Malasangre de Michelle Roche Rodríguez

Michelle Roche Rodríguez. Foto: Emilio Kabchi

 


 

Malasangre de Michelle Roche Rodríguez

Anagrama, Barcelona, 2020. 240 páginas, $22.95, ISBN-13: 978-8433998903

 

Se dice que el vampiro es el monstruo más atemporal de todos. Y quizás esa mutabilidad radica en su capacidad de no sólo reflejar la época a la que pertenece, sino también los apetitos que se esconden bajo la cultura y la sociedad que le teme. De criatura nacida de la imaginación —o en eso coinciden la mayoría de los escritores— de las tribus más antiguas celtas y egipcias, el vampiro ha evolucionado hasta convertirse en una figura lóbrega que además resume las pulsiones, inquietudes y obsesiones sobre la muerte, la incertidumbre y la futilidad de la vida. El vampiro que bebe sangre para sobrevivir y asesina para mantenerse joven, encarna la capacidad para crear y también, vencer a la muerte, convirtiéndola en una forma de sexualidad profundamente expresada a través de ideas inquietantes sobre la carnalidad. La sed insaciable y el sexo, convertidos en un acto de sublime agresión.

La novela Malasangre (Anagrama, 2020) de la escritora venezolana Michelle Roche Rodríguez, no sólo juega con la idea de la sexualidad del vampiro como una fuente de libertad e independencia, sino con la longevidad y el poder de la sangre como una forma de avaricia y codicia que se entrecruzan con el mal y el bien en un discurso muy parecido al gótico del siglo XIX, pero reinventado para una sociedad obsesionada con la posibilidad del deseo como una forma de pecado. Los vampiros de Roche Rodríguez, en realidad, son un espíritu sin fronteras que evade cualquier explicación sencilla. La novela —que además es un recorrido cuidadoso y sobretodo profundamente meticuloso por la historia de Venezuela— enlaza la concepción de lo vampírico con algo mucho más retorcido y que vincula a la sangre, con una dimensión de la existencia a través de un apetito indescifrable.

Malasangre, ambientada en la década de 1920, muestra a una Venezuela rural que roza un tipo de riqueza súbita que apenas se adivina. Juan Vicente Gómez comienza a ser una figura relevante, pero por el momento y en el contexto de la novela, es sólo un hombre de talante pausado y extrañamente siniestro que podría de alguna forma simbolizar al vampiro clásico. No obstante, Roche Rodríguez toma la inteligente decisión de desviar la brújula de lo obvio para crear un personaje vampírico tan poderoso como extraño: un adolescente que no sólo descubre que su familia guarda un lazo de enorme poder y antigüedad como un tipo de secreto maligno sino que además, crea una conexión inquietante con algo más duro del comprender a través de la metáfora de la sed eterna, lo que convierte a la vida política en un vínculo tenebroso, que ejerce poder y al final dominio total, de un país inocente.

La analogía es clara: es evidente que la autora toma la condición victoriana de la novela Drácula y la convierte en una reinvención de las características latinoamericanas más comunes. Venezuela podría ser el reflejo de la dama victoriana en pleno crecimiento, que se tropieza con una criatura sedienta de su sangre y que no sólo la dominará sino que al final terminará por convertirla en algo por completo distinto y desasosegante, una criatura que medra bajo la oscuridad y entre rutilantes festones y lujos. La novela de Roche Rodríguez es una crítica solapada no sólo a un sistema de gobierno que creció al abrigo de la complicidad y el beneplácito de las grandes familias venezolanas, sino también es una forma de convertir el vampirismo en una figura que pueda no sólo metaforizar la propia sed de sangre, la muerte y la condición de la vida eterna como una búsqueda de respuestas hacia algo mucho más complejo acerca de la incertidumbre, en mitad de la certeza de la finitud de lo que somos.

