‘Las cosas que perdimos en el fuego’: un espacio oscuro e inexplicable al borde de la razón

Las cosas que perdimos en el fuego de Mariana Enríquez
Anagrama, Barcelona, 2016. 200 páginas, $22.95, ISBN-13: 978-8433998064

 

 

El género del terror literario suele ser menospreciado por en ocasiones, tratarse de una colección de efectivos clichés que sostienen historias tópicas y la mayoría de las veces poco originales. No obstante, el miedo como reflejo cultural es mucho más complejo y, sobre todo, profundo de lo que puede suponer un análisis superficial. Capa tras capa, esconde el insistente cuestionamiento de la sociedad sobre sus terrores y mezquindades, una rara reflexión sobre las puertas cerradas de nuestra imaginación. Es entonces cuando el terror toma verdadero sentido, se hace más elocuente que cualquier otra metáfora sobre la existencia humana. Más poderoso.

Es el caso del libro Las cosas que perdimos en el fuego de Mariana Enríquez, una meditada mirada sobre el terror como excusa para analizar los lugares más oscuros de la mente humana, sus miserias y pérdidas. Doce cuentos que analizan desde la periferia tópicos tan duros y humanos que, por momentos, las narraciones resultan insoportables. La escritora abarca no sólo el terror como mensaje  — que por supuesto, está presente en cada uno de los cuidados escenarios que construye con un pulso firme e impecable —  sino también como reflejo de situaciones en apariencia vulgares, que la red de historias convierte en un escenario tétrico. Desde niñas que se arrancan las uñas sin sentir dolor hasta el terror cósmico convertido en una dimensión cotidiana de la urbe rota e imprevisible, Las cosas que perdimos en el fuego es una combinación de melodrama, dolor, humor negro, pero también, una durísima comprensión sobre la naturaleza del espíritu humano, sus grietas y oscuridades. Enríquez no sólo analiza el miedo como una forma de expresión de la identidad del hombre, sino también como un fin en sí mismo, un objetivo complejo sobre una frágil noción de normalidad.

Ese es quizás el elemento más original en un libro sorprendente: Enríquez no varía la fórmula del relato de miedo tradicional pero le agrega un giro inesperado que lo dota de un lustre inesperado y poderoso. En sus cuentos hay casas encantadas, fantasmas, brujas, criaturas innombrables e incluso, brillantes insinuaciones al más puro terror Lovecraftiano, pero también hay una rara sensibilidad al contexto, una poderosa reflexión política y social que dota a cada narración de un enorme valor anecdótico. En cada cuento de Las cosas que perdimos en el fuego palpita una siniestra conciencia sobre los lugares innombrables de lo cotidiano, las pequeñas grietas hórridas de lo evidente. Es justo en ese juego de sombras que Enríquez encuentra su mayor fortaleza, lo que distingue a su colección de relatos de cualquier otra. La percepción salvaje, dúctil y mutable de la humanidad que se transforma, que se afianza sobre la percepción de la identidad y la individualidad. La comprensión de quiénes somos y en especial, quienes podemos ser. El monstruo que habita al margen de lo monótono y que acecha desde el miedo como una amenaza tácita, silenciosa y persistente.

Tal vez por ese motivo, Mariana Enríquez analiza el terror como un mosaico tenebroso en el que las piezas encajan por su capacidad para mostrar algo más complejo que un instinto primitivo y visceral. Su libro explora a profundidad los entresijos de las relaciones humanas y los dota de una crueldad refinada y desoladora que termina por arrasar cualquier percepción del miedo como un elemento simple. En Las cosas que perdimos en el fuego el terror es un preludio para una filosofía sobre lo barato, lo insignificante y lo habitual, todo revestido de una percepción sobre lo maligno que asombra por su consistencia. La escritora enfrenta lo enfermizo y lo pesadillesco con una elegancia que denota un pulso firme para reconocer los recovecos de la ferocidad del hombre contra el hombre. Esa pulsión de lo inmediato que oculta un instinto mucho más elemental del que se muestra a simple vista.

Para Enríquez el miedo es algo generacional, que transita entre la pobreza, la carencia y la insensatez. Contempla a los hijos de su natal Argentina  — escenario de todos sus cuentos —  con una comprensión durísima sobre su falsa elegancia, sobre las esquinas llenas de clasismo y discriminación. Todos los personajes de Enríquez sufren de la misma incapacidad para comprender a quienes les rodean, para asumir su existencia desde la sencillez y es en esa rudimentaria complejidad, en la que Enríquez encuentra el sentido de lo inhumano y lo monstruoso; la belleza de sus radiantes criaturas de sombras púrpuras y urbanas que aterrorizan a despiadados solitarios, a seres aislados y remotos que se enfrentan al terror a ciegas. Una realidad insalvable.

De nuevo, el terror es una excusa para la culpa, el clasismo, las fallidas relaciones de pareja, el patriarcado, la crónica de las desgracias nacionales de un país en constante evolución. No hay un solo giro argumental o una única visión sobre el pasado o el futuro que no esté firmemente sujeta a esa amplificación del terror inaudito y secreto que se sostiene sobre lo aparente. La extrañeza cotidiana da paso a algo más fecundo: una penumbra desigual que avanza y devora toda justificación plausible. El miedo en la obra de Enríquez no se justifica ni media con ninguna otra idea aparente, sino que se comprende como un vínculo inmediato entre lo que cuenta y oculta bajo sus amplios planos de sombras inquietas. Una coherencia espectral entre parajes reconocibles y los que se esconden en la penumbra. En los entornos empobrecidos, las orillas de un río pestilente, pueblos fronterizos sin nombre, apartamentos diminutos, en el aislamiento de la sociedad moderna: Enríquez encuentra en todas partes una presunción sobre lo temible, lo que asusta, lo que se teme. Una leyenda urbana que engloba al resto. Una síntesis conductual del terror como obra única.

No obstante, sus personajes son creaciones individuales de enorme potencia, que evaden el anonimato y son en sí mismos, piezas sustanciales del relato. Los niños problemáticos, las mujeres aisladas, los huérfanos hijos de la calle, los hombres débiles avanzan entre las pequeñas insinuaciones de lo monstruoso con una elegancia que sorprende por su versatilidad. Dependientes, insolentes, irracionales, son piezas inquietantes, que se sostienen sobre una verosimilitud tan poderosa como sugerente. Nada parece irreal en lo real, en la insistente insinuación de algo lóbrego a la sombra. Enríquez no necesita explicarse ni tampoco se toma la molestia de hacerlo: sus leyendas temibles, las historias de sus monstruos permanecen en la penumbra, en el horror inmediato. En los confines de lo silencioso. Es entonces cuando ocurre el miedo, lo sobrenatural: a la distancia, una mera coincidencia. Pero el horror continúa allí, alimentado por una inteligente conclusión sobre lo que se asume verdadero y lo que puede no serlo.

La prosa de Mariana Enríquez rebosa autenticidad y también, una sofisticada elegancia helada que permite a sus historias fluir con enorme facilidad. Sus historias parecen conectadas entre sí, aunque no lo están y esa percepción del todo que acecha  — del que se asume realista, del que se crea base de pesadillas íntimas —  lo que crea un mundo lóbrego y creíble. Es una pequeña trampa abierta para capturar al incauto y quizás recordarle que la verdadera maldad  — que apenas puede entreverse en medio del horror —  es algo más que una ponzoñosa medida del espíritu humano. Es quizás un anuncio de un espacio oscuro e inexplicable al borde de la razón, que Mariana Enríquez describe desde sus pesadillas.