Parafraseando a un personaje de El tren no viene, la novela de mi cuate José Luis Perdomo, podríamos decir: “De repente, y por ahí, entre tantas balaceras, huracanes y virus, se cuela una muy feliz noticia: que le dieron el premio John Reed a don Rafael Rodríguez Castañeda”.
El 17 de octubre de 2020, Rosalía Vergara, de la agencia noticiosa Apro, escribió: “Director de la revista Proceso durante casi 21 años, Rafael Rodríguez Castañeda recibió la presea John Reed a la trayectoria periodística por 55 años de ejercer el oficio, rindiendo un homenaje al mismo Reed, a Carlos Montemayor, a José Revueltas, a Juan de la Cabada y a Julio Scherer García. Durante su discurso [en la ceremonia virtual], el exdirector de Proceso (1999–2020) habló del país y del periodismo, cuyo panorama, en ambos casos, percibió sombrío”.
“Al recibir la presea —dijo Rodríguez Castañeda— que lleva el nombre de John Reed, el reportero comprometido que registró y mostró al mundo los avatares de la Revolución Mexicana, sale de mi mente y mi corazón un mensaje profundamente pesimista y pido disculpas por ello: veo un país enfermo, triste, acongojado, sin salida, en donde prevalece un individualismo feroz y donde las diferencias económicas, sociales y aun ideológicas se hacen cada vez más agudas y enconadas. La prensa venal de las últimas décadas del siglo XX se ha transformado, sí, pero no necesariamente para bien. La libertad de expresión se utiliza para halagar el poder o para denostarlo. […] [Muchos periodistas] improvisados confunden la información y el análisis con un activismo barato diría yo, de oposición ideológica y política.”
Después de recordar a Montemayor, Revueltas y De la Cabada —sus grandes amigos y colegas en algún medio— don Rafael se refirió a John Reed en estos términos: “Hace 100 años, cuando murió Reed, de alguna manera, compartía dos utopías: la de la Revolución de Octubre en Rusia y la de la Revolución Mexicana, la primera revolución social del siglo XX en el mundo. Sabemos en lo que terminó la utopía soviética. Nunca se acercó siquiera a la ilusión de las masas en el poder, ni a la equidad y menos aun a la justicia. ¿Y qué pasó con el sueño de Madero, de Emiliano Zapata, de Villa? De las cabezas de la revolución en el norte: Obregón, Calles, Carranza, de igual forma la utopía se volvió humo”.
Rosalía Vergara escribe: “Luego [RRC] recordó que el PRI, partido emanado de la Revolución Mexicana, gobernó durante 70 años, y ‘ahora se ha convertido en un muerto viviente’, pues, aunque construyó instituciones espectaculares, también contribuyó a crear una de las sociedades más injustas del llamado mundo occidental, donde caben junto a los hombres más ricos del planeta la gente que todavía camina con los pies descalzos. […] Además de Rodríguez Castañeda, este galardón lo han recibido el fundador de la revista Proceso, Julio Scherer García y los periodistas Carmen Aristegui, Julio Hernández y los corresponsales de La Jornada en Sinaloa y Chihuahua, Javier Valdez y Miroslawa Breach, asesinados en 2017”.
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Debo haber tenido unos 15 años. Una noche de invierno en La Puri, cuando disfrutaba con mis hermanas y algunos amigos el calor de una fogata, vimos aproximarse a un joven de unos 21 años. Me lo presentaron como Galavís, un nuevo maestro, egresado hacía poco de la Normal de Tepic, Nayarit. Pronto surgió el tema de las historietas: los dos éramos fanáticos de Rius, el caricaturista de Los Supermachos y Los Agachados; y luego pasamos a los libros. Le dije de mi gusto por varios autores, todos rusos, europeos o norteamericanos. “¿Y por qué no lees a los nuestros” —me reclamó el profesor— “tenemos algunos tan buenos como esos que mencionas”. “¿Como cuáles?” —quise ser sarcástico. “Como Juan Rulfo, léete Pedro Páramo”.
