Un cuento de Andrés Pi Andreu
<p style="text-align: center;"><strong><img src="wl-galeria/ernzgbecfi_med.jpg" alt="" width="600" height="327" /><br /></strong></p>
<h3 style="text-align: center;"><strong>Ágora</strong></h3>
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<p>—El ágora revienta por los cuatro costados, desmenuza los <em>por supuestos</em> y deja rendido, víctima del propio escarnio; el ágora y su derrotero, decretan las ausencias como parte normal de la vida. Y las referencias se convierten en dos o tres rostros sonrientes que recordar, plaza desierta, reunión de espectros ausentes; el decreto de las ausencias, solapado, invisible, incomprensible en sus variantes: aquél tenía la familia en el país <strong>X</strong> y los extrañaba; esa, la que siempre estuvo ahí cuando el calor y las muertes cotidianas te aplastaban, esa no pudo más con el peso de su cuerpo y el tuyo y el de los demás que buscaban paz en su compañía, se fue a <strong>ningún lugar</strong>, nadie la vió salir ni entrar ni saltar por la ventana: ella era terrible y, <em>como</em> <em>un ángel, desapareció—.</em></p>
<p>—Un día de estos te vas a suicidar o a cagar en los pantalones, —Tailog se pasa el dedo por la frente y suelta un chorro de sudor en latigazo—. Ya nadie hace los autos como antes, enteros de metal, ¿verdad?, se quedan en el plástico y los inventos, un día te vas a atorar de tanta mierda que hablas; coño, que te embalas caminando y no hay quién te siga, ¡para!, dale suave.</p>
<p>—Cuando la cerca pasa tan rápido al nivel de los pies, ¿no te dan ganas de que el mundo estuviera lleno de cercas?</p>
<p>—Un cuento es una historia interesante que casi siempre es mentira, pero que puede ser verdad o parte de un hecho real. Una leyenda es una historia real que casi siempre es un cuento, pero puede ser mentira o una parte de una verdad. Las cercas son solo períodos de tiempo en los que te están limitadas ciertas verdades o la capacidad de vivir sin ciertas y determinadas mentiras, todo muy confuso, pero cercas al fin, limítrofes de espacio y pensamiento, de áreas intocables que necesitas para vivir mejor: avanzar no es siempre ir hacia adelante; limitar, es muchas veces ensanchar el horizonte: ¿quieres ejemplos?</p>
<p>—Y dale con la profundidad, para qué estás en Miami, coño, nadie en el mundo te entiende, pero todos te tienen que oír.</p>
<p>—Risista, risita ahora, es lo que toca en el guión; las cercas se ríen de nosotros. La cerca está cerca y nos cerca cerca de la mitad de la salida o la entrada, da lo mismo.</p>
<p>—Te estoy hablando de una cerca real. De, por ejemplo, la cerca larguísima que transcurre debajo del océano entre Miami y La Habana, es una cerca de cincuenta seis años de largo o de ciento trece, se pierde en perspectiva hasta el límite del ojo. Y si miras en picada, si observas como pasa veloz al nivel de los tobillos, si te agachas y logras, sin disminuir la velocidad, seguir caminando desde esa perspectiva enana y miras hacia el horizonte, lo podrás ver: el avance inmóvil, carrusel moebiano, se desdobla, puede seguir y llegar al mismo lugar, te entretiene mortalmente tan armónico avance; y nunca piensas en brincar la cerca e ir en otra dirección, me entiendes…</p>
<p>—No entiendo nada. O sí, espérate, es como el amor.</p>
<p>—Exacto. Como el amor.</p>
<p>—Como el amor equivocado, el destructor, el amor a punto de acabarse.</p>
<p>—Como el amor acomodado.</p>
<p>—Como el amor.</p>
<p>—A mí me pasó algo parecido, me pasó en el verano del noventa y ocho, había muchas cercas. Estaba en el recibidor de un cine de la Pequeña Habana y Marcelo llegó con un rompecabezas de Cuba, le cabían en la palma de la mano las piezas, eran veintiuna, nada de divisiones administrativas oficiales, solo pedazos aleatoriamente cortados que nadie pudo armar, Marcelo dijo que lo importante no era poder armarlos sino saber cómo utilizarlos. Escogió la península de Icacos y se la tragó, a mí me tocó algo parecido a una porción entre La Villas y Camagüey que tenía un ligero sabor a limón:</p>
<p><em>Primero era un pasillo de paredes nebulosas e inciertas, abismos multicolores a ambos lados, el piso era transparente y se podían ver, a lo lejos del abajo grandísimo, bandadas de pájaros volando en formación en V, o en estampida súbita. Era preferible caminar y observar hacia adelante, el final del pasillo no se avizoraba, no había ninguna lucecita ni nada místico parecido: era una oscuridad luminosa, las formas se concretaban a medida que continuaba el avance. Valentín llegó a pensar en la posibilidad de tropezar con algo punzante y aminoró la marcha. El chillido de las aves era lejano, un arrullo casi a los pies. Valentín se detuvo a restregarse la cara y cuando volvió a abrí los ojos estaba en medio de un pueblo de campo, más bien en el inicio de la calle principal de un pueblo de campo que se le antojaba suyo, como si hubiera vivido toda una vida, o varias vidas en él.</em></p>
<p><em>Las casas se alineaban a lo largo de la calle y casi todas eran iguales. Había perros corriendo y gatos y cerveceras llenas de gente silenciosa. El chillido de los pájaros ya no estaba. El cielo era gris.</em></p>
<p><em>Valentín se dijo que debería llegar a algún lugar, a alguna casa que fuese la suya y encontrar a una mujer y a unos hijos esperantes. Y salió disparado, catapultado hacia su vida pacífica y ordenada y anhelando</em> <em>estabilidad emocional</em>. La cerca estaba dispuesta alrededor de un campo de butacas. Retoñaban de una tierra dura en hileras perfectas, orientadas hacia una luz cambiante, en la distancia se oían voces y música de fondo. Una rayo de otra luz más amarilla lo encandiló y volvió a cerrar los ojos:</p>
<p><em>Cuando advirtió los derrumbes se quedó un poco atolondrado.</em></p>
<p><em>Las primeras casas en caer fueron las del lado norte de la aldea. Se desmoronaron con un estrépito de terrones húmedos en medio de la mañana sin más consecuencias que el poco de polvo y las risas de unos niños que no dejaron de jugar.</em></p>
<p><em>Los habitantes de las casas derrumbadas seguían en sus labores como si nada hubiera sucedido. Por un milagro que Valentín no comprendía, no habían sido heridos, ni siquiera rozados por algún pedazo de techo: y las mujeres seguían cocinando sobre las chimeneas deshechas, y los maridos fumaban tranquilos sin hacer caso de las llamas ni los escombros.</em></p>
<p><em>Se asustó. No por el inminente cataclismo sino por la indiferencia demencial que demostraban los habitantes. Se dirigió al otro lado del pueblo a paso rápido para observar la marcha de los acontecimientos.</em></p>
<p><em>A medida que avanzaba, una oleada de derrumbes acompañaba su camino. A ambos lados de la calle principal solo quedaban dos edificios y se inquietó mucho más cuando comprendió que si seguía caminando los derrumbes lo perseguirían. Creyó darse cuenta cuando paró de improviso y la mitad de la casita blanca del carpintero quedó intacta, mientras el resto yacía en un círculo de ruinas tétricas. Algunos pedazos habían quedado suspendidos ridículamente en el espacio como si una mano invisible los aguantara.</em></p>
<p><em>Para comprobar su teoría, tomó por una callejuela adyacente a toda velocidad, tapándose los ojos. No tuvo que abrirlos, el eco del estruendo lo siguió hasta cesar justo a ambos lados de su cabeza. Entonces abrió los brazos y miró al cielo.</em></p>
<p><em>Una bandada de pájaros burlones pasaba entre chillidos, recortados sobre un cielazo azul sin nubes bastante despampanante. Valentín observó su vuelo y deseó ser uno de ellos e irse arriba, arriba, arriba y desaparecer después en cualquier dirección. Arriba, arriba, donde no pudiera destruir nada. «Arriba no hay casas», se dijo y gritó desaforado, y pensó en su nueva mujer, en sus nuevos hijos sonriendo desdentados en un portal derrumbado dándole la bienvenida entre nubes de cenizas agradeciendo cualquier cosa. Comprendió que su hora le había llegado, como por arte de magia, en el momento equivocado. Cuando más quería correr, ayudar, construir, debía permanecer quieto, inamovible, so pena de acabar, como un terremoto devastador, con la vida y los hogares de todos sus amigos, parientes y enemigos. Estaba triste: ahora comprendía que los cataclismos y el silencio se le habían colado en la vida con un susurro de piedras rodantes, y que esas gravedades eran solo el fanático destino de la indiferencia, de su indiferencia transmitida. Pensó que dejar en las manos de alguien incierto el destino de la propia vida era una estupidez imperdonable y renegó y blasfemó y maldijo sus creencias, y miró hacia el cielo, temeroso y desafiante.</em></p>
<p><em>Valentín suspiró atolondrado y ya no era él. Abrió sus magníficas alas oscuras, guardó un último poco de tierra en las manos, y se lanzó a volar</em>hacia el Norte.</p>
<p>Solo queda la plaza pública, ágora vacía, rodeada de escombros y gritos ausentes. Desde arriba Valentín divisa la cerca, brillante, intacta, rodeándolo todo.</p>
<p>—¿Y después qué? ¿Se te cayó el cielo encima?</p>
<p>—No seas comemierda Sordo, el ácido no es algo con lo que se puede jugar, hay gente suicida, retorcidas y no han hecho el cuento. Lo mío fue un viaje premonitorio, de descubrimiento interior, de goce del inconciente colectivo, vaya.</p>
<p>—Se te montó el amor, ¿no?</p>
<p>—Se me montó el miedo al amor, pero al amor más grande, el que amaga a misticismo y se vuelve intangible; el universal, <em>asere</em>, el que da miedo, el terror de Rilke, consorte.</p>
<p>—¿De quién?</p>
<p>—¡Todo ángel es terrible! Eso dijo Rilke y debe haber sido después de haberse tomado por lo menos cuatro cubos de grog, porque esas clarividencias no atacan sobrio, Sordo, o estás sulfatado o estás loco, no hay variantes.</p>
<p>—Y esta cerca que no se acaba, llevamos media hora caminando y no aparece la entrada.</p>
<p>—O la salida.</p>
<p>—O la salida. No me gustó tu sueño, Val, pero mientras me lo contabas se me empezó a estrujar el pecho y parecía como si una mano me estuviera dando palmadas de adentro para afuera, y no te voy a decir más Tailog, como te puso Ramón para decirte enano, porque ese vuele, como tu le dices, tenía algo de verdad vieja, <em>bro</em>, de verdad vieja.</p>
<p>—From the acient gallery.</p>
<p>—El amor Val.</p>
<p>—Mira, ¿la ves?, ahí está la entrada, la cerca se acabó.</p>
<p>—¿Tú crees? Mira que las cercas tienen dos lados que se pueden recorrer…</p>
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<p><strong>Andrés Pi Andreu,</strong> nació en La Habana, en 1969, y es un escritor cubano-americano que se dedica a la literatura infantil y juvenil. Ha publicado numerosos libros y ha ido galardonado con diversos premios como: el Premio de Cuento Bonaventuriano de la Universidad de Cali 2014, el Premio Destino infantil “Apel les Mestres” de la editorial Planeta, el White Ravens List 2013, la Lista de Honor del IBBY, El Premio Nacional de literatura infantil “Edad de Oro” (2 veces), el Premio Nacional de la Crítica 2004 de Cuba, entre otros. Actualmente comparte el tiempo entre la literatura y el desarrollo de programas pedagógicos de educación bilingüe.</p>
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