Roche Rodríguez también reconfigura al vampiro, como una figura con el suficiente poder como para analizar las consecuencias de sus actos, los que a la vez le conectan con la historia su alrededor. De la misma forma que Drácula en su Castillo sueña con el pasado, pero a su vez imagina un futuro en la Londres victoriana, los personajes de Roche Rodríguez imaginan tanto el futuro como el pasado en una línea que enlaza no solamente la forma en que el vampirismo puede comprenderse, sino también la perpetuación de la connotación del hombre en busca de significado. La sombra de Jung se manifiesta a través de la obsesión de la sangre y a su vez, de la sangre a través de un mito que se reinventa en una dimensión tan fresca y original que sorprende por su buen hacer. Para Michelle Roche Rodríguez, el vampiro no es sólo una mirada hacia el futuro a través del pasado sino también una criatura consciente de sus poderes y su capacidad para dominar, lo cual lo utiliza con una sabia capacidad para elaborar un discurso concreto sobre las nociones de la belleza y el temor que también anidan en el mundo de uno los monstruos más queridos de la literatura universal.

Sed de sangre.

Corre el año 1921 y Diana, una adolescente caraqueña, hereda de su padre la necesidad de sangre. La novela amplía la versión del mito del vampiro y logra crear no sólo una línea patrilineal, sino también una condición que concede a los vampiros de la escritora un poder extravagante y poco común como es el heredar no sólo su capacidad para beber sangre –la sed infinita– sino también el hecho de la inmortalidad. Es entonces cuando el vampirismo se transforma en una forma de línea histórica, lo que plantea la pregunta sobre el origen del poder, algo que Roche Rodríguez también enlaza con la noción del desenfreno, tal y como se asumen en Latinoamérica. Es un acierto que permite que la novela sea mucho más amplia que una concepción sobre las nociones de la historia y un contexto social que permita comprender a Venezuela, mucho antes del boom petrolero.

Diana podría ser también el epítome de la vampira literaria usual como Carmilla de Sheridan LeFanu: como la criatura del escritor, Diana es también insaciable, tanto en lo sexual como en lo pasional. La inteligencia y la curiosidad el personaje desborda de vitalidad en una atmósfera de élites en las que su naturaleza desafía a la sociedad patriarcal y religiosa que la envuelve. De hecho, Diana no es solamente una vampira sino también una mujer capaz de construir una nueva visión sobre lo que lo femenino puede ser no solamente dentro de la novela, sino también en la literatura latinoamericana. De la misma forma que en su momento Doña Bárbara, de Rómulo Gallegos, representó a un tipo de mujer desconocida en el continente, Diana también representa a una figura en la que lo monstruoso se combina con la feminidad y la voracidad. Diana, como vampira, se deslinda del estereotipo de la mujer frágil, de la damisela en peligro y se transforma a sí misma en una poderosa visión sobre la búsqueda de una identidad fragmentada, en mitad de una serie de exigencias que Diana no solo no rompe, sino que trasgrede desde una potente capacidad para mostrarse como el reflejo de una mujer misteriosa de la que apenas comenzamos a descubrir su verdadero poder.

¿Es Malasangre una novela feminista? podría decirse que con su insaciable deseo sexual y de sangre, la criatura creada por Michelle Roche Rodríguez tiene toda la capacidad para transformarse en un símbolo de poder y empoderamiento. No obstante, la escritora es lo suficientemente sutil para crear un arquetipo en lugar de un ícono, lo cual brinda a la novela una extraña y seductora profundidad. En realidad, si la novela pudiera ser definida bajo un solo género –que es casi imposible hacerlo– podría ser el de una visión gótica, que además construye una versión de la realidad profundamente dura e inteligente sobre los escenarios en los que el personaje se mueve, no solamente como como una figura refulgente sino también, como un espectro venido de otra época, que además representa un tipo de capacidad y energía desconocida hasta ahora en la literatura latinoamericana.

Es un buen momento para la literatura del continente: desde la novela Mandíbula de Mónica Ojeda, las progresiones y visiones góticas de Mariana Enríquez, hasta llegar a la Diana de Michelle Roche Rodríguez, lo sobrenatural parece tener la capacidad de enlazar no sólo la belleza con algo más extraño pero sobre todo mucho más complejo de comprender a primera vista. Mientras Diana se pasea entre salones llenos de festones y forma parte de intrigas palaciegas, la reinvención del vampiro de Michelle Roche Rodríguez crece y se hace mucho más compleja de lo que pudo haber sido una simple comprensión de la mujer como parte de un sistema de valores que no sólo le restringe, sino que además, le limita. Esta vampira es el centro nuclear de una historia de considerable poder en más de una manera, y también la demostración que la literatura latinoamericana y sobre todo de la pluma femenina, comienza a ser cada vez más fuerte, más poderosa y de la misma manera que Diana, por completo insaciable.