Recientemente el BeiSMan PrESs publicó INVIERNO playlist desde Chicago. Este es el primer tomo de Las cuatro estaciones, proyecto que se propone mostrarnos la vida del autor como un mosaico existencial con la música como eje rector. Planteándose como un problema filosófico único, cada uno de estos textos busca desentrañar la esencia de los temas que explora. Es un pequeño tomo lírico de profundo contenido político cuyo fin es hacer del lector un melómano y del melómano un lector. A continuación compartimos un adelanto:
Para Eusebio Ruvalcaba
25 de diciembre de 2014
El soporte está asegurado, por un lado, al piso de concreto y, por el otro, a una pata de madera. Es señal esta de que, al instalarla, el plan era que la banca —hecha de una madera robusta y teñida de un profundo color café oscuro— ocupara permanentemente ese lugar. Todo detalle en este edificio fue concebido con ese mismo objetivo: aferrarse al mundo, presenciar el paso de numerosas generaciones, resistir al tiempo. Cosa curiosa, pues el fin de recintos como este es ser, primero, roce inicial con la eternidad y, ya después, punto de partida hacia la misma.
Es Noche Buena y, después de muchos años, estoy por vez primera en el interior de una iglesia. Es también la primera vez que entro a una iglesia protestante. A pesar de que ya lo sabía, me sorprende encontrar, en lugar de la iconografía sangrienta del catolicismo, una decoración distintivamente alegre y optimista: el sitio del Cristo crucificado lo ocupa una brillante estrella que cuelga sobre un pesebre vacío. Al lado mío, por la nave central que guía al altar, pasa la procesión entonando uno de esos himnos que salvaron a Cioran del ateísmo total.
Nietzsche veía, en el cristianismo, una de las ideas más perniciosas para Occidente. La mentalidad de rebaño, que aspira al cielo, ha hecho del hombre una criatura endeble, al contrario de la mentalidad del amo, que busca la gloria en la vida terrena. En otra ocasión afirmaba también que, sin música, la vida sería un error.
Subestimó Nietzsche el impacto del cristianismo en el espíritu occidental. Es esta una fe que a Cortés le regaló el acero y, a Bach, la inspiración; a éste le encomendó los coros celestiales; a aquél, el exterminio de toda una civilización.
En el cristianismo, sangre y éxtasis se complementan; son el abrazo eterno de la doble hélice en torno a una misma fe: una nos muestra el abismo, el otro, la eternidad; una exige infamia, el otro trastoca el corazón.
Parte del éxito del cristianismo es que su hondo misterio puede, a la vez, plantar terror y consuelo en el corazón humano. Es por eso que Cormac MacCarthy escribe que, al crear el mundo, Dios tenía al Diablo susurrándole al oído.
No es para menos. Por más sublime que parezca, algo hay de perverso en el mito de un dios que desciende de su morada celeste a corregir sus erratas, a redimir al género humano para luego abrirle las puertas del cielo tan sólo a un puñado de elegidos. Debería un cuento como este generar escepticismo, o por lo menos una honesta confusión: Credo quia absurdum.
El absurdo, bien sabemos, puede ser profundamente persuasivo. Leibniz, que profesaba la fe cristiana, no veía imperfección alguna en el mundo, lo cual es en sí una refutación contundente de que al hombre hay que redimirlo. Durante las deliberaciones para su canonización, al difunto Tomás de Aquino le faltaban milagros en su haber, hasta que un ingenioso cardenal declaró que su obra por sí sola era un milagro, y que por lo tanto se le debería beatificar.
Credo quia absurdum.
Y aun así, el hecho de que la civilización occidental se haya erigido sobre cimientos tambaleantes no es el fin del mundo. Tambaleantes o no, sobre ellos se han erigido extravagantes destinos turísticos harto populares en la actualidad, como Notre Dame, el Vaticano y la Basílica de Guadalupe, que podrían bien considerarse monumentos a la perseverancia y a la imaginación humanas. Esa endeble base tampoco impidió que, por ejemplo, el genio de Pascal vislumbrara verdades matemáticas mucho más complejas que la Trinidad que lo inspiraba, o que esculpiera, en una delicada prosa, íntimos rasgos del infinito.
De no haber sido por la enmarañada doctrina cristiana, es posible que la Europa imperialista, enriquecida hoy con los despojos de antaño, tampoco hubiera existido.
Sin el cristianismo, el mundo actual no sería lo que es. Y quizá por eso hay que estar agradecidos: porque la misma fe que condenó a Bruno a la hoguera nos regaló también a Brahms. Lo único que uno lamenta es que esta compleja fe no se nos haya presentado de una manera menos cosmetizada y engañosa. Otras leyendas, otras deidades podrían representar mejor nuestras aspiraciones, nuestra innata barbarie. Coatlicue, por ejemplo.
Yo creería, nos dice Zaratustra, sólo en un dios que supiera bailar.
En la iglesia el himno ha terminado, la procesión ha alcanzado el altar y no hubo aquí nadie que bailara. Hay tan sólo un silencio momentáneo antes del sermón y después de la magia, de la música.
Levanto la mirada de la banca frente a mí y veo al pastor ascender al altar y posicionarse ante el podio: quizá, en alguna página olvidada, Nietzsche haya escrito que creería, también, en un dios que pudiera invitarnos a soñar.
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