Notas sobre el teatro mojado y el activismo


Ensayo de Allá en San Fernando puesta en escena por Colectivo El Pozo. Foto: El BeiSMan

Una idea que circulaba a mediados del siglo XIX tenía que ver con la creación de cierta jerarquía del quehacer humano. En la base de la pirámide se ubicaba lo funcional, es decir, la economía, eso que nos ayuda a cubrir los gastos del diario vivir. En un escalón más arriba se ponía lo vital, en otras palabras, la alimentación, el vestido, la vivienda, el ejercicio físico y el uso del tiempo libre. Enseguida se colocaba lo estético, como indicando que si un hombre o una mujer tenía consciencia de la belleza sería también consciente de lo vital y lo funcional. El peldaño siguiente, y reduciendo el ancho de la pirámide, correspondía a lo ético, a un sentido profundo de lo correcto o de lo equivocado de nuestros actos. Y finalmente, el vértice se cerraba con lo místico, o sea con el acercamiento a la totalidad.

Los que en la actualidad se dedican al teatro o a la danza, desde luego se ubican en el peldaño de lo estético. Está claro que tienen que pagar las cuentas de la luz y del gas y que tienen que comer saludablemente. Pero su trabajo teatral o coreográfico nos hace visible la belleza de un árbol, de la noche o de un perfil de mujer, así como de situaciones que son desagradables,  por ejemplo, la enfermedad y la muerte. Lo mismo se podría afirmar del trabajo de un pintor, un músico, un poeta o un escultor, esos que logran ver salir de los escombros las mariposas.

El activista está (o debería estar) en un escalón superior. Por la naturaleza de su labor se halla en el recuadro de lo ético. Ha mirado lo funcional y se conforma con una economía que le sea suficiente para cubrir lo vital. No se excede. Asimismo se ha construido una estética y ha logrado ir más allá; se encuentra próximo del peldaño del que “muere porque no muere”. Gracias a su capacidad para mirar tiene una idea de cómo deben ser las cosas. Su esencia es mirar y actuar. Noam Chomsky afirma “que los activistas son los que han conseguido los derechos que gozamos”. ¿Cuál es la relación del que se dedica al arte y del que se dedica al activismo?  En la década de los veinte en el Perú los poetas se nutrían del activista e intelectual José Carlos Mariátegui. En los años sesenta en Estados Unidos los artistas recibían luz de los líderes de los movimientos políticos: de Malcolm X a César Chávez a Dorothy Day, por citar sólo algunos.

Se dan los casos en que un artista es diestro en el activismo o que un activista tenga talento como músico. Cabe el caso del neoyorquino Pete Seeger y su banjo folklórico. ¿Y quién puede negar que Martin Luther King además de líder era poeta? En el entorno del inmigrante latino de Chicago también ocurre que un pintor, apoyado por un grupo de aprendices, plasma un mural y hace activismo. De lo que no hay duda es que el activista, si es activista, nos ofrece constantemente una estética y una ética. Informado y sensible, crítico constante, es un monje del desarrollo social. Pisa las trampas del sistema económico imperante (competencia por fondos de fundaciones, cooptación gubernamental, protagonismo), pero siempre, como buen pez, sabe escabullirse.

El artista ha aprendido a lidiar con su vacío; el activista no sólo sabe lidiar con el vacío propio sino con el de lo demás. Intuye que la consciencia no es algo meramente individual. La consciencia de uno es la de todos.

Se dice que la crisis de nuestros días es espiritual y nos pega a todos. Presenciamos la concentración del poder en el uno por ciento, el rescate de los bancos, el triunfo de Trump, el surgimiento de nuevas guerras, la privatización de los sistemas educativos, el antiinmigrantismo, la destrucción del medio ambiente, el consumismo, etc. El mundo es rehén de la voracidad de tres docenas de corporaciones, y los que vivimos en los países ricos somos sus principales clientes. Víctimas acaso, pero clientes. Abundan los libros y los documentales que pintan una situación apocalíptica. Siguiendo nuestro esquema piramidal, podríamos hablar de una crisis que cruza lo económico, lo estético y lo ético y se ubica en el vértice de lo religioso.

¿Cómo entendemos lo espiritual o religioso sin caer en los dogmas? Porque todo suena a receta ya superada, a canción que pasó de moda, a consigna que perdió fuerza. Los más participamos de la democracia electoral cada cuatro años; los menos, además de las urnas, en una manifestación o un picket line por año. A la democracia la desvinculamos de la vida cotidiana, del gusto o disgusto por el trabajo, del disfrute de los espacios públicos, de la creación real y efectiva de una comunidad. Una democracia electoral es, ya lo sabemos, una democracia patito. Acaso la única salida sea objetar el confort y cuestionar a fondo lo que hemos entendido como democracia.

Todos hemos participado, en mayor o menor medida, de la actual crisis. ¿Quién en Estados Unidos no ha adquirido deuda con un banco por treinta años para comprar su casa? ¿Qué joven no se ha endeudado con una universidad, con un auto, con su tarjeta de crédito? La deuda nos ata al acreedor y muchas veces nos obliga a seguir laborando en empleos que no satisfacen. Y el único alivio es el consumo de productos innecesarios, que incluye espectáculos, viajes y cosas. Muchas cosas, materiales o virtuales, de lo que Zymunt Bauman llamó “modernidad líquida”. ¿No se acumuló la riqueza en el uno por ciento porque no supimos mirar nuestra infortunio cotidiano? ¿Y Trump no ganó por lo mismo? ¿Los que simpatizan con él (en secreto o abiertamiente) no dirigen aún su desdicha hacia las minorías? ¿Y los que disentimos no hemos optado por distraernos?

¿Qué reportan los portavoces oficiales de los bancos y las corporaciones, o sea los medios de comunicación? En los días que corren de este 2018, escuchamos en la radio y la televisión los casos de acoso sexual de las celebridades, la intervención rusa en las últimas elecciones, los tuits de Trump, mas oímos poco de la irresponsabilidad del pueblo estadounidense por haberlo elegido. Queremos creer que no fue gran cosa, que la sociedad se rige por la macroeconomía. Y si ésta marcha bien…

Hay un Trump externo, empresario voraz, celebridad de la tele, político inescrupuloso, etc., que llegó a ser presidente. Y en cada uno de nosotros hay un Trump interno. Es como si el presidente con toda su cadena de éxitos se hubiese convertido en lo ideal mientras que la realidad es una vida sin movibilidad social, llena de deudas, muchas veces sin un sentido de la belleza ni del simple disfrute del vivir. Enfrentamos, me parece, una crisis que tiene que ver con un modelo de vida y no hallamos la forma de verbalizarlo.

Esta crisis la enfrenta la ama de casa cuando ve que su esposo tiene que conseguir otro empleo para pagar la colegiatura; también el docente que se ve obligado a enseñar en dos o tres lugares; el obrero cuando pierde sus ahorros al caer enfermo en un hospital; la profesionista cuando se entera que se usará el dinero de sus impuestos para construir un muro fronterizo y más armas nucleares; el hijo de inmigrantes que abandona la lengua de sus padres para triunfar en un mundo moldeado por las corporaciones.

El artista enfrenta dicha crisis cada vez que se siente corto de miras al plasmar una línea en el lienzo o al decir un parlamento en el escenario. Y lo enfrenta el activista cuando se siente rebasado al subir al estrado durante una manifestación o al hablar con un grupo de jornaleros. Urge verbalizar la crisis.

¿No será éste el momento en que se deben romper paradigmas ideológicos y generar el diálogo entre artistas y activistas? Y desde la ética y el arte convocar a los otros sectores de la sociedad.

En Chicago, en nuestros tiempos, el activista no podrá verbalizar la problemática actual sin retroalimentarse de los pintores, los poetas y los músicos. El artista no tocará tierra ni alcanzará el fuego sin conectarse con el activista y con las luchas que éste intenta librar.

No estamos ante el paso del capitalismo al socialismo, ni de la globalización a la desglobalización. La salida, creo, es el de tener una sociedad meditativa, cuestionadora, que observe y se observe y que por supuesto verbalice y actúe. Es la hora de los activistas.

¿Y dónde quedaría el Teatro Mojado? Espera, querido lector, la segunda parte del artículo.

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Raúl Dorantes. Llegó a Chicago a finales de 1986. Desde 1992 se ha dedicado a la publicación de revistas culturales: Fe de erratas, Zorros y erizos, Tropel, Contratiempo El BeiSMan. En la actualidad es director del Colectivo El Pozo y es autor de la novela De zorros y erizos.  Ars Communis Editorial publicó su colección de cuentos Bidrioz y recientemente publicó su segunda novela: El blues de Roma.