La expropiación de la intelectualidad en las escritoras latinoamericanas

 

El siguiente ensayo es la primera entrega de la serie "Transformar el silencio: ensayando la sororidad en la literatura” recopilada para El BeiSMan por Violeta Orozco y Melanie Márquez Adams —una serie de ensayos que establecen un diálogo entre escritoras que viven en México y escritoras que viven en Estados Unidos. El domingo 29 de noviembre (8 pm EST / 7 pm CDMX), conmemorando el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, varias de las autoras se encontrarán por Facebook Live para complementar y continuar la conversación.

 

 

Dedicado a todas las escritoras sumergidas y a todas las escritoras emergentes

 

Qué milagro que esta mujer se hizo escritora en un mundo de hombres que hizo todo por volverla invisible e ignorante. ¿Cómo hizo para conseguir ese conocimiento? ¿Quién se lo vendió? ¿A quién se lo robó? Como si ella no hubiera podido producirlo por sí misma, como si la ignorancia inducida por ellos siguiera siendo exitosa en tanto que sigue causando maravilla el que una mujer logre no sólo asimilar conocimiento sino producirlo; venciendo los desproporcionados intereses de un mercado literario que continúa favoreciendo historias coloniales, buildungsroman masculinos que (mal)eduquen a la población para adorar un ego masculino, un escritor hecho con sus propias manos, un hombre que aplaste intelectualmente a todas las escritoras que se encuentren en su camino. Como si un escritor sólo pudiera ser famoso si invisibilizara a todas las escritoras que encuentra a su alrededor.

Nunca faltan sus actitudes paternales, llenas de benevolencia, que de tan recurrentes nos parece escuchar hasta entre sueños, las arrogantes voces de los escritores expresando su lástima: ‘pidamos caridad para nuestras pobres hermanas del santo silencio, las escritoras invisibilizadas por nosotros, los escritores hipervisibles. ¿Quieren que les demos una limosnita para que se sientan mejor, que les hagamos su foro de mujeres para que jueguen entre ustedes a ser las autoras, a ser escuchadas en una simulación de foro público?’ La fórmula infalible: dejar que entre ellas compitan, que se hagan pedazos por un lugar en el sitial de la sombra, por un asiento en tercera clase. Como en el templo segregado por sexos, no nos quieren dejar rezar en el mismo sitio. Cada quién en su lugar.

Porque cualquier oficio o profesión que involucre algún saber humano, atenta contra el rol de la mujer como ente sumergido. Ser escritor es uno de los casos más visibles de la posesión de un tipo de saber (el de articular discursos escritos) cuyo reconocimiento social es otorgado por las instituciones hegemónicas como el Estado o la academia, que tradicionalmente han legitimado a los escritores como intelectuales públicos antes que a las escritoras. Especialmente en Latinoamérica. No hay momento en el que a las escritoras latinoamericanas no nos estén poniendo en duda nuestros saberes, nuestra tan trabajosamente adquirida intelectualidad. Después de años consagración internacional, libros después de haber publicado “Mujer que sabe latín”, novelas, cuentos y decenas de artículos, ensayos periodísticos y filosóficos en torno a la imagen desvalorizada de la mujer en la historia de la cultura y sobre todo de la escritura, Rosario Castellanos se la pasaba preguntándose obsesivamente si sería cierto que ella era escritora de verdad. El famoso síndrome de la impostora.

Es un secreto a voces que en realidad nadie nos escucha. A veces ni siquiera nos escuchamos a nosotras mismas. Buscando validación externa, y sobre todo masculina, saltamos de concurso en concurso como quien salta la reata cada vez más alto, cada vez más lejos. Desarrollamos músculos potentísimos, nos recuperamos de numerosos rechazos editoriales, amorosos, envidias, intrigas, melodramas de telenovela en donde nos abandonan nuestras mejores amigas, nos traicionan nuestras hermanas; porque así nos educaron y no supimos deseducarnos, reeducarnos a nosotras mismas. Leemos ciertas actitudes de nuestras congéneres como falta de solidaridad, despecho o falta de reconocimiento. Olvidamos que en el carnicero ámbito del campo literario los únicos que salen ganando son los intermediarios, los que trafican con nuestra ingenuidad y sensación permanente de desamor. Buscamos fuera de nosotras lo que no podemos darnos a nosotras mismas. No sabemos cómo salir del melodrama, el género literario que nos asignaron desde el siglo XIX para que nos entretuviéramos, para que al menos así disfrutáramos de nuestro encierro físico o intelectual, para creer fervorosamente en la dialéctica de las amas y las esclavas.