Cuando leí la obra completa de Rulfo (no más de quinientas páginas) me pasó lo que a todos: no podía creer tanta maravilla. Y tampoco que este hombre no hubiera entregado al mundo otra novela y muchos más cuentos. Releía El llano en llamas y recitaba pasajes de memoria. Un día me fui a La Enseñanza, una de las pocas librerías de Durango, y le rogué al librero que me ayudara a encontrar algo parecido a las narraciones de Rulfo. (Antes me había sugerido a Giovanni Papini, y me encantó). “Es imposible” —me dijo el joven- “pero creo que deberías conocer a John Reed. Pocos han escrito sobre México y las revoluciones como este gringo. Hay páginas suyas que te recuerdan a las de Rulfo, sobre todo a sus cuentos. Te va a gustar, creo”. Salí con el México insurgente y el Diez días que conmovieron el mundo bajo el brazo.
El pasado 17 de octubre de 2020 se cumplieron 100 años de la muerte de John Reed. El gran periodista nacido en Portland, Oregon un 22 de octubre (como mi hijo Víctor Hugo, para mí feliz coincidencia) nos dejó esos dos libros que devoré de joven, ejemplo de la persuasión y el encanto de la buena crónica. Un día vemos por ahí a un Tomás Urbina en Ojinaga o un Villa de a caballo en los remolinos de la Historia. O a un tren blindado que llega a la estación de Finlandia con un Lenin a bordo. Días cruciales de la toma del poder por los bolcheviques en Rusia, y retratos de las gentes sencillas —la bola— que hicieron las revoluciones. De repente, y por ahí, la sangre y la mugre de noticias contenidas en los diarios se han vuelto literatura.
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Tarde del 7 de mayo de 1989, en la sala grande del South Shore Cultural Center, en el sur de Chicago. Mary y Estela se ven muy contentas. Carlos y yo parecemos gallitos, algo engreídos. El Comité Cultural Latino —una organización recién fundada en Chicago— ha postulado a la libreria Tres Américas para el Tiahui, un premio que se está dando “por difundir cultura”. Nos enteraremos luego que el Comité había sido criticado por incluirnos en el grupito porque —decían— la librería no cumplía con el requisito de ser non profit (no redituable) como los otros nominados. En realidad lo cumplíamos y con creces: estábamos en la inopia. Tres Américas sobrevivía a duras penas. Hacía sólo nueves meses que habíamos abierto y los libros no se venden como tortillas. Pero el Comité no claudicó el nombramiento. En ese breve lapso por la librería habían pasado ya más de media docena de escritores para charlar con el público. ¿Cuál profit?
En realidad, lo de nosotros era secundario. El plato fuerte de la velada del 7 de mayo en el South Shore era el homenaje que se le brindaba a dos personajes del mundo periodístico mexicano: Ricardo Rocha (del programa “Para Gente Grande” de la TV) y Julio Scherer García (director del semanario Proceso). Yo me había hecho la ilusión de ver a don Julio en persona pero no pudo asistir; en su nombre vino Armando Ponce, el encargado de la sección cultural de Proceso. Por otra parte, acompañando a Ricardo Rocha se presentó su esposa, la cantante Guadalupe Pineda, que esa tarde nos deleitó con canciones como “Contigo aprendí”; fue una agradable sorpresa, pues no figuraba en el programa. El maestro de ceremonias fue Alfonso Hernández, uno de los fundadores del Comité, reconocido locutor de la radio en español de Chicago desde sus días en la 105 de Radio Ambiente. A partir de ahí, Alfonso forjó una gran amistad con la gente de Proceso. Armando Ponce transmitiría reportajes desde México en posteriores aventuras radiales de Alfonso, como su “Diálogo abierto”. En 1995, durante las llamadas “Jornadas Culturales” que organizó, saludamos a don Rafael Rodríguez Castañeda.
