Resurrección de octubre

 

En plena tarde el joven Quick ve achicarse las orejas de la Mamá Coneja. Polvo de fresa y vainilla le dio en su infancia ese cuerpo agonizante. En el valle de los conejitos, ¿cuántas veces escuchó Quick que las mamás conejas, si son buenas, renacen en otro animal? Quick busca en el rostro de su madre acaso el nacimiento de un labio de poeta. Pero no: la respiración se va espaciando en el labio leporino y a medianoche alcanza a balbucear una frase: “la tierra es luz”. El pelo de ella adquiere el color del pasto, las uñas se van volviendo tierra.

Quick camina alrededor, olisqueando el cuerpo, como presenciando el estertor de cada órgano y articulación. Cierra los ojos para preguntarse si una coneja, madre de ocho, sigue siendo coneja si ya no salta. Y ese último salto debe darse hasta el ombligo de la luna. Aquella luna, azteca, otomí. Quick abre los ojos con la esperanza de encontrar los colmillos y la lengua de una temible leona. En vez de balbuceos, un rugido o la ponderosa cola que espanta moscas. Sólo descubre la lengüeta de su madre lamiendo el labio superior izquierdo, luego el derecho. “La tierra es luz”.

Timbra el celular. Quick aprovecha para responder la llamada, tiempo que tendrá su madre de transformarse en vaquilla brava. ¿O qué tal una cabra cimarrona? ¿Quién le llama? ¿El mayor o el menor de los hermanos? Ah, el de enmedio. Quick cuelga el celular y halla el mismo cuerpo agobiado, sumido en un latido, las patas recortándose, el cabeceo incesante. Amanece. A Quick le gana el sueño, acaso segundos que le saben horas. Despierta con el sol de la cosecha y encuentra enfrente un hueco. Más allá un pequeño reptil que se abre paso entre la hierba. Una hermosa lagartija que escala el árbol, se precipita entre la rama, se planta en el muro, un adobe, otro adobe…