Poemas de Ethel Barja

 

Eco en vela

 

Ir por la falange despacio, atravesarte, 

como un alpinista al borde de una costra. 

Devorar una que otra oración no por saciedad, 

por malicia. 

La destreza duerme en los paladares, 

hierve entre las preocupaciones dentales 

y se hace dura simulando pretensiones serias.

Crío este equilibrio en el fondo de una botella, 

abismo al que despierto en el delirio, 

y veo los cadáveres incendiados que vuelven el rostro 

y dejan expuestas sus lenguas de fuego, 

lenguas entrecruzadas de vértigos coleópteros, 

la roja pulpa de un mal sueño,  

ojo del paso estacional de los seres afiebrados, 

el vagabundeo de su hambre,

la cerca de sus huesos. 

Veo el lomo de la manada como una pieza indestructible, 

mi reflejo en la fuente seca,  

en la garganta deshabitada de la ira propia.

 

 

insomnio

 

Te escribo, oreja de tiempo,

a ti te escribo,

piel temprana

cuando el filo de la luz es un extraño gesto.

En cada paso en la claridad una sombra me da la espalda

se desviste en silencio, como después de la llovizna

y su borde extiende el brazo, limpia mi frente.

A veces escalo las luces

hasta tu centro desierto

y bebo como un pez extraviado

en tu vientre estanque,

memoria líquida

donde mis agallas se reclinan.

A veces escalo las luces,

abrazo el centelleo más sólido,

densidad de tu torso dormido,

gravedad que me pronuncia.

 

Erguidos ante el viento.

El calor de mediodía nos da tregua.

Se muestra el tiempo como permutación absurda.

Detrás de cada rostro

ensayos de catalepsia.

Vuelvo a soplar tus huesos,

a caer de pie sobre tu pupila.

Te deslizas como grito ahogado.

Danza coral en el entramado de tu pecho,

destrucción lenta del macizo sueño,

del ensimismamiento detrás de las aceras,

de sus abismos encubiertos,

cenizas, fin de trayectoria.

Una palabra que se enfría y cae.

Desintegración de los nombres,

hacia las bocas descienden

hacia los ahuecados peldaños de piel.

La grieta en el sueño nos observa.

La asfixia de los brazos.

El sol camina adentro

trenza la noche.

Los pedazos de luz cercan las membranas.

Las palabras aprendidas retroceden.

Dibujo ese rostro.

Su figura incompleta abre los ojos.

 

Te ordeno, ausculto tu cráneo,

lavo con esmero la nostalgia,

la fijo en la red en pedazos.

Ausculto tu cráneo.

Nostalgia de escamas.

El contacto con las redes.

La circulación que se aleja.

Tu cráneo de barro al borde del templo.

En la danza del naufragio,

la belleza del yo tan lejos de sí.

El ojo que se espera delante de los espejos.

Desaparición y encuentro con el afuera.

 

Te guío con mis ojos ciegos

y tus miedos se repliegan.

A veces deben abandonarse las ventanas,

su marco apetitoso,

su intermedio cálido.

Abrazas la visión discontinua.

No es un paso en falso

reclinarse sobre un suelo movedizo

o despertar con el sobresalto en la frente.

Este suelo está vivo,

como tu sangre que avanza.

Te guío con mi ceguera en flor

para que abras esa sombra en tu pecho,

veas la garganta despejada de la noche,

y sobre el suelo encendido

eleves tus pasos a la danza;

porque más ojo entonces verás

la fuga de este territorio

como la fuga de la firmeza simulada,

la huida del mortal aburrimiento;

y seguirás mis cuencos desolados

hacia los inversos puntos cardinales.

 

Ellos se miran en los espejos

y se reparten el temor del reflejo en llamas,

abrazan el esqueleto

o solo la tibia de sus ausentes

para esconderse rosados y sedientos

y cocinan vegetales,

historias de arena.

A veces cuentan detrás de los muros

hasta cien, despacio y sin que nadie haga ruido

y coinciden en las sombras

rotos los espejos

aniquilada la luz.

 

Desciendo,

como todos los días,

contra mis rodillas,

me ausento.

Esta escucha en tu ronquido.

El penetrar sordo que alimenta,

La ruta clara hacia el humus,

hacia la contienda primigenia.

El insomnio del adentro.

La promesa del afuera.

Riesgo de los hilos incisivos

con sus bordes brillantes,

manjar de abejas dormidas.

Anunciados los peligros de la implosión

de los vuelos devorados sobre la fiebre deliciosa,

rozamos en la asfixia

el aire en abundancia

poblado de opacidad y cenizas.

 

Ethel Barja.