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En un libro póstumo de John Reed (Hija de la Revolución, 1927), se rescataron algunas prosas extraviadas del gran cronista. Cuentos fascinantes como el que da título al volumen y pone de manifiesto su postura y su pasión política. Con sus relatos se incluyeron unas cuantas viñetas de las revoluciones que cubrió, y que no están incluidas en sus dos libros famosos. En una de las dos que dedica a México, “Soldados de fortuna”, habla con ironía de sus paisanos; y en la otra, “Peones”, se refiere a los mexicanos con simpatía y una gran admiración por su causa. El Reed poeta (también lo fue) se manifiesta desde las primeras líneas de este relato, camino rumbo al frente, al toparse con unos peones de cabras: “Nos adentramos en un ondulante desierto de colinas arenosas que se desplegaban en llanuras sin fin, cubiertas de mezquite negro, con uno que otro cacto. La noche nos arropó al bajar del cenit sin una nube, mientras la línea del horizonte aún estaba luminosa, clara. Y cuando la luz del día se apagó por completo, las estrellas reventaron en la cúpula del cielo como fuegos artificiales”. (México, FCE, 1972).
Lo último que escribió John Reed —nos cuenta Cristian Vázquez— fue el prefacio de su libro Diez días que conmovieron al mundo, fechado en New York el 1 de enero de 1919. “En algún lugar de esa misma ciudad, ese mismo día, nacía un bebé llamado J. D. Salinger” —nos dice Vázquez en su artículo de Letras Libres. (Otra de esas coincidencias que a mí me hacen reír).
Max Eastman, coeditor de The Masses, el diario donde aparecieron muchas de sus crónicas, pronunció estas palabras en una ceremonia efectuada en honor de su amigo sepultado en Moscú, en 1920: “Lo que hizo sobresalir el carácter de John Reed como algo extraordinario en estos tiempos que vivimos, fue el hecho de que, a pesar de haber sido superdotado con habilidad sin precedente para poner las ideas en planos emocionales y pintar con colorido de llama —era un poeta, un idealista— nunca lo alucinaron los emotivos matices de las ideas, al grado de perder de vista su verdadero contenido, para trasplantarlo a los niveles de acción sobre la realidad de las cosas. Reed conocía el frío tono de la voz del científico que ve las cosas como son. No ignoraba el temple con que el capitán de industria señala cómo pueden alcanzarse las metas. Fue un poeta que entendió la ciencia; un idealista capaz de enfrentarse con los hechos”. Cómo resuenan las palabras de Max Eastman en este aciago 2020.
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Vivimos los últimos días de este año horrendo que no tiene comparación. Los estertores de la inmundicia llamada la era de Trump. Llegamos exhaustos, pero con ciertas esperanzas en las vacunas y en un nuevo inquilino de la Casa Blanca para librarnos de tantos males. Y en esta lucha por la verdad y la vida el papel que ha jugado la prensa ha sido definitivo. La cordura ha sido puesta a prueba en extremo aquí en los Estados Unidos, un país infectado por dos virus. Por eso y de repente y por ahí, cuando nos llega una buena noticia tenemos que celebrarla.
Ciudad de los Vientos, Navidad 2020
PRENSA Y GOBIERNO: LAS RELACIONES TORMENTOSAS
Prensa vendida, de Rafael Rodríguez Castañeda, Grijalbo, 1993
Era el 7 de junio de 1969, Día de la Libertad de Prensa. En el hotel Camino Real, de la Ciudad de México, había una gran animación. En su salón principal se celebraba el banquete que los directores de los principales diarios y revistas del país ofrecían, año tras año, al Presidente de la República. El orador, en esa ocasión, era Martín Luis Guzmán. El distinguido periodista y escritor, testigo y narrador de la Revolución Mexicana tomó la palabra y dijo a Díaz Ordaz:
“[…] El movimiento subversivo y sus simpatizantes, disimulados o francos, los explotaban para acrecentar la agitación, para explicar y aun justificar los desmanes y la violencia […] Lo felicitamos a usted, señor Presidente […] Lo aplaude a usted una prensa que al ejercer plenamente su libertad demostró no ser una prensa vendida” …y así seguía y seguía…
El gran novelista de El águila y la serpiente se refería, por supuesto, a la revuelta estudiantil del año anterior, que culminó con la llamada “Matanza de Tlatelolco” del 2 de octubre. Aún hoy, como lector suyo, me cuesta creer que tamaño escritor se haya prestado a tal vileza.
