Foto: Cortesía de la página Facebook: "México punk, chavos, banda, caos urbano"
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Los últimos destellos del sol reposaban en su rostro cuando ahorcaba el cuello de una caguama. Su mirada fúnebre perseguía la estela de humo que se desprendía del cigarro. La luz se escabullía detrás de los tinacos en las azoteas. La tarde caía sobre las cabezas oscilantes en las avenidas. Fue entonces que Nazareno decidió fugarse.
Juan, el tipo duro y ebrio de los cabellos en cresta, el punk implacable de la cuadrilla, el desentendido de toda moral, creencia y gobierno; un hombre fuera de toda doctrina secular, adepto a su único ideal: “vive rápido, muere joven”. Antipática cosmovisión a lo Sex Pistols… era sólo un idiota.
De nombre Juan, como De Marchi, el zapatero anarquista italiano miembro del grupo Umanità Nova. El mote de Nazareno se lo adjudicaron por el indiscutible parecido con el redentor de los pobres, por sus famosos delirios mesiánicos en la vía pública, cuando borracho, en las afueras de alguna cantina, balbuceaba que el mundo se iba a acabar y el punk con él.
El Nazareno moraba en la azotea de sus padres, aunque pocas veces pernoctaba en ese lugar, sus lazos familiares habían desaparecido desde el día en que abjuró de su catolicismo, un domingo de ramos durante la cena:
—Existieron hombres que adoraron a un enorme gusano emplumado, otros, a borrachos guerreros nórdicos, hay quienes creen en un asceta obeso iluminado por la humildad, o en un emperador etiope que no se bañaba, y de entre todos estos excéntricos, nosotros tuvimos que elegir al peor: un pinche carpintero pederasta.
Fueron las palabras de un ateísta que había arraigado una profunda aversión por las deidades, la idolatría y el fanatismo. No obstante, muy en el fondo de su desgobierno, temía a esa insubordinación que lo llevaba a abdicar de toda creencia popular, sollozando a oscuras en las noches de su azotea.
—Y dios creó el punk, y vio que era mejor que él.
Nazareno lo había decidido; inocuo para sí mismo, apatrida por repulsión y anarquista por tedio. Resumió su vida en un Tonayán con Kool-Aid y la constante desilusión de haber caminado infructuosamente por los vericuetos de la vida. Concibió su inmolación como un grito de protesta contra la savia que lo había aprisionado en un barrio infestado de creyentes. “El punk es un movimiento que sirve para rebatir actitudes sociales que han sido perpetuadas a través de la deliberada ignorancia de la naturaleza humana”. En la total falta de sentido a su vida, y frente a ese semianalfabetismo sindical que lo había abatido, encontró su propio movimiento: el de la muerte. Exhalando bocanadas de marihuana impregnada con cristal, decidió rodar fuera de este mundo.
—Fuimos educados bajo opiniones dogmáticas, no quieren que estemos educados para causar un alboroto por hacer preguntas difíciles. Muchos sencillamente están de acuerdo con los conceptos imperantes, y nunca expresan sus propias opiniones, lo cual es análogo a una muerte prematura del individuo.
Tomó una botella de mezcal que escondía en una maceta. Señaló solemne desde su atalaya la iglesia que se erguía entre la maleza de las casas. Bajó, osado, cada uno de los escalones y se encaminó a la ermita, un inmueble tosco que lo aguardaba preponderantemente. Se detuvo a las ominosas puertas del lugar, en donde se erguía una cruz más grande que la fe misma: madera vieja. Se quitó la playera en la que llevaba eslóganes que él mismo había escrito con marcador indeleble: “dios está muerto. Errico Malatestta está muerto, Camillo Berneri está muerto, Francisco Ferrer está muerto, Volin está muerto, Bob Black está muerto, Emma Goldman está muerta, Sid Vicious está muerto, Juan Nazareno está muerto”. Le dio un trago a la botella e introdujo el paño en la boquilla, agitándola hasta humedecerlo del todo. Le prendió fuego y lo arrojó a los pies del portón, trazando una estela de reproches y fuego hacia la cruz. El estallido provoco un aluvión de llamaradas que se precipitaron fieramente sobre él, atrapándolo en una manada de flamas que arremetía con eólica voluntad contra su cresta.
La desesperación lo hizo correr de un lado a otro, nadie en su ayuda, un rastro de llamas con hedor a mezcal barato sobre el asfalto; el aire arreciando cada vez con más fuerza, las campanas replicando con éste, armoniosamente, sutiles, arriba en las garitas, armonizando poco a poco la amargura de la avenida; mientras que el Nazareno se revolcaba entre alaridos y estridencias.
El escándalo congregó en poco tiempo a los colonos que horrorizados y presas del exhibicionismo más mórbido, se persignaban contemplando la degradación del cuerpo de Juan. Se marchaba satisfecho, cualquiera que haya sobresalido en una multitud palpa la verdad de la experiencia.
Quedaría ahí Juan y sus reproches, Juan el del cabello en cresta, Juan el del rostro cadavérico y mirada hostil, Juan Nefasto, Juan el de las manos de niña, Juanito Punk, Juan Nazareno. Lo extinguiría el mismo aire que odió bajo el calvario y la cruz de mezcal, yacería ahí la existencia del penitente en las cenizas cochinas que volaban por el barrio; en el horror que cundía en las vecindades. Sus amigos no se atrevían ni a verlo, un cuerpo calcinado, disminuido, mohicano suprimido.
La sirena acechaba ya en el horizonte, y una voz emergida de entre la multitud selló el destino de aquél incrédulo.
—Que dios lo guarde en su gloria.
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