Ya no te espero, Moy


  

El sigiente cuento pertenece al libro Bidrioz. Fue publicado por el sello editorial Ars Communis Editorial, 2015. El autor participará en el panel “Publicaciones recientes: Nueva literatura en español en Chicago” en la Feria del Libro de Autores Latinos de Chicago: Sábado 31 de octubre, 1:00pm en St. Augustine College, 1345 W. Argyle, Chicago, IL.

 


 

Bien decía Moy que cuando empieza a calar lo mejor es quedarse junto al calentón. Arrimar el sofá y no pararse tanto. Si pareciera que fuera yo llegando, pareciera que nunca hubiera visto pipas frizándose o las ventanas selladas con esa capa blanca. Cada año es lo mismo, y una nomás aprende a ser tarada, o jard jeded, como diría en inglés cualquiera de mis hijos. Y razón la tendrían. Pues para dormir no me puse el camisón, por boba no bajé al beisman desde anoche. A esta edad qué tengo que andar pensando en ahorros y biles. Moy hubiera puesto trapos debajo de las puertas o hubiera amarrado las patas del sofá en el calentón. Pero Moy no hubiera hecho por bajar al beisman; él ahorrativo siempre con el gas, con el agua y esas cosas. Así que igual estaría aquí conmigo viendo estas serpentinas quietas, estas lenguas sólidas que se colaron por rendijas y por cualquier hoyo que toparon. Moy también las miraría crecer pulgada tras pulgada, como sombras malas, como raíces, éstas viniendo desde el porche, las otras llegando por la sala. Ni con sus manos, ni con sus huesos de soldador y jardinero y todo lo que fue hubiera quebrado la capa que cubre la cocina. Pero Moy no las llamaría lenguas o serpentinas, ni mucho menos capas. Con las quijadas resecas, con un vaho de cal, todavía alcanzaría a decir que Alaska se nos metió por completo al edificio, que nos cayó de peso noviembre y que “ora sí forguéret, Delia, forguéret”. Capaz que hubiera agarrado un palo de escoba para golpear los pisos. Con un cuchillo haría por escarbar y escarbar hasta tocar el linóleo, hasta picar un poco la madera. Prendería el horno. O tal vez no. Porque Moy sería incapaz de echar a andar el horno; con eso de que hay que agacharse, extender el brazo y meter un cerillo por el bróiler, con eso de que un diabético, yo sé, no sirve ni para encender un horno. Y así sin teléfono, sin cómo llamar a los muchachos, sin ganas de gritar, yo y el mismo Moy aquí hechos bien cubitos. 

Daría risa que me hallaran así hecha cubito, como esos alacranes que venden enmicados. Por eso que no entre nadie. Sólo Imelda, y que ahora sí me convenza para que juntas nos mudemos a Wisconsin. O que me vuelva a hablar de la noche que llegué a la barra de don Toño, de cómo al principio me espantaba yo cuando me rozaban aquellos viejos con su mano, de mis ganas de llorar por la cruda de su aliento. Jovencita pero buena como maestra la potorra, para enseñarme el pisa y corre, las palabritas, el guiño de ojo por un tip de cinco dólares. Para don Toño fuimos cantineras, para los clientes reinas, y más reinas si les regalaba un cadereo, un rozoncito. Y sólo cuatro meses en la barra de don Toño, cuando el leiof de Moy, me acuerdo, cuatro meses de coquetas yo y la potorra. Y ahora yo aquí, esperando que vengas canija Imelda. 

