De cierta arena de Maricela Duarte-Stern
Ediciones La Mirada, Las Cruces, 2020. 117 páginas, $10, ISBN-13: 9781071137383
Al revisar la edición del primer poemario de Maricela Duarte-Stern, De cierta arena (Ediciones La Mirada, 2020), tuve la impresión de que las palabras preliminares y las del breve epílogo (firmadas por Eduardo Cabrera y Anna Francisca Rodas Iglesias, respectivamente) comenzaban por el final: daban por madura y cristalizada una poética que no pretende ni posee tal solidez. Me parece que ambos textos de marco dan por cerrado un proceso que apenas comienza, pues en realidad este es el inicio del camino lírico de esta autora chihuahuense radicada en Estados Unidos desde el 2002.
Personalmente creo que ambos textos de opinión se saltan lo que más me interesa del libro en tanto lector: su candidez, su pulso, su timidez temeraria, su empeño en querer decir, en medio de un tanteo que se mueve entre lo incierto, lo intuitivo y la exploración. Nada de lo anteriormente dicho debe confundirse con una personalidad poética débil. La de Duarte-Stern no lo es en absoluto, no evade nunca la ferocidad y el peligro. Es fuerte del mismo modo en que, a veces, la pregunta es más poderosa que cualquier respuesta, la duda puede ser más fértil que la fe, y la vivencia más simple es más consistente y penetrante que cierto retoricismo bien calculado y simétrico. La autora se mueve sin miedo a lo efímero y mutante, consciente de que “todo es pasajero” (98). Podría decirse que parte de su consistencia poética está precisamente en el reconocimiento de sus (también las del lector) limitaciones humanas ante el lenguaje, el misterio y la muerte, consciente de que “existo / para un no-sé-qué” (97).
El poemario de Duarte-Stern precisamente inaugura una línea de trabajo dentro de Ediciones La Mirada, casa dirigida por Jesús J. Barquet: la Colección Nuevas Voces, que apuesta por nuevas voces líricas en español, por autores de origen hispano que comienzan a probar su sensibilidad poética y se aventuran a publicar un primer poemario. El cuaderno está organizado en cuatro secciones: “De cierta arena”, donde se recogen esencialmente textos metapoéticos, es decir, textos en los que se reflexiona sobre la poesía y el lenguaje, “Gatos de niebla”, donde se aborda, hablándole al Amado, “la fiera sarnosa del amor” (51), “Mudanzas”, donde el entorno, la naturaleza, lo familiar y lo culinario se fusionan y transforman en medio del “todo fluye” heraclitiano que apunta Cabrera (12) y “Escenarios”, donde se describen ciudades y lugares fronterizos entre Estados Unidos y México, y escenas de violencia humana.
En cuanto a lo formal, este libro prescinde de signos de puntuación en general y los títulos de los poemas casi siempre se convierten en el primer verso, incluso a veces comenzando una pregunta que se termina en los versos siguientes, como sucede con “¿Recuerdas” (56) y “¿Por qué mandas flores” (57). El lenguaje, lo poético, el amor, la naturaleza, la ciudad y la violencia se presentan así como experiencias que, aun cuando constituyan el centro de cada una de las secciones, se comunican, traspasan y entremezclan de una a otra.
En un poema como “Que no me toque el mundo”, desde una forma imprecisa en el decir (sin que ello tenga ningún sentido peyorativo), el sujeto lírico intuye lo homérico desde lo íntimo —“el alba con sus manos de ámbar”—, el peligroso juego metafísico del lenguaje —“esta jaula de palabras”—, y también la experiencia de nombrar y ver las reacciones: “Digo su nombre / y la luna vuelve su rostro”, “antes que diga la hora de ducharme” (17). Su acercamiento al entorno se da, desde el título, a través de la negación y la sospecha, lo cual no impide un acercamiento, desde la descripción y el diálogo, a la naturaleza y al otro: “Que no me toque el mundo”, “no quiero que destruyan esta jaula de palabras / de mariposas negras” (17). El lenguaje es, entonces, una especie de encierro, de cajón que, aunque reconozca su cerrazón, no quiere destruir o negar o prescindir de la sintaxis y las palabras. Desde este poema que abre el cuaderno, uno descubre una voz que busca y tantea, que teme y observa, que vacila, pero también se aventura. Y como reconoce, además, en “Excavar en el origen”, se dispone a “rumiar como la más gorda de las vacas / los tallos lacerantes de la duda” (37).