Al concluir su discurso Martín Luis Guzmán, estalló la ovación interminable. Sólo uno de los invitados permanecía tieso, con los brazos cruzados. Nada ni nadie le haría aplaudir en esta ocasión al autor de La sombra del caudillo. Era don Julio Scherer García, quien hacía apenas meses había sido nombrado director del periódico Excélsior. La escena la describió el propio Scherer García en Los Presidentes y la retomó Rafael Rodríguez Castañeda en Prensa vendida.
No era la primera vez que Martín Luis Guzmán adulaba descaradamente al presidente mexicano en turno, ni sería —en contraste— la última vez que Julio Scherer demostraría su carácter independiente. La actitud de estos dos intelectuales —tan dispares— sirve para ilustrar algunas características de la prensa mexicana desde la década de 1950.
Entresacamos una anécdota de las muchas que aparecen en Prensa vendida: en 1952, el mismísimo año en que fue instituido en México el Día de la Libertad de Prensa, durante los festejos del 1 de mayo (Día del Trabajo en todo el mundo, excepto USA), frente al Palacio de Bellas Artes ocurrió un zafarrancho con saldo de muertos y heridos. Los grupos de opositores que desfilaban, encabezados por Miguel Henríquez, fueron disueltos con lujo de violencia.
El periódico Tiempo, que dirigía el autor de Memorias de Pancho Villa, publicó solamente la versión oficial: “La violencia fue una estratagema de la oposición para desvirtuar las próximas elecciones, donde seguramente perderían frente al candidato Adolfo Ruiz Cortines”. Los principales miembros de la redacción de Tiempo presentaron de inmediato su renuncia, en protesta por el fraude a la opinión pública cometido por su jefe, Martín Luis Guzmán.
En contraparte, examinemos la conducta de don Julio Scherer García: ha irritado hasta la exasperación a los últimos 5 jefes de Estado por su inalterable y obstinada labor periodística. Primero en el Excélsior, el diario que se vio obligado a abandonar en 1976 por las intrigas del presidente Echeverría; y luego en Proceso, revista que se ha ganado a pulso la credibilidad de sus lectores. Fue esa confianza y ese respeto lo que impulsó, seguramente, al liderazgo del EZLN en esta hora de Chiapas [enero 1994] a solicitarle que mediara en el conflicto. Scherer declinó el ofrecimiento, inmerso como ha estado en informar y analizar los acontecimientos. Tenía razón: ayudaba más manteniéndose al margen. La crítica mueve —a veces— voluntades.
Rafael Rodríguez Castañeda, el autor de Prensa vendida, comenzó su carrera como reportero en 1965. Fue uno de los compañeros de Scherer que lo acompañaron en su salida de Excélsior y en la fundación de Proceso. Su nombre es relevante en la novela-crónica Los Periodistas, de Vicente Leñero. Ha sido redactor, corrector, corresponsal y es [en 1994] jefe de redacción de la revista Proceso. Conoce, pues, los entretelones de esa relación entre la prensa y gobierno.
Organizado cronológicamente, su libro va hilvanando fechas clave en el discurrir de los vericuetos periodísticos mexicanos: la creación de PIPSA, la gran distribuidora de papel en el país, por decreto del general Lázaro Cárdenas, en agosto de 1935. PIPSA —nos dice Rodríguez Castañeda— es un ejemplo del mal que acompaña a veces las mejores intenciones: creada para impedir los abusos que prevalecían en el monopolio de la industria del papel, terminó siendo arma contra los periódicos que se atrevieron a oponerse a los dictados del régimen.
Prensa vendida ejemplifica con casos como la desaparición del semanario Presente, que dirigía Jorge Piñó Sandoval. Luego el caso de la revista Política, de Manuel Marcué Pardiñas (donde colaboraba Carlos Fuentes), que tuvo serios problemas por criticar a Adolfo López Mateos. Fue durante su presidencia cuando ocurrió un hecho de lo más execrable. Un caso que conmocionó y mostró, con claridad, la mano cómplice de la prensa con el gobierno: el asesinato de un líder campesino en mayo 1962. Algo que nos remite a la guerra de Chiapas.
