de Elíades Ochoa y Barbarito Torres en el Old Town School of Folk Music y apareció en mi muro. Emocionada, compré los boletos inmediatamente. Ha sido el concierto más importante de mi vida, no sólo por la maravilla de escuchar a estos colosos de la música, sino porqué —como muchos— llevo a Cuba en la sangre; pero como a todos los amantes de la buena música, me mueve las entrañas.

Dos de los grandes de Buena Vista Social Club, aparecieron en el escenario en compañía de sus maravillosos músicos como si estuvieran saliendo al patio del vecino a cantar. Elíades nos recibió con un “Buenas noches, familia”, echándose al público al bolsillo sin haber siquiera acariciado la guitarra. Así es el cubano: querendón y optimista. El optimismo del guajiro que cultiva su tierra y lo único que desea es casarse, como dice “El carretero”, canción con la comenzó el concierto ante la advertencia de que tocarían algunas canciones muy conocidas, otras conocidas y otras no tan conocidas, y aun así, todas ellas tuvieron al público ‘bailando con el trasero pegado al asiento’ las casi dos horas que duró la velada.

Eliades Ochoa no sólo deleitó al público con su maestría como guitarrista, se entregó al público como ese tío favorito, rebosante de sabiduría, que llega a tu casa y te cuenta las historias más encantadoras. Con nostalgia, advirtió al público que ‘después de que uno nace, no queda más remedio que crecer’, como si no quisiera que la vida se le acabara para poder seguir tocando la guitarra, y luego regalarnos el “Son de la Loma” que dice: “Mamá yo quiero saber, de donde son los cantantes, que los encuentro muy galantes y los quiero conocer, con su trova fascinante que me la quiero aprender”.

Barbarito Torres, con su franca y perpetua sonrisa, desplegó su pericia con el laúd al invitar a su esposa al escenario a que le sostuviera el instrumento en la espalda y poder tocarlo ‘al revés’, dejando constancia de que un buen músico ha de servir a dos amos.

En un pequeño homenaje a Compay Segundo, Elíades afirmó que “Chan Chan” ya no era de Compay, sino del mundo. El optimismo continuó siendo el tema cuando tocaron “Estoy como nunca” y “El Cuarto de Tula”. Un optimismo que se refleja en su música como un pretexto para convertir la tragedia de la pobre Tula, en una canción que es capaz de hacer  bailar a un muerto. Para el cubano, cualquier cosa sirve de pretexto para cantar y expresar la alegría que lleva dentro y, si es músico, ‘aventarle las maracas’ a todo lo que se deje: la tristeza, el amor, la derrota y hasta la geografía de la isla, aludiendo con frecuencia a su entorno: Santiago, Siboney, La Habana.

Para cerrar con broche de oro, tocaron el himno nacional de Cuba, también conocido como “Guantanamera” con esa alegría genética de los cubanos que les ha permitido seguir cantando y bailando a pesar de Fidel Castro, mientras el público aplaudía y a coro invocaba a esa ‘¡guajira guantanamera!’ La apoteósica ovación no se hizo esperar en el pequeño teatro de The Old Town School of Folk Music que permitió que un concierto de gigantes, pareciera más una noche en familia.

 

 

Carolina Herrera Guerra nació en Monterrey, Nuevo León en 1967. Obtuvo una licenciatura en Ciencias Jurídicas y al poco tiempo fue asimilada al Servicio Exterior Mexicano en el Consulado General de México en Chicago como Representante del IMSS. Al término de su comisión se dedicó a la traducción y desde entonces no ha dejado de teclear. En el 2012 comenzó a escribir un blog la historia en el que cuenta la historia de Eugenia, una mujer atrapada en sus pensamientos. El año pasado decidió dedicarse de tiempo completo a escribir y ha complementado el blog con algunas reflexiones. Este año publicará su primer novela basada en la historia de Eugenia. Carolina ama los libros, el cine y una buena plática acompañada de un café. Vive en Chicago con el hombre más paciente del mundo, tres personas que le dicen ‘Mamá’ y Chester, el único ser que la deja hablar a sus anchas.