La Barbie

 

No le decían La Barbie por casualidad, lo decían porque tenía un cuerpo hermoso y una piel de cerámica.

Era delgado pero tenía las curvas de una muñeca que a cualquiera le provocaría envidia, supongo que por eso muchas mujeres se le quedaban viendo en la calle y ni se diga los varones que intentaban disimular con burlas la admiración, o quizá el deseo, que les provocaban las nalgas redondas y firmes que coronaban unas piernas bien torneadas.

Su cabello eran rulos naturales que le caían en la frente con una gracia singular, parecía sacado de algún cuadro renacentista con esa mata de cabellos dorados que le hacían parecer a las imágenes de ángeles que acompañaban los calendarios de fin de año.

Vivía atrás de la Justo Sierra, la primaria a la que yo iba. Su casa estaba cruzando el arroyo que se acrecentaba cuando llovía con fuerza, por esa razón todos los días lo veía al salir de clases.

No hablaba con nadie, tendría unos 17 años en ese entonces y su cuerpo era una flor que recién comenzaba a desarrollarse por completo, caminaba de manera graciosa, así como caminan las mujeres cuando presumen sus atributos, de manera delicada pero llamativa.

Movía los brazos con gracia como dibujando figuras en el aire.

Era bello, pero sus ojos encerraban una profunda tristeza.

Su mamá se llamaba Sara, tenía los cabellos anarajandos y su piel era más blanca que la de La Barbie, mis compañeros de salón decían que era bruja, tal vez por eso nadie le hablaba, los vecinos le volteaban la cara o escupían el lado de su acera y ella no hacía la lucha por convivir o defenderse. Sara no sonreía, no saludaba, nunca hablaba al igual que La Barbie.

Su papá era un hombre gordo que vendía ceviche de pescado en un triciclo viejo, su piel morena y quemada por el sol hacía dudar a todos de su paternidad, a él le daba igual, a nadie la agrada tener un hijo jotito.

 

Los años pasaron y yo pasé de la primaria la secundaria, camino a casa pasaba por la Justo Sierra y en ocasiones veía a La Barbie.

Había cambiado, ahora se habían formado ojeras bajo sus ojos como manchas silenciosas que acompañaban las palabras que no decía, se había inyectado aceite en los glúteos, ahora se le veían más grandes, siempre vestía pantalones embarrados a la piel y unas sandalias negras que trataban de proteger esos pies que antes era de dios griego y que ahora andaban agrietados y polvosos. Su mamá estaba más vieja, la cara se le había caído de lado debido a una embolia, a su padre lo había atropellado una camioneta cargada de cocos. Ahora debía trabajar en las cantinas cercanas al río, imitaba a Marisela y servía cervezas de mesa en mesa cuando bajaba el sol y llegaba la oscuridad.

Un día tuvo un absceso debajo de la nalga del que brotó pus y sangre revuelto con aceite, tuvieron que hospitalizarle de urgencia y realizarle un raspado que dejó a La Barbie con una cicatriz enorme, la nalga sin forma y una cojera que no le permitió volver a las cantinas.

Si tenía ego, este quedó herido… Marisela no cojeaba y él sí.

Su belleza se fue marchitando con el pasar de los años, pero como de algo tenían que vivir, su mamá consiguió una carretilla y le mandó a vender papayas que ella conseguía más baratas en el mercado.

Mi mamá un día le compró algunas papayas, ella me decía que estaba muy mal sentir lástima por las personas pero que La Barbie le daba mucha tristeza y yo sentía lo mismo. Espero que Dios nos perdone por eso.

Casi todas las tardes se veía a lo lejos a La Barbie cojear empujando una carretilla cargada de papayas, sus pies polvosos recorrían las calles de la colonia, siempre con la ropa sudada y la mirada triste de toda la vida.

Yo, que no entendía muchas cosas a esa edad, solo deseaba que algún día su vida fuera dulce, tan dulce como las papayas que vendía.