Arrastrando los pantalones de pijamas se acerca a la nevera. No ha ido a orinar y el frío que sale al abrir la puerta descascarada le eriza la piel pero no le importa. En las esquinas se nota el metal corroído y el color cobre. Le han dicho que eso puede causar cierto tipo de putrefacción. No presta atención. Los oídos se llenan de palabras y sonidos, entran, tocan los pelillos que sobresalen de su tejido cutáneo como una pelusa, se mezclan con el aire y el zumbido del insecto que no deja de revolotear alrededor del cuchillo sin filo que tiene en la mano, llegan al oído medio, se esconden en algunos recovecos y finalmente hacen activar al cerebro. Algo le han dicho. Algo relacionado al metal corroído, algo que tiene que ver con la comida y con la posibilidad de enfermarse. Las palabras y los sonidos siguen su curso en el cerebro, bajan de la sien hacia la mejilla, y hacen el mismo recorrido auditivo pero ahora por el otro oído y a la inversa. Salen y se escapan con el viento.
En el piso de abajo acaba de mudarse una familia con niños. Cree que tienen dos, o quizás tres. Ha visto dos triciclos y un par de muñecos de muchos colores. El brillo le molesta los ojos mas se regocija pensando en la nueva vibra que ha llegado al lugar. Se promete a sí mismo hacer algo para agasajarlos. Quizás un pan de ajonjolí.
A los tres días desaparece el camión de mudanzas y las cajas de cartón aplastadas empiezan a apilarse en el porche. Recuerda cuando él mismo se mudó allí y rememora el sudor que le salía por las axilas. También le corría por la espalda y le hacía temblar a ratos. Recuerda que se tardó muchos días en desembalar todas las cajas cuando se mudó. Nunca se le olvida que al terminar se sintió realizado. Siempre ha vivido solo aunque tiene muchos amigos. Gustavo, usualmente, se baja del carro celeste, camina con sus mocasines marrones y sube las escaleras de enfrente. Tiene llave. Gustavo entra sin hacerse notar. Generalmente lo asusta cuando se lo queda mirando y revisa que cada cosa esté bien puesta en la cocina. A veces le reclama, le dice que haga ruido, que no lo vaya a matar de un susto. Gustavo es callado y muy práctico. Es el amigo que más quiere porque deja sus oídos en paz. Sus oídos y los pelillos como pelusa que cubren esa piel tan grasosa.
Abre el sobre que le trae, saca una carta y la lee. No entiende lo que dice. Gustavo se voltea y baja las escaleras con los mocasines marrones sin prestar atención a su mirada que lo sigue hasta que desaparece. Se alegra por tener a ese amigo en su vida. Realmente no está solo; realmente siempre tiene compañía. Todos los días pasa alguien a saludar, a comer un poco de helado, a leer el periódico que no deja de recibir a pesar de haber cancelado la suscripción hace tres años. El helado que más le gusta es el de mint chocolate chip. Alguien le dice que ese helado sabe a pasta dental pero no se incomoda por ello. Siente un cosquilleo en el tímpano, lo ignora y sigue con su rutina. Debe terminar un proyecto para dentro de pocos días y la computadora se pone lenta cuando tiene mucho estrés. A veces piensa que le pasa su angustia al aparato. En algunas ocasiones los diseños cambian de color sin que se dé cuenta. Le parece muy extraño y vuelve a seleccionar el tono original. Ahora sabe hacer que un muñeco se mueva en retroceso, que se doble y que estire la mano como si fuera a salirse de la pantalla de la computadora. Alguien le susurra al oído que es más de lo que puede anhelar. Disney jamás. Ignora completamente el comentario; voluntariamente lo almacena en una gaveta del cuarto de atrás de su cerebro en donde va guardando las memorias no queridas, aquellas que no se escapan con el viento y que no quiere recordar. Quizás la cara de Pierina también esté en ese lugar. No recuerda las facciones de su rostro, ni el olor de su pelo. Al pensar en su nombre un fugaz sentimiento positivo le toca la frente como una brisa con olor a café. Nada más.
