A Aidan, que me trajo naranjas y tortillas
Haya venido de donde haya venido, el Coronavirus nos puso en esta crisis global. Nos ha pegado a todos y nada volverá a ser lo mismo. La clave es si ese “nada volverá a ser lo mismo” beneficiará a unos cuantos o si disparará la solidaridad en el orbe. Para empezar, esta pandemia nos enseña que ricos y pobres, nativos e inmigrantes, deben contar con un seguro médico. El virus no ha respetado ingresos ni ha exigido visa de entrada. La pandemia también nos enseña que los avances de la ciencia médica no son trapos que se venden al por mayor en el mercado. De esa comunidad científica, ahora tan expuesta, ya está resurgiendo una ética.
Durante veinte años trabajé como maestro de español, y con gripe y con calenturas no dejé de asistir a mis clases. Pues necesitaba el dinero y la institución me detenía el pago si no daba la clase. Exponía de esta manera a mis estudiantes y a mi propia salud. Claro que también disfrutaba de la presencia de mis alumnos, como si mi espíritu necesitara de esas tres horas semanales.
A lo largo de treinta inviernos he tenido gripe por una o dos semanas y no he dejado de ir al supermercado, a sabiendas de que me tomará treinta minutos y que regresaré a casa para prepararme un buen caldo. En realidad nunca he considerado que en ese ir y venir por los pasillos de la tienda he contagiado a algún cliente o a los trabajadores. Después del Coronavirus, esto ya no volverá a ser igual. En la cuarentena actual una compañera del trabajo me envió un mensaje de texto para decirme que tenía los síntomas del Coronavirus y que su hermana había resultado positiva. Eso me colocó en una posición difícil, pues según los protocolos no debo salir de mi casa. Es la primera vez en mi vida que llamé a un vecino para que hiciera las compras por mí y que las dejará en la puerta de mi casa. Este joven milenio ni siquiera dudó. Hizo las compras por mí y dejó tres bolsas de comida afuera de la puerta. De inmediato me llamó para ver si necesitaba algo más. Mi llamada y la actitud de ese joven es lo nuevo.
La enfermedad nos encierra en nosotros mismos y conlleva su grado de egoísmo. Decimos “me duele”, “convalezco”, “me recupero”… Siempre es la primera persona del singular. Acaso a partir de esta pandemia global logremos un equilibro entre esa primera persona del singular y la primera persona del plural. Un espacio común, o como decía Octavio Paz, donde tú y yo somos nosotros. Pero no un nosotros limitado al hogar, al barrio, a la ciudad o al país. Ese nosotros tiene que ser cercano y global. La pandemia nos ha enseñado que la Tierra está cubierta por una misma tela.
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