La libertad que puede dar lo poético siempre parece amenazada por el lenguaje mismo, o por su propia naturaleza, de ahí que el sujeto lírico reconozca que “[A] fuerza de escribir / detengo el tiempo / como el cuervo posado / sobre una cerca de púas / en el blanco paisaje” (25). El lenguaje es límite hacia qué, parece preguntarse. La escritura persigue un secreto casi ajeno al lenguaje, un enigma —abismo o fiera rugiente— al que solo el poeta se acerca apenas, como leemos en “Cuando el poeta escribe”. El yo poético reconoce que la cárcel del lenguaje pretende conseguir o llegar a encarnar el rugido abismal, el grito no articulado: “El poeta busca / y en su travesía / solo logra recolectar / las minúsculas huellas de la fiera / que aún ruge a lo lejos” (27). Este poeta enunciado en tercera persona, especie de experiencia íntima vuelta personaje en medio de lo lírico, viene a confirmar la exploración vacilante y a la vez temeraria que caracteriza al poemario de forma general. Además, en “Hay poemas que se buscan” la tercera persona animada viene a ser el verso o el poema. La voz poética los usa para reconocerse en “un canto incompleto”, en versos que “entierran a los versos” (28), y en el acto mismo de presentir. Por ello me parece que esa incompletez reconocida de lo lírico comulga bien, incluso desde lo doméstico y coloquial de ciertas líneas, con la idea sostenida de la imposibilidad e inevitabilidad de lo poético. Y todo ello converge en un conjunto de poemas cuyo lenguaje se siente impreciso e indagador en su pulsión más sincera. Por ello el yo lírico aconseja que “[n]o te fíes de las palabras / que alguna vez / florecieron en tu boca // Escucha solo aquellas / que echaron sus raíces / en cada latido de incertidumbre” (83).
La poesía no salva, es un intento continuo de salvación fallida, pertenece a una especie de inutilidad útil, es un tipo de consuelo a medias, la marca de un deseo suspendido, de una libertad vislumbrada y negada a la vez: “Escribo otro verso / sé que al otro lado del mundo / y dentro de mí / alguien muere” (30). Lo poético se funde con un “camposanto donde renace la hiedra de los siglos”, viene a ser una “cosmogonía [siempre] a punto de derrumbarse” (32), o “una incansable saciedad / siempre deseándola / siempre inasequible” (38). La metáfora parece en estos textos metapoéticos la constancia y negación de una posibilidad infinita e ignota que termina en “resignación y locura” (35).
De cierta arena presenta a una voz poética que, en medio del tanteo y la intuición, consigue momentos perdurables y atendibles cuando orgánicamente funde su tono cotidiano y coloquial con preguntas temerarias sobre lo poético y la muerte. Su diálogo con una segunda persona (ya sea el Amado o no) se siente más logrado cuando al deseo se le agrega una especie de sinceridad visceral, que es a la vez rotunda y flamante, como cuando expresa: “Amado / te ofrezco todo lo que tengo / una fosa para morir en paz / en el huerto que tú mismo has creado” (47). En poemas como “Se desprende” y “¡Pásele seño!” la respiración paratáctica y entrecortada de la frase provoca atención y sobresalto. El arma más poderosa de este libro radica en la sencillez de sus textos, en la franca y frontal simplicidad de su lenguaje que consigue asomarnos al complejo abismo de lo infalible mientras miramos los ojos de la abuela que, al morir, “se lo llevó todo” y “nos dejó todo” (81).
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