Pero no somos perros amaestrados de circo. No necesitamos que nos digan “muy bien” cuando ganamos un premio, cuando nos publican en alguna revista o editorial importante. Más que dar gracias compulsivas cuando recibimos felicitaciones por la cantidad desproporcionada de tiempo, energía emocional y vida que hemos invertido en que nos publiquen, que nos escuchen, que nos reconozcan, nos toca asumir nuestro lugar en la historia, ese que nosotras nos hemos forjado a punta de balazos intelectuales y confrontaciones violentas. No escribimos para que nos pongan una estrellita en la frente, para que nos saquen diez en algún jardín de niñas olvidadas por ellas mismas. Y si no escribimos para protestar contra el encierro y la explotación, contra la pauperización y desvaloración sistemáticas de nuestro trabajo, y contra el despojo de nuestras ideas más innovadoras y brillantes, entonces estamos escribiendo para los que nos oprimen, para los que compran nuestro silencio, para los que se apropian de nuestras ideas y las usan para sus propios fines.

Por más que nos cueste trabajo acordarnos, no estamos escribiendo (solamente) para entretener. Lo hacemos para impulsar y acelerar nuestra propia formación intelectual, para adquirir una visión de mundo profunda, para desarrollar nuestra individualidad y a la vez fundar una comunidad sólida, crítica y autocrítica, que tenga una visión de la escritura como forma de liberación, no como queja o desplante de privilegios, sino para transformar nuestra realidad y nuestra conciencia. Aunque no nos demos cuenta de ello, la escritura también es un proyecto político, no un concurso de a ver quién llega primero al Nobel – o al Ignobel – por ingenuas.

Las escritoras tenemos la responsabilidad de decir lo indecible, no porque no se pueda decir, sino porque no se ha dicho, o no se ha dicho lo suficiente. La literatura más interesante es aquella que desafía a sus lectores, que mueve la silla de quien lee, que trastorna y asombra al mismo tiempo. Nuestra candidez espectacular no nos deja ver que lo que el establishment literario teme es que nosotras articulemos nuestra opresión, no sólo la de las mujeres y las escritoras, sino la de todos los subalternos: los indígenas, los indigentes, los morenos, los negros, las personas racializadas, los trans, los gays, los olvidados, los viejos, los despojados, los migrantes, los desplazados y la larga lista de los desposeídos y desheredados.

Como decía Gayatri Spivak, nuestro trabajo intelectual consiste en articular lo inarticulable, analizar la producción de la ignorancia femenina como objetivo intencionado de una sociedad patriarcal que depreda el trabajo de las mujeres de las que depende, y que sólo puede salirse con la suya porque nuestra ignorancia es su ganancia, su ventaja histórica y su triunfo económico. Tenemos que escribir, como lo hizo el colectivo de poetas peruanas comando Plath, también en torno a lo que hacen otros escritores con nosotras como intelectuales, sobre cómo distorsionan nuestra imagen, cooptan nuestras ideas, le restan importancia a nuestras contribuciones culturales, disocian nuestra actividad esencial de nuestra identidad, dicen “escribes bien” en vez de “eres buena escritora”, o “qué suerte tuviste de que te publicaran en esa revista” en vez de “te publicaron en esa revista por la calidad de tu trabajo”, como si el reconocimiento de un par otorgado al trabajo de una escritora le quitara méritos al que la reconoce.

No nos debería sorprender la emergencia de cada vez más mujeres escritoras en un mundo que restringe violentamente la libertad de las mujeres y que las deshumaniza a cada oportunidad. Porque escribir, como tantas otras actividades humanas creativas, es una forma de resistir la deshumanización y el despojo de nuestra conciencia. Sumergirse en la creación de mundos literarios es una manera de enfocar nuestras energías allí donde tenemos más control sobre nuestra vida que en la vida misma: en la escritura, o el arte o cualquier forma de praxis que involucre el desarrollo de nuestra conciencia y nuestro conocimiento. Por más que el arte se encuentre dentro de un sistema económico que no lo recompensa, pareciera ser una de las pocas maneras de escaparnos de un destino árido, deshumanizado, profundamente restringido y desilusionante.  Por el fin colectivo de nuestra propia sobrevivencia, nos urge pensar en una nueva perspectiva que se ocupara de modificar la visión que tenemos de nosotras mismas y de nuestras compañeras. Nos debería sorprender, más bien, que no haya más escritoras, escultoras, pintoras, filósofas o creadoras de cualquier tipo. Si la mayor parte de las mujeres tuviera acceso a la instrucción y a la alfabetización, tómenlo por seguro que dejaría de ser un fenómeno de élites.

