Continuación de la crónica Mapear un cuerpo en territorio coronavirus publicada al inicio de la pandemia. También puede leerse independientemente.
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Resulta que después de casi ocho meses de protocolos para la adquisición y entrada de alimentos y objetos en casa, de protocolos para el contacto humano, el trabajo y la escolarización de esta familia; después de doscientos y pico días de practicar el amor por desinfección, la inmensidad catastrófica del territorio coronavirus —el horror del COVID19— no llegó a alcanzarnos sino periféricamente.
Durante ese tiempo intenté afianzarme en la fortaleza de mi cuerpo-territorio, pero no sirvió de nada porque para finales del quinto mes mi proyecto de resistencia se colapsó bajo el efecto implacable de las emociones. Primero fue el aburrimiento, luego la impotencia, seguidos del estupor y de la rabia, para culminar con el derrumbamiento de mi cuerpo-territorio bajo el efecto de la impotencia enrabiada (o la rabia impotenciada, según se mire). Las cinco configuraron un chirimiri de emociones que me empaparon de dolor hasta los huesos, y me noquearon por tres días. Setenta y dos horas durante las cuales ejercí mis labores cual sonámbula. Todas, que si madre, que si compañera, que si hija, que si hermana, que si amiga, que si empleada, que si vecina… como una sonámbula. Hasta hoy, que me siento a escribir de nuevo porque tal vez, como ya reconocí en mi crónica de marzo, la escritura sea mi última trinchera, la que se me agarra con uñas y dientes a la columna vertebral, la que me sostiene.
Pero no redacto esta crónica para hablar de mi funambulismo con la desesperanza pandémica de los últimos ocho meses, enervada por esas otras desesperanzas, la feminista y la antiracista; y por la rápida desescalada democrática estadounidense hacia el fascismo —con la complicidad de un presidente alucinado, unos senadores republicanos faltos de dignidad política y unos votantes aborregados—, sino para hablaros de una nueva relación. Desde hace un par de meses hay una nueva mujer en mi vida fruto del matchmaking de tres conocidas alcahuetas —Pandemia, Confinamiento y Calentamiento Global.
Todo empieza con el parón global que aquí arranca relativamente antes que otros estados cuando los departamentos de salud pública de los condados de la Bahía de San Francisco recomiendan el Shelter-In-Place, y el Gobernador Gavin Newson lo declara obligatorio para todo el territorio californiano. Antes de cumplir el primer mes de confinamiento y recién establecidos los protocolos y las rutinas diarias familiares de amor por desinfección, me llega la noticia de que la editorial para la que trabajo prescindirá de mis servicios durante cuatro meses como parte del plan de reestructuración temporal diseñado para intentar sobrevivir la drástica bajada de ventas y llegar al menos hasta fin de año.
La equidad en la que hemos basado nuestra relación de pareja y nuestro día a día sufre un drástico reajuste, y las responsabilidades empiezan a caer casi todas automáticamente sobre mi compañera. Cuánto más ocupa ella los días, más los desocupo yo. Me jode que, para sobrevivir esta pandemia, ella deba convertirse en trabajadora esencial y yo en desempleada y confinada esencial. Es así como, a partir de esos dos actos que no requieren de mi sino inactividad esencial, los días se lentifican. Es así como el tiempo adquiere cualidad de elástico y modelable, y en medio de la calma, que puede que preceda o no a la tormenta, debo aprender a flotar.
Cuando las clases de mis hijes pasan a ser online y ni elles, ni sus maestros, ni nosotras sabemos qué coño estamos haciendo, yo floto. Cuando la cifra de contagios diarios en el país alcanza los treinta mil, yo floto. Cuando la España confinada supura aplausos y música por las ventanas, yo pienso en mi madre que lleva meses sin abrazar a nadie y floto. Cuando descubro que aquí más de la mitad del país no quiere ponerse la puta máscara y que hay gobernadores que se niegan a exigirlo aun sabiendo que costará vidas, yo floto. Cuando nuestro presidente el alucinado vomita despropósitos, yo floto. Cuanto más corre mi compañera del trabajo a la tienda, de la tienda a casa de su madre y de allí a la de los vecinos… y menos hago yo (eso sí, de manera muy esencial), también floto.
Flotar requiere saber a ciencia cierta que tu cuerpo descansará sobre la superficie sin penetrar la masa de agua como lo haría sobre la cama en la que duermes cada día. Flotar no es fácil, pero puede llegar a serlo. Al principio no lo sabes, claro. Porque al principio el cuerpo se hunde varias veces para volver a flotar, y no es, sino con la práctica, que una entiende que el hundimiento no es inevitable. Sólo cuanto logras convencer a cada músculo de tu cuerpo de que se entregue a la inercia, la flotación es posible. Para flotar hay que tener fe, y la fe hay que practicarla un día sí y otro también.
Con el paso de las semanas se agotan los espacios dentro de casa sobre los que flotar y salgo al patio. Allí me reencuentro con mis plantas. No tengo muchas, es más, dentro de casa las plantas sobreviven como pueden; a veces las muevo de un lugar a otro en busca de ese rincón perfecto en el que por fin se sientan bienvenidas y florezcan como merecen. Pero raramente funciona. Hacemos una de esas raras salidas juntas a la tienda y compramos dos tomateras y unas margaritas que pronto descubro que son camomilas, y las trasplanto a unos tiestos. Teníamos un ciruelo que murió —yo juraría que de pena después de que un jardinero lo podara hasta el tuétano—, así que compramos un pequeño arce y lo plantamos en su lugar. A veces, por las mañanas mientras riego, llamo a mi madre por WhatsApp desde el patio. Me cuenta que su padre les hablaba a las plantas, que hasta les cantaba; me dice que las plantas escuchan, que intuyen tu presencia, que se sienten acompañadas. Empiezo a hablarlas, también les canto.
Dentro de casa vuelvo a rotar las plantas, descubro que a una de ellas no le queda más que una hojita. La trasplanto a un tiesto pequeñito y la pongo en la ventana frente al fregadero. La mayoría de las mañanas mientras friego los platos llamo a mi madre (no sé qué haría esta pandemia sin el WhatsApp). Tenemos unas conversaciones largas y memorables, hay risas, hay rabia, también soltamos alguna lagrimita; algunos días, mi madre también canta. La idea es que la ramita nos escuche pensando que le hablamos y le cantamos a ella, que se sienta acompañada y florezca. ¡El truco funciona y la ramita empieza crecer! A esa ramita le crece otra, y luego dos y tres más, y la ramita se hace tronco, y el tronco se torna palmerita. Me entero a través de twitter de que alguien descubrió al leer What a Plant Knows que las plantas también son sensibles al tacto. Después de fregar, acaricio las puntiagudas hojas de la palmerita, salgo al patio y hablo con los tomates sobre el coronavirus y el confinamiento, y la suerte que tenemos de poder contar con el microclima soleado y templado de la Bahía de San Francisco. Acaricio sus hojas. A la camomila no le va nada bien, empieza secarse. Acerco el móvil a la planta para que la vea mi madre.
—Cariño, ¡se está quemando al sol! —grita un tanto horrorizada desde España.
—Me la he cargado mamá —digo acostumbrada a estas muertes tan súbitas de mis plantas.
—Hija, las plantas son muy resistentes. ¿Ves esa diminuta hoja verde? Todavía hay vida. Búscale una sombra donde pueda alcanzar unas horas de sol y riégala, ya verás. ¡Pero no dejes de regarla!
Continúo flotando en la burbuja que es este hogar que hemos creado juntas. Se nos une un nuevo miembro, un coronaperro. El perro que juramos que nunca tendríamos, pero es que el confinamiento nos ha hecho replantearnos muchas cosas, y una de ellas es el mencionado perro. Pienso en el origen de la palabra replantear y gugleo: repetición o reiteración del verbo activo transitivo plantear (trazar, proponer un plan), que viene de “planta” y este del latín planta, que significa “parte del pie que toca el suelo”.
Me dejo crecer las uñas, se me llenan de mugre. Salgo a pasear por el arroyo con los pantalones agujereados por los colmillos del perro y una mancha de baba suya en la camiseta. Tengo rasguños en las piernas y en los antebrazos de jugar con el perro, de podar el naranjo, de divertirme con la tierra. Nunca me he sentido tan cerca del suelo como ahora. Por primera vez en muchos años mis pies tocan el suelo, se plantan sobre él, y no vuelan como suelen hacer cuando me pierdo en la escritura, cuando me escapo por esos caminos que trazo sobre la página, o que me trazan a mí. Supongo que con todo esto busco alejarme de unas ataduras que en este contexto pandémico ya no me sirven para nada; busco trasplantarme. La tierra y yo, yo y la tierra, jugamos, conversamos, nos miramos, nos queremos. Es como reencontrarse con un antiguo amor. A su lado, floto. Junto a ella, siento que el hundimiento ya no es inevitable.
El domingo 16 de agosto por la noche me despierta el ruido de varias explosiones. Abro los ojos para encontrar las paredes de mi habitación salpicadas por una luz extraña, intermitente, elusiva. Resultan ser truenos y relámpagos. Aunque deberían de ir acompañados de lluvia, las horas pasan y el agua no llega. Durante aproximadamente cinco horas se contabilizarán dos mil quinientos relámpagos y ni una sola gota de agua. A esos dos mil quinientos le seguirán otros doce mil relámpagos que causarán un total de 370 incendios en tres días. Varios de ellos convergerán en el SCU Lightning Complex Fire que acabará convirtiéndose en el tercer incendio más devastador de la historia de este estado, y que nos llevará a hacer las maletas, porque por primera vez en 22 años, existe la posibilidad de que tengamos que evacuar.
Con la Bahía de San Francisco rodeada por el fuego y por el humo, el aire se vuelve irrespirable y nos vemos obligadas a encerrarnos en casa. En pleno verano y con temperaturas que baten récords históricos, sin aire acondicionado y con las puertas y ventanas selladas a cal y canto, fuera de nuestras cuatro paredes el paisaje se torna post mortem. Las sillas y la mesa del patio, las plantas, los coches y hasta los tejados se cubren de ceniza. Las colinas, que normalmente asoman tras los árboles al final de mi calle, ya no pueden verse desde la ventana. El fenómeno es parecido al que se da muchas mañanas cuando la niebla flota sobre la calle, sólo que esta vez la nube que flota sobre la calle durante todo el día es de ceniza y está formada por partículas tóxicas llegadas desde el norte, desde el sur, desde el este. Fantaseo con escapar en barco de vela por el oeste hasta Hawái, pero lo descarto enseguida, primero porque no tenemos barco, y segundo porque la ridícula idea es producto de los nervios porque no sé en qué dirección salir corriendo. Con el paso de los días la luz adquiere una pigmentación naranja con tintes de planeta marte que trastoca lo que todavía es real y lo que poco a poco va dejando de serlo. Estoy completamente desorientada. Mis pies nunca han estado más lejos del suelo; sin tener dónde plantarse, el hundimiento vuelve a parecer inevitable. Esta vez, la tierra se hunde conmigo también.
Mi breve pero intenso romance con esta tierra me ha desatrancado vasos comunicantes que seguramente permanecieron cerrados por generaciones. Arterias conectadas a un pasado ancestral cuya codependencia con nuestro planeta hemos optado por fulminar a cambio del establecimiento de sistemas de producción agrícola, industrial y digital más grandes, más eficaces, más inmediatos. Algunos necesarios, otros tan irrelevantes como atractivos para la consumidora que, con más tiempo entre manos, busca nuevas formas de entretenimiento. Y en medio de este curso tan humano que es la búsqueda y la conquista de lo nuevo y lo desconocido, nos hemos olvidado de que casi todo lo que necesitábamos estaba ahí: como la camomila para calmar los nervios y los problemas de estómago, o el aceite concentrado de orégano para el asma y la fiebre, a los que perfectamente podríamos haber recurrido durante la pandemia; o los incendios provocados que ya usaban las tribus nativas californianas para controlar el fuego y la vegetación de la que tanto ellos, como los animales que cazaban después, se alimentaban, y que nos podrían haber ayudado a mitigar la tragedia de este verano en la que ardió el 4% del campo californiano.
El progreso conlleva involución en muchos aspectos, y uno de ellos es el calentamiento global. Mientras la tierra grita y se revuelve contra nuestro insaciable apetito de descubrimiento, dominación, extracción y consumo, yo pienso en las alianzas que como mujer queer y madre de familia estoy creando para vivir dignamente y empiezo a darme cuenta de que una de ellas, si no la más importante, tal vez deba de ser con la tierra. En un momento en que el coronavirus es la amenaza más seria como civilización que hemos sufrido en generaciones, en un momento en que mi país natal, España, se cuestiona la existencia misma de la monarquía española, yo confieso que la única corona a la que le debo lealtad es a la que descansa sobre las sienes de la tierra. Para mí no hay otra coronación que valga.