Al salir por la mañana a recoger el periódico casi se cae por las escaleras del porche. Un triciclo permanece atravesado en el pasillo que da a su puerta. Compartir espacio con gente extraña siempre es un desafío. Ellos están abajo, no hay que alarmarse. El brillo del triciclo lo deja ciego por unos segundos. Al abrir los ojos se encuentra con la cara de la madre y escucha un “disculpa”. Luego ve su sonrisa. Le alegra el día a pesar de que casi pierde los dientes con la posible caída. Gustavo nunca sonríe, es parco. Los dientes de la madre son muy blancos, tanto así, que algunos destellos salen a relucir. No puede verlos directamente. La madre le pregunta su nombre, le dice el suyo y le cuenta de su familia. Se mudaron recientemente a la ciudad por cuestiones de trabajo y en efecto tienen tres niños, una hembra y dos varones. Sale el padre y se presenta sin que nadie se lo pida. Dice su nombre. No sonríe y se va al supermercado a comprar algo de comer. Apenas están empezando a cocinar. Recuerda que hace unos días pensó en el pan de ajonjolí. Recuerda además que no tiene ajonjolí pero no decide ir a comprarlo, hoy no le toca salir. Lo deja para el próximo martes.
En el balcón tiene muchas plantas. Hay tantas que no se puede ver su cara si se asoma. Le gusta la sensación de estar en una jungla. El oxígeno le llena la nariz y le hace cariños en las vías respiratorias. Le place que sea aire puro, aire que viene directamente de sus propias plantas. Es muy diferente a lo que respira regularmente, pasa por cada centímetro interno y llega a los pulmones. Allí se concentra y da vueltas, forma círculos de flechas indicando adónde se dirige cada vez, a la derecha, a la izquierda. Esas dos bolsas hechas de membranas tan finas se inflan y se desinflan, se nutren, se revitalizan, surgen y vuelven a decaer cada vez. El oxígeno que ya no es oxígeno regresa por donde vino sin atreverse a hacerle cariños pues ya no es puro, ya no es bueno. Tiene que salir para liberarlo del tormento. Y sale. Sale por la boca.
No entiende cómo a la gente le gusta ver televisión. Alguien le dice que la prenda, que para eso la tiene. A veces piensa que solo para llevar la contraria no lo hace. Escucha un ruido que no son palabras, son balbuceos, balbuceos que se convierten en llanto. Es el niño de abajo, todavía no sabe hablar y todo lo pide con lágrimas. La misma persona le vuelve a decir que prenda la televisión, así aminora los gritos de la criatura. Repite por enésima vez que no le molesta. Solo le molesta el brillo de los dientes blancos de la madre. Espera que hoy venga Gustavo. Lo extraña. Extraña escuchar el silencio de su presencia.
Escucha el timbre y se sorprende. Nadie toca el timbre, nunca. Aunque muchos van a su apartamento, el timbre no es la manera de anunciar su llegada. Se queda inmóvil. Vuelve a escuchar el timbre. Es de verdad. Está ocurriendo. El ruido no baja por la sien hasta la mejilla ni se sale, se queda allí, retumbando, dando vueltas, intentando que su cuerpo se dé cuenta que debe movilizarse hasta la puerta y preguntar quién es.
Después de tres minutos y de escuchar el timbre dos veces más, lo logra. Se mueve. Da quince pasos, los cuenta en voz alta y llega a la puerta. Es la madre. Antes contaba los pasos cada vez que caminaba. Recuerda que eso le daba la sensación de asir el presente, o mejor aún, la realidad. Desde hace mucho tiempo no necesita hacerlo y no entiende por qué tuvo que hacerlo en este momento. Cuando abre la puerta la madre le ofrece un paquete. Es una bolsa de plástico y adentro hay una bolsa de papel. “Es torta de zanahoria”, atina a escuchar. Hace un esfuerzo por internalizar que dentro de la bolsa de papel y envuelta en aluminio está la torta. Pone toda su energía en no olvidar ese detalle. Se lo dijo la madre, no es algo que deba guardarse en la gaveta del cuarto de atrás de su cerebro.
Sube las escaleras y entra. Camina hacia la cocina y encuentra a Gustavo. Se asusta. Se queda unos segundos inmóvil. Medio minuto para ser exactos. No comprende por dónde entró Gustavo. Él estaba parado en la puerta hablando con la madre. Confirma consigo mismo la imposibilidad de que Gustavo entrara por allí. Habría interrumpido la conversación. Habría tenido que presentárselo a la madre. Lo increpa, le dice que le dé una explicación. Por fuera no hay escalera de balcón así que esa no es una opción. Gustavo lo mira impávido. No se inmuta. Se voltea y sin decir palabra pone en la mesa una pequeña bolsa de semillas de ajonjolí. Luego sube la mirada y sonríe. Agarra una servilleta y se agacha para limpiarse los mocasines. Vuelve a erguirse y se lo queda mirando, en silencio. Él se pone rojo de la rabia y la impotencia. Le grita, le hace preguntas, lo insulta, le ruega. Grita una vez más. No recibe ninguna respuesta.
Se le viene a la mente la cara de Pierina y recuerda su sonrisa. Gustavo dice que no con la cabeza. Le pregunta a qué se refiere. Le exige que le cuente de Pierina. Vuelve a gritar. Esta vez el grito se convierte en un alarido. Gustavo no muestra señales de querer responderle. Se exaspera más y tira un plato a la pared. El plato cae al piso entero y se da cuenta que no se rompe. Es irrompible. Ahora hace memoria de cuando lo compró. Fue un martes, como siempre. Fue un martes. No iba solo, iba con alguien más. Alguien que lo conocía bien y que hablaba pero no lo aturdía. Gustavo no podía ser. No recuerda haber salido a ningún lado con Gustavo.
Siente la mirada de Gustavo, penetrante y desafiante. Ve cómo Gustavo se acerca y lo reta, sin tocarlo, solo con estar cerca. Percibe el calor de la piel de su gran amigo y no lo soporta. No soporta que no le explique nada. Lo insulta, lo manda a podrirse en el infierno, usa malas palabras, aquellas que alguien le dijo no debía usar. Mira la única silla de madera del comedor y sin pensarlo mucho la tira contra un costado de la pared. Se parte en dos. Agarra uno de los pedazos y con su muslo lo vuelve a partir. Se queda en la mano con una pata, ahora filuda, y apunta la cara de Gustavo. Empuña la otra mano y le lanza cuatro puñetazos muy rápidos que acaban quebrando sus nudillos. La pared se mancha de sangre. De su sangre. Tira la pata de la silla porque se acuerda que tiene vasos de vidrio. Esos sí se rompen. Va sacando uno a uno y los lanza hacia el piso, hacia los pies de Gustavo. Quiere que Gustavo se mueva, que corra, que busque refugio o que le conteste. Quiere que Gustavo responda a sus insultos. Gustavo ahora se ríe, descontroladamente, se carcajea y lo señala con el dedo. Él se desespera y corre al baño a llenar un balde de agua. Piensa que tirándole agua a Gustavo lo hará reaccionar. Regresa corriendo con el balde en las manos y se percata del plato que reposa en el piso. Lo observa y su mente se llena de imágenes de la tienda, de la gente llevando los carritos llenos de productos, de la mano suave y amable que lo acariciaba.
Vuelve en sí luego de haber estado tres minutos pensando en el día que compró los platos irrompibles y se percata que Gustavo no está. Se dirige a la sala y no escucha nada, ni sus pasos, ni el llanto del niño de abajo, ni el zumbido de un insecto. Se escucha a sí mismo, ese sonido mordaz del silencio incomprensible. Sigue caminando hacia la puerta con la idea de asomarse por la mirilla y es en ese momento que oye el timbre. Se paraliza. Se petrifica. Estático por quince segundos escucha un “soy yo” y logra moverse. Abre la puerta; es su madre. No es la madre de abajo, es su madre. Lo abraza y le dice que es hora de volver. Las luces incandescentes de la ambulancia lo ciegan por un momento; cuando abre los ojos se encuentra bajando las escaleras de la mano de su madre. Y recuerda que hoy es martes.
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Naida Saavedra (Venezuela, 1979) obtuvo con Vos no viste que no lloré por vos el premio Historias de Barrio Adentro 2009 de la editorial El Perro y la Rana. Su cuento “Vestier” ganó el premio Victoria Urbano de Narrativa 2010 de la Asociación Internacional de Literatura Femenina Hispánica. En 2013 fueron publicados Hábitat, Última inocencia y En esta tierra maldita y en 2015 su primer libro de cuentos, Vestier y otras miserias. Saavedra posee un Ph.D. en Literatura Latinoamericana de la Florida State University y sus investigaciones abordan la literatura caribeña contemporánea y la Latin@ Literature, centrándose en los temas del desarraigo y la posmodernidad. Reside en Estados Unidos, donde es investigadora y docente de la Worcester State University.