Sin embargo, como hemos heredado las formas de la competencia salvaje del patriarcado, las replicamos inconscientemente entre nosotras. Sólo siendo autocríticas de nuestro propio género, nos daríamos cuenta de qué inseguras y amenazadas nos sentiríamos entonces de ya no ser la excepción, la aguja en el pajar, la monstrua de circo a la que le aplauden porque es el único bicho de su especie que escribe además de parir y trapear. Nos encontraríamos con que nuestra visibilidad se basa en invisibilizar a las otras, en tratar de pasar por encima de ellas desesperadamente para destacar, para volvernos famosas, importantes, diferentes. Todo por ser a como dé lugar, el unicornio azul, la única mujer escritora del planeta, del Estado, de la galaxia. Quisiéramos ser la escritora que descubrieron los caza-talentos, la voz original, la voz originaria, única, irrepetible. La ganadora exclusiva del premio nacional. Si pudiéramos, nos coronaríamos a nosotras mismas, como el rey del planeta en el principito, plantaríamos nuestra bandera en la luna antes de que alguien más la colonizara. Haríamos con nuestro género exactamente lo que los escritores hacen con nosotras: exotificarnos, adornarnos con plumas y trajes como lo hizo Guillermo Gómez Peña con Coco Fusco: ponernos en una jaula para exhibirnos en el aniversario de la llegada de Cristóbal Colón a las Américas en España.

Tampoco nos damos cuenta de que lo más tonto a nivel colectivo es invisibilizarnos entre nosotras, no nos percatamos de que la única manera de romper el circuito del silencio impuesto y la complicidad patriarcal es dejar de competir por un lugar en el altar, en el canon, en la revista de novedades literarias del momento. Lo más revolucionario sería darnos nuestro lugar entre nosotras mismas. Luchar porque todas pudieran escribir, para que todas tuvieran derecho a pensar en voz alta (eso que llamamos publicar), para que la ganancia de unas no implicara la pérdida y el despojo de otras.

Tal vez poco a poco y en algunas partes, esto ya está comenzando a pasar. Pero para que no se quede en una buena intención mal encaminada y mal llevada a cabo, tenemos que pensar más allá de los encuentros de mujeres escritoras, de las conferencias feministas, de las convocatorias para ciclos de conferencias con enfoque de género, de los departamentos de Women and Gender Studies. No somos un bicho que sólo se deba estudiar por separado. El enfoque de género y el feminismo no son meramente teorías qué aplicar, sino prácticas que debemos incorporar a nuestras maneras de relacionarnos con otras mujeres y con nosotras mismas. Tenemos que ser capaces de dejar de querernos de manera proporcional al reconocimiento que nos dan, a la frecuencia con la que nos publican, a la respuesta de nuestros lectores, a la cantidad de nuestras becas o nuestros premios. Una mujer que escribe para que le aplaudan es un títere lastimero, que hará lo que sea para ser aceptada en un mundo misógino, que sólo les aplaude a las mujeres si demuestran que “no son mujeres”, o que al menos son algo más que mujeres, que víctimas, que objetos, que seres pasivos vistos desde una lente machista.

Reconocimiento no es amor, y si buscamos con tanta sed ese reconocimiento como escritoras tal vez es porque no nos queremos ni nos reconocemos a nosotras mismas por lo que somos. Creemos ingenuamente que tal vez un día lleguemos a amarnos a nosotras mismas, que nos vamos a querer al fin cuando nos lean en todo el mundo, cuando lleguemos al millón de likes, al premio Cervantes o al Pulitzer, cuando nos validen como lo hacían nuestros padres, con un “muy bien” o un chocolate. La respuesta, patética pero realista, es que ni siquiera así llegaríamos a querernos. Gabriela Mistral se quejaba frecuentemente en sus diarios de lo sola que se sentía a pesar de su Nobel. Perla Schwartz tiene un libro sobre poetas (mujeres) suicidas. La funesta dialéctica del premio y del castigo resulta insuficiente para fundar toda una vida sobre ella, y sobre todo, para fundar una vida artística, una vida de creación en donde lo importante es vivir para transformar y crear alternativas, perspectivas, corrientes de pensamiento, escuelas; o dicho en clave filosófica, para crear otras estéticas, éticas, ontologías, epistemologías, modos de vida, formas de cultura. Y saber que allá donde estén esos mundos que imaginamos, allá iremos a buscarlos. Porque no nos basta con escribirlos, los escribimos también para habitarlos, para crear las posibilidades de un mundo en donde ser escritora no sea visto como un milagro, sino como otra manera de ser, otra manera de manifestar nuestra existencia y validez humana; un mundo en el que ser escritora- y latinoamericana- no signifique la permanente expropiación de nuestra intelectualidad y nuestra automática categorización como escritora subalterna, escritora sumergida, sino todo lo contrario, signifique el desarrollo de nuestros plenos poderes humanos.

 


 

La siguiente entrega de la serie: “‘El maíz de la soledad’ de Melanie Márquez Adams en conversación con ‘Hablar en lenguas: una carta a escritoras tercermundistas’ de Gloria Anzaldúa”.