Rubén Jaramillo había luchado en la Revolución Mexicana en las filas zapatistas y llegó a ser líder agrario en Morelos, su estado natal. Durante el sexenio de Ruiz Cortines se levantó casi en armas; ni el ejército pudo someterlo. En 1961 y principios de 1962 se dedicó a recuperar las tierras de campesinos despojados. El 23 de mayo, su domicilio en Tlalquetenango, Morelos fue rodeado por militares y civiles armados. Los cadáveres de él, su esposa y sus hijos fueron descubiertos en la zona arqueológica de Xochicalco. Los cuerpos mostraban el tiro de gracia.
Con excepción de Fernando Benítez y sus colaboradores (Carlos Fuentes entre otros, en La cultura en México, revista Siempre!), la prensa comercial mexicana trató el asunto como si fuera un vulgar asesinato. Incluso el propio Excélsior describió a Rubén Jaramillo como “un delincuente contumaz que asesinaba, asaltaba y robaba […] puede decirse que al asesinarlo le pagaron con su propia moneda. Se dice que sus parientes tampoco eran blancas palomas”.
Triste es decirlo: es larga la lista negra en que la prensa mexicana y el gobierno parecen coludidos. La corrupción vino de la cúspide pero abarcó todos los niveles. Debe haberle dolido mucho a Rafael Rodríguez Castañeda escribir este libro. Pero era muy necesario.
Algo ha cambiado, quizá, a juzgar por la amplia cobertura del conflicto chiapaneco. Pero en última instancia, señala Elías Chávez, expresidente de la Unión de Periodistas Democráticos refiriéndose al gremio: “Cada quien es todo lo libre que quiera. Hay que enfrentar riesgos. Formalmente no existe la censura. Ni en la práctica. Lo que hay es autocensura. Son los empresarios del periodismo quienes se autocensuran, quienes no ejercen la libertad de expresión. Muchos de ellos están comprometidos con intereses políticos y económicos”.
Publicado en el semanario ¡Éxito! de Chicago, en 1994
SCHERER: PRENSA LIBRE, AFIRMACIÓN DE LA DEMOCRACIA
Estos años, de Julio Scherer García, Ed. Océano, 1995
En un artículo titulado “Libertad de Prensa”, publicado el 15 de junio de 1995 en Etcétera, una revista mexicana especializada en cultura y política, Raúl Trejo Delarbre, su director, señalaba: “La libertad de expresión, que se cultiva y recrea todos los días, no existe si no se ejerce”. Hacía notar Raúl Trejo que el cumplimiento de esta libertad no depende entonces de la voluntad de los individuos, ya que la puede ejercer únicamente quien por su oficio tiene acceso directo a los diversos medios de difusión: el periodista. “No hay libertad de expresión —concluía— sin medios de comunicación que la propicien y la garanticen”.
Lo triste del caso es que, en repetidas veces, los máximos beneficiarios de esta gran libertad, los periodistas, son los que han puesto mayores trabas al ejercicio de la misma. Basta leer libros como Prensa vendida, de Rafael Rodríguez Castañeda (Grijalbo, 1993) o El Poder. Historias de familia, de Julio Scherer García (Grijalbo, 1990), para ver el grado de abyección en que ha caído, en múltiples ocasiones, dicho gremio. Cuando el periodismo cae en manos de individuos con escasa o nula vocación por investigar, analizar, informar y divulgar la noticia, puede dar como resultado una prensa tibia, mediocre o —con harta frecuencia— corrupta.
En México el periodismo ha vivido momentos brillantes, como aquel que hicieran Guillermo Prieto y Vicente Riva Palacio en la época juarista; pero también ha caído en bajezas, como las que practicaba a mediados del siglo XX el tristemente famoso Carlos Denegri, descritas en el libro A ustedes les consta (Era, 1980) de Carlos Monsiváis. Para no ir más lejos, ahora mismo (1995) coexisten en ese país dos tipos de periