A mi Estela, en nuestro Aniversario
—Quinta parte: Últimas tardes con Rosario y Ricardo
(Final en la Europa)—
(parte i)
Todo comenzó el 8 de diciembre de 1980, Día de la Purísima Concepción. Estela y yo habíamos viajado en automóvil desde Chicago hasta el pueblito donde nacimos, en Durango. Había sido largo el viaje: unas 33 horas por carretera. Ardua, sobre todo, la bajada a Santiago, la tierra de los Revueltas. Era nuestro primer viaje a México ya juntos, casi otra luna de miel (glorioso 1978). Parte del trayecto lo habíamos hecho siguiendo al destartalado coche (un Camaro 66) de mi primo Teto, con mi tía Cuca a bordo. Ansiábamos visitar a los parientes y yo —muy presumido— quería exhibir la belleza de mi Estela. Llegamos a La Puri cansados, pero felices.
La fiesta de La Purísima fue, como siempre, motivo de alegría para la comarca. Hubo cohetes, vendimias callejeras y —por supuesto— interminables misas. Yo, agnóstico desde mis 15 años (me gustaba el calificativo librepensador), no participaba de los fervores religiosos de mis paisanos. Para nada. Pero disfrutaba a mis anchas el jolgorio, y ver las callecitas de La Puri atestadas de gentes a caballo luciendo sus sombreros de 50 dólares. Estela, tolerante que ha sido siempre con mis ideas jacobinas, entró a la iglesita acompañada de sus tías y primas. La noche del Día Ocho vimos los fuegos artificiales (los cohetes) desde la casa de mi tío Chuy, frente a la iglesia, y escuchamos los corridos, algo desafinados, de la banda pueblerina.
El 9 de diciembre, muy temprano, agarramos camino de regreso a Chicago. Yo quería hacer una parada en Cd. de Durango para visitar a mis primos, los hijos de mi tía Fina y José Arenas. En 1970, por una emergencia, ya por terminar mi secundaria, me habían dado cobijo en su casa. Por tres meses me sumé a la numerosa prole. No recibí más que amor de todos ellos.
A 33 millas de Durango hicimos un alto en Chupaderos, un pueblito mejor conocido como La tierra del cine, el Hollywood mexicano. Aficionado a la fotografía que era yo (había tomado un pequeño curso), no iba a desaprovechar la oportunidad de tomarme unas fotos con Estela en el escenario de cintas tan legendarias como The Wild Bunch de Peckinpah y The War Wagon. En la Plaza de Armas de Durango, frente a Catedral, no era nada infrecuente ver sentado, tan campante, a un Indio Fernández, a un John Wayne o un Kirk Douglas. Chupaderos comenzaba ya su etapa de dinosaurio, por el declive del Western en las preferencias del público. Guardo fotos de esta última visita.
Nuestro pequeño auto Spirit iba repleto de libros. Una de las razones principales de tan larga travesía, al grado de exponer la vida de Estela —siempre he sido malísimo al volante— era traer el mayor número de libros posible, una bibliotequita que había armado en mi adolescencia. Con nosotros venían los rusos Chejov, Pushkin y Dostoievski; los ingleses Chesterton, Wilde y Dickens; el francés Dumas con su inseparable Víctor Hugo; Poe y Twain eran felices con los niños Sainz y José Agustín —ante los ojos irónicos de Erasmo, Voltaire, Papini, Russell, y otros. Medio ocultos en aquellas 7 cajas venían los tres tomos (encuadernados ex profeso en tapa negra, dura) de 77 números de la historieta Los Supermachos, de Eduardo del Río Rius. Más escondidos aún venían Las Aventuras de El Comodín y los gigantescos tomos encuadernados (tapa dura) de la revista Duda, que hablaba de cosas importantísimas como las civilizaciones perdidas y los OVNIS. Con semejante compañía mi querida Estela estaba segura. Todo bien.
Nada más llegar a la casa de mis tíos en la calle Cuauhtémoc, me reconoció un niño —tendría unos 12 años— que jugaba con sus amigos enfrente del edificio. Corrió al auto lleno de júbilo. “¡Híjole Beto, qué gusto! ¡Oye, qué carro tan padre traes! Es un Espirit ¿verdad? Aquí no les decimos así, les decimos de otro modo. Oye Beto, me acuerdo que, cuando estabas acá con nosotros, escuchabas mucha música. Ponías mucho a Los Beatles, ¿verdad? Yo me acuerdo”.
—Claro, Oscarito —le respondí. Entonces me dijo—: ¿Y ya sabes que mataron a John Lennon?
Hay alta tensión en el Spirit. Los libros callan y lloran. Estela y yo oímos por radio las canciones que se intercalan con los reportes noticiosos. Nos vamos enterando de algunos pormenores: un jovenzuelo algo regordete, de mi edad (23 años), temprano en la tarde del 8 de diciembre, había interceptado a John Lennon en el edificio donde vivía, el Dakota, para que le firmara su nuevo disco en acetato (LP), Double Fantasy. Luego había regresado y se había apostado junto a la entrada. Cuando regresaron los inseparables John y Yoko y se disponían a entrar a su casa, aquella sombra sin alma, Mark David Chapman, disparó cuatro tiros en la espalda de Lennon. Y todavía peor: en sus bolsillos cargaba una edición del libro de J.D. Salinger, The Catcher in the Rye. Eran las once de la noche, el Dia Ocho. Y nosotros en La Puri de fiesta. La mención de los dos nombres amados junto a aquel psicópata era partirnos la madre.
Mal comienzo para una década que, por otra parte, me trae recuerdos gratísimos. Trabajaba yo entonces en una empresa como ingeniero mecánico; más bien dibujante y diseñador de piezas. Todos los sábados asistía a mis clases de guitarra en Old Town School of Folk Music en su viejo domicilio de Armitage. (Era pésimo estudiante de guitarra.) Un día, con ganas de comprar una chamarra como la que vestía Lennon en una foto de aquellas manifestaciones antibélicas, fui a parar a un Surplus Army Store que estaba en el norte de Chicago, en un barrio llamado Lakeview. Con mi guitarra en su estuche caminé un rato, curioseando, y me topé con la Europa Book Store.
Cada sábado, por la tarde, partía con mi instrumento a la Clark St. y Belmont. Salía con varios libritos y dejaba encargado otros tantos. Ya me reconocía Judy, una gringuita pecosa y amable que hablaba francés y perfecto español. Además de estos dos idiomas, en la Europa había una pequeña selección de alemán. A veces me topaba con un viejo malhumorado hablando en francés con Judy. Se trataba de Hubert Mengin, uno de los dueños de la librería. Mis visitas frecuentes intrigaban a Messié Mengin. “¿De dónde diablos saca usted los autores?, —me dijo un día—. Aquí nadie pregunta por ese Pacheco o ese Monsiváis, en esta librería. Son una lata. Las editoriales mexicanas nunca responden enseguida. ¿Por qué no se va con los de España?”
Así comenzó mi amistad con los franchutes. Descubrí que a pesar de sus groserías podían ser personas exquisitas, confiadas y buenas. Una tarde, Hubert me invitó a comer al restaurante mexicano “El Jardín”, a dos cuadras de su librería. Como nuestras pláticas eran por lo regular banales, pensé que quería matar su aburrimiento hablando un poco conmigo. Pero no: quería saber de mi vida, de veras. De mi familia, de mi trabajo, de mis aspiraciones (si las tenía), de mis estudios, etc. Y todo al ritmo de unas sabrosas enchiladas de queso y cervezas mexicanas. Ya al final me dijo: “Creo que eres el hombre que necesito. Ya estoy cansado de los rateros”.
Parece que había tenido a tres gerentes en su Europa que habían resultado muy de uñas largas. Mencionó a un puertorriqueño, un tal Amil, que resultó más decente pero se le huyó a la Yuquiyú, una librería que estaba en Division Street, y que ahora le hacía la competencia. La pecosa Judy era buena onda pero la necesitaba en su distribuidora central, en Evanston. Le dije, preocupado, que yo no hablaba ni pizca de francés o alemán; que cómo carajos podría yo serle útil. “Con tu inglés y tu español es más que suficiente” —me dijo Hubert Mengin—. “Lo que ahora me urge es tener al frente de la Europa en Clark a alguien que no me espante el sueño. David [Chmielnicki, su socio] y yo, hace tiempo que andamos buscando a alguien que sepa de libros y que no tenga 23 uñas.”
Así es cómo fui a parar a la librería Europa de Chicago, a mediados de 1982. Otra de esas cosas casuales, venturosas, de mi vida. En mi juventud duranguense jamás imaginé ser librero. Ya he contado parte de la historia en un artículo publicado en El BeiSMan sobre Walter Briceño y su (nuestra) revista quincenal La Razón. He sido afortunado: he vivido entre libros. El dinero es, quizá, lo que menos me ha impresionado de la gente. Como Hubert y David Chmielnicki, he buscado más irme rodeando de buenos amigos, con inteligencia y el corazón bien puestos. De ellos escribo.
Un día llegó a la Europa un joven que hablaba español con acento caribeño. Vio que nuestra colección de LP s franceses había disminuido considerablemente. Los apolillados álbums de Charles Aznavour y Edith Piaf estaban arrumbados en una esquina. Habían sido desplazados de su sitio original por Atahualpa Yupanqui, Piero, Violeta Parra, Víctor Jara, Quilapayún, la Nueva Canción Chilena, Silvio Rodríguez y toda la Nueva Trova Cubana. “Oye…pero ¿qué pasa aquí? Mira dónde a ido a parar la Piaf. ¿Qué está pasando con estos discos?” “Nada, —le dije— lo que sucede es que mi jefe Hubert Mengin y yo somos los únicos interesados en Aznavour y Piaf. Aunque no estoy muy seguro que a Hubert le guste tanto el Aznavour. Pero como es su viva imagen. Nada más ve la foto del disco. Voy a probar con los gustos míos”. Se volvió loco. Era Jochy Herrera, estudiaba medicina.
Ricardo Armijo se pregunta (y luego se responde) en su “Historia silvestre de las revistas literarias en español de Chicago”, en los últimos párrafos del citado Pie de Página: “¿Qué se ha ganado con todo esto? Lo más importante: la guerra contra el silencio. Ninguna generación de hispanoparlantes que nos ha precedido se ha expresado exclusivamente en español, si es que ha logrado expresarse del todo. Este evento sin precedente presenta una serie de problemas propios que van más allá de la simple articulación o expresión literaria. […] Salimos del orden de nuestros respectivos países para caer en el caos y el silencio de éste. Nos ha tomado once años [1989—2000] recobrar nuestra voz, y se oye distinta a la que dejamos atrás. El híbrido que se está formando aún no tiene nombre; quién sabe si lo llegue a tener en un futuro cercano, porque la verdad es que la literatura que producimos actualmente tiene las fronteras equivocadas. […] Lo que no hay que hacer es dejar que nuestra expresión caiga en el letargo, porque el pensamiento que se estanca, se pudre.” —R. Armijo, Chicago, enero 2002.
En una conversación grabada en el verano de 2003, sin fines de publicación, Ricardo Armijo le contó a su amigo César Romero: “En 1992, llegamos acá varios escritores de distintos países. Yo soy de Nicaragua. […] Nos encontrábamos en la misma ciudad y recorriendo las mismas calles. Una vez coincidimos en un bar que se llamaba Voltaire, y hubo una química inmediata. [..] El grupo ya había sacado una revista que se llamaba Fe de erratas, pero con la infusión de la nueva gente, la revista empezó a expandir sus horizontes. […] El grupo se dispersó un poco y algunos después sacaron Zorros y erizos […] En proyectos más recientes, como Tropel, participaron Jorge Frisancho, un gran poeta peruano, y Marquesa Macadar, una gran escritora uruguaya. [Ahora] hacemos la revista Contratiempo, que se inició en abril 2003 con una visión más profesional, más madura. Hemos procurado estudiar nuestros errores pasados y nuestras diferencias personales, lo cual se habló claramente al principio, […] entender que lo que hace que una revista sobreviva más de lo que han sobrevivido todos esos otros proyectos es una organización y un esfuerzo constante”. En la charla, Armijo no menciona a tres américas.
No por mala leche ni algún resentimiento, estoy seguro. Ricardo fue siempre —para decirlo con lenguaje sesentero de mi época tlatelolca— muy buena onda. Lo conocí en la librería Tres Américas, cuando hacíamos tres américas. No fui nunca parte de su círculo íntimo de amigos, pero pude constatar su actitud generosa y leal ante todos, incluyendo aquellos que de alguna manera pudiéramos haber sido considerados sus adversarios en los terrenos profesionales.
Contaré aquí algo que quizá algunos recuerden: En 1993, cuando los “impresos” eran todavía el oxígeno informativo del mundo, el Chicago Tribune decidió lanzar ¡Éxito!, un semanario en español para la ciudad. Para armar su plana de colaboradores, reporteros, editores, etc. el Tribune recibía solicitudes de los interesados en trabajar en dicho proyecto. Yo ni me daba por enterado, hasta que una mañana mi amigo José Hernández me pidió un curriculum para enviarlo al Tribune, porque le parecía que yo estaba bien para ocuparme de una sección que él había propuesto a los ejecutivos del periódico. Alarmado, le dije la verdad: yo nunca había hecho un curriculum ni sabía cómo diablos. “Contéstame 3 preguntas y yo te lo preparo hoy mismo, porque ahorita urge; el Tribune está a punto de cerrar su lista de colaboradores”, —me dijo el buenazo y gentil Hernández. Me sorprendí días después cuando recibí una llamada de alguien que pedía (por fax) copia de alguna reseñita de libros publicada en tres américas.
Poco después me llamó Alejandro Escalona para decirme que yo debía acompañar a Alfredo Lanier y todo su equipo a la recepción formal, el brindis por la inauguración del ¡Éxito! Con pánico (he sido medio timidón) le di las gracias y les deseé mucha suerte. “No te preocupes, —me dijo— es algo sencillo, el Tribune lo organiza y quiere tener a todos los colaboradores. Trae a tu esposa y disfruten del convivio”. A Estela le pareció una locura (es más tímida que yo): “Ahí te irás tú solo. Tus muchos amigos Alejandros [Escalona, Ferrer, Romero, etc.] apenas me conocen. A ver tú cómo te las averiguas”. Así que esa noche de gala yo deambulaba como niño perdido, alucinado, por un inmenso salón oscuro, sin comprender bien a bien aquellos discursos (en inglés y español) de los políticos invitados (creo recordar a Jesús “Chuy” García), de los altos ejecutivos del Tribune, y de nuestro director Alfredo Lanier. Lo que más gusto me daba era pensar que estaba en la mismísima casa editorial que albergaba al gran Mike Royko.
De todo aquel caos me vino a salvar Ricardo Armijo. No sé cómo me vio entre tanta gente, pero vino corriendo a saludarme. Apenas comenzábamos a charlar cuando una bella edecán nos puso enfrente unos bocadillos y unas copas de champagne. Pensé que era algún cream cheese y con una galletita lo devoré inmediatamente. Casi me vomito. Mi sangre serrana es alérgica a tales exquisiteces: “Magnífico caviar”, —me dijo Armijo. “¡Qué lástima que no nos dejaron la charola entera! Podría comérmelo todo yo solo”. Yo andaba ocupado buscando la segunda copa para poder pasar aquello. “Humberto —me dijo Ricardo— no sabes el gusto que me da saber que tú vas a trabajar para ¡Éxito! Yo lo intenté y no pude. Creo que también lo intentaron otros de Fe de erratas, pero no tuvimos suerte. ¡Me alegro de veras por ti y por el nuevo semanario! ¡Salud!” Se unieron al grupito dos de los Alejandros: Riera y Escalona.
La edición de la revista Adweek del 13 de septiembre de 1993 (se puede leer en línea) traía una información con este encabezado: “Lawsuit Against Exito! Dismissed”. Daba a conocer que Hispanimedia, la empresa dueña del Extra —un tabloide bastante malo (mi opinión)— trató de evitar la aparición del nuevo semanario y falló, por dictamen de un juez de Illinois Federal Court. El 16 de septiembre de 1993 —una fecha patriótica en varios países de América Latina— las calles de Chicago vieron los primeros 77,000 ejemplares de ¡Éxito! Yo, que nunca he sido patriotero, no tuve más remedio que dar también mi gritito: una reseñita de libros por ahí escondida. El semanario de Alfredo Lanier y Escalona (su último director) duró 10 años y llegó a tirar, en su mejor momento, 120,000 ejemplares. Yo fui —con breve interrupción— uno de los soldaditos rasos de este medio impreso. Otro pterodáctilo que, en 2003, volaba ya al infinito.
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Conversaciones y encuentros en Tres Américas” (parte I)
Primera parte: Pequeñas historias de la revista Tres Américas
Conversaciones y encuentros en Tres Américas” (parte 2)
Segunda parte: Pequeños duendes y ángeles de la Revista
Conversaciones y encuentros en Tres Américas” (parte III)
Tercera parte: entrevistas en la revista tres américas (parte i)
Tercera parte: entrevistas en la revista tres américas (parte ii)
Tercera parte: entrevistas en la revista tres américas (parte iii)
Conversaciones y encuentros en Tres Américas” (parte IV)
Cuarta Parte: pequeña selección de poesía de la Revista (parte i)
Cuarta Parte: pequeña selección de poesía de la Revista (parte ii)
Conversaciones y encuentros en Tres Américas” (parte V)
Quinta parte: Últimas tardes con Rosario y Ricardo (Final en la Europa) (parte i)
Quinta parte: Últimas tardes con Rosario y Ricardo (Final en la Europa) (parte ii)