Mejor que entre quien sea: de repente mañana hasta aparezco en el diario. Nomás de imaginarse esas fotos de sauces rotos a la orilla del lago, o los jaiweys cerrados por la nieve. Imaginarse una foto mía, aunque medio Chicago vea mi tiradero de sala, todo este relajo de cosas que tengo en casa. Pero anoche bien me pude haber ido con los polacos o al albergue luterano, bien pude haber hervido agua y más agua para aguantar la noche. ¿No como a las doce oí al viento todo histérico empujando las ventanas? Ahora veo que tiene razón la gente: el malo es el viento. Una presiente cuando el invierno está a punto de meterse: la cimbra cruje, los vidrios empiezan a cuartearse. Pero qué bien habré dormido para dejar que el edificio se pusiera bajo cero. “Tú sí no has aprendido —diría Moy—. Cinco minutos cuesta checar el termostato”. Y lo diría como si alguna vez me hubiera enseñado a maniobrar un termostato. Para las válvulas sí me dijiste cómo y qué y dónde, pero no estoy ahorita para eso de andar poniendo válvulas. Además, no es como el agua que corre en las inundaciones, Moisés, que se lleva plantas y lámparas. Es agua calculadora, que entra pian pianito sabiendo bien lo que hace. Los del Departamento de Bomberos van a decir que anoche se me pasó la mano, que el vodka y un six para mi edad son la gran cosa. “Nada que ver, señores”, les diré. Porque el invierno entró quieto y ronroneando, como si la sala y los cuartos se lo hubieran permitido, como si el edificio todo estuviera contento con este hormigón que poco a poco abarcó muebles, tapó cerraduras, descompuso jirers… Lo único que anoche sentí fue una especie de anestesia en los tobillos, un cosquilleo subiendo a los muslos y abarcando la rabadilla. Eran las lenguas esas que subían, que se me iban enredando como buganvilias. Pero ellos no sabrían lo que son las buganvilias. “¿Y entonces, entonces, señora?” Simplemente no quise despertarme, para qué pensar en que anoche se me pasó la mano. Mejor decir que estuve oyendo vidrios, el rechinar de los marcos, un trozo de hielo cayendo de sopetón sobre los platos… A las seis chirrió la alarma y se puso a flashear seises. Entonces desperté. Luego me dije: “apúrate, Delia, porque hay que checar cinco antes de las siete, a encuadernar catálogos y a rellenar folders con volantes”. Diez años ya y qué joda eso de tener que levantarse, eso de ponchar tarjeta cada día. Por eso digo que fue bueno que no haya podido dejar el sofá y que me haya quedado como enyesada de los pies a la cabeza. Y qué bueno que haya acabado de rodillas sobre la carpeta, aquí en pleno centro de mi sala. Pensar que nunca he visto esta carpeta atiborrada como de jabones de cien gramos, de esos que hacen a una derraparse y quebrarse el hueserío. Por eso prefiere este reposo, Delia, el reposo… A los bomberos les diré que luego amaneció y que parecía que Moy hubiera condenado las puertas y todas las ventanas. “Dads it, Delia, dads it”. No, Moy sería incapaz… Moy de plano no hubiera durado, ya estaría buen rato sin siquiera tiritar. Ya quieto, lo imagino, con su gorro de hielo, su bufanda de cristal. 

Y si viniera Imelda, si de pronto entrara me diría: “¿qué es lo que usted hace echada, doña Delia?” Ella también culparía a las cinco, seis latas de cerveza. Esa potorra sólo entiende a medias. “Para no ir al báindery, Imelda, hoy no me entraron ganas de ver líneas de catálogos. En el báindery estamos torcidas, y a todas les ha de faltar su enyesadita. Al menos yo me estoy enderezando desde la madrugada, envuelta en este abrigo hecho de pelo de ángel. Toda la madrugada. Y al amanecer ya mejor me aventé con toda mi envoltura de cuerpo sobre el piso. Tronó hielo en el hielo, Imelda, vieras qué bello. El cutis, los brazos, cualquier colgajo se amaciza; te olvidas de las cremas de Avón y del jabón de aloe…”. La potorra me haría decirle, explicarle que es como estar protegida por un témpano, como que de aquí me paso al Ártico o como se llame el lugar ese. Y ella se reiría y entonces haría todo aunque fuera por hincarme, por meter desarmador en el abrigo, por quitar mis medias y acabaría corriendo donde los polacos. 

Pero si apareciera Moy, mas bien pegaría un salto si viera su televisor todo frizado, la casa entera llena de picos, como esas estacas de piedra que vimos en Tonantongo. “Tu casa, pues, Moisés, tu casa”. Tarde supimos que era mejor seguir rentando en la Polaina. Para qué echarse compromisos de treinta años. “Nos movemos a la Veintitrés —fue lo que dijiste—, siempre sí dejamos la Paulina”. Y los salarios se nos fueron en pagar aseguranzas, en comprar termostatos, en cambiar draiwols cada año, cuando lo último que quisimos fue una casa. “Al menos yo; tú, Moisés, ya no estás para decirlo. Por eso aquí hasta el último enchufe anda mal. Ni siquiera se ha podido rentar el primer piso”. 

Sí, ojalá que entrará Moy con los bomberos. Si quiere reparar los calentones que lo haga. Pero que vea que ya me gustó mi abrigo de cristal. Él sabe que desde la Polaina me cayó bien eso de ver carros forrados de nieve. Yo desde esos días prefería el invierno para mirar los maples como si fueran esqueletos, las calles vacías y esas noches largas pero sin ser lo que se dice noche. “En la Polaina vivimos bien, Moisés. Tú con aquella chamba en las yardas, yo haciendo mis pininos encuadernando. Ahí crecieron los muchachos. De ahí se fueron los muchachos. Entonces qué necesidad de un edificio en la mera Veintitrés”.

Para qué pensar en estas cosas. Mejor apagar por completo el cerebro y los sentidos. Para qué oír el ruido que afuera hacen los del Departamento. Como estatua de santo me sacarán, ya sé, y me llevarán hasta el San Antony. Y para qué probar mañana temprano la sopita caliente, o para qué ver las gotas de suero resbalando. Déjenme sola. “Porque ya no te espero, Moisés. Ni entres con los bomberos. Fuimos buenos para treparnos hace veinte años en la caja de un camión. Tú el mejor para aguantar, y hacerme aguantar, días enteros en uno y otro cuarto oscuro, en esta y aquella frontera. Luego más cajas de camión, y los dos agachados, de rodillas o acostados. Hermoso fue venirse. Nunca vimos ríos, ni gente detrás nuestra, ni supimos de eso de andar con miedo por el monte. Y de repente Chicago, como si por un tubo sin luz hubiéramos llegado. Eso hoy me da risa. Porque recuerdo que apenas nos movimos a la Veintitrés, arreglaste tus documentos y fuiste de visita. Pero no te cayó México, te hizo mal, y a los tres días andabas en el teléfono pidiendo regresarte. ‘Se puso jomsic’, dijeron los muchachos. Y entonces te fui a recoger a la estación. Tan azucarado, tan tembleque venías que del Greyhound nos fuimos al San Antony, y dads it, como dirías, te cuiteaste”.

Mejor que venga la potorra. Ella tendría humor para decir que la sala se mira bien así escarchada y sin el Cristo de San Juan. Juntas lo bajamos apenas se fue Moy. En el átic me dije y allá está, también hecho paleta. “Recuerdas, Imelda, que al mes de bajarlo acabamos en el Salón del Reino cada sábado. Y a leer la Biblia, a enseñarnos a hablar desde un estrado y a repartir los Despertad en las esquinas. Cómo fregaban a cada rato las viejas de la línea. Y nosotras a comer solas y ellas a ponernos peros hasta para usar el horno. Tú sabes que también la Biblia, el Armagedón y todo eso acabó por fastidiarme. Es que todo eso me pareció que ni era cierto. Tú sí que seguiste con los Testigos, tú que más te resistías…”. Pero chica sonrisota que tendría la potorra si ahorita entrara aunque no fuera por la puerta. “¿Qué hace usted echada en la carpeta, doña Delia?” Empezaría a hablarme de Wisconsin… Ya se oyen los trancazos, como si chispotearan sus picos tras la puerta del edificio. “Tiren, métanle barra, que ya se ven sus lucecitas y se oyen sus sirenas, que ya se oye hasta la voz de la polaca”. Ah, pero mejor que no entren: cómo con la casa así que ni es casa. Si no es Imelda que se vayan… No, mejor que sí entren, que sepan que en la casa de doña Delia quien no cae resbala.

 


Raúl Dorantes. Llegó a Chicago a finales de 1986. Desde 1992 se ha dedicado a la publicación de revistas culturales: Fe de erratas, Zorros y erizos, Tropel, Contratiempo El BeiSMan. En la actualidad es director del Colectivo El Pozo y es autor de la novela De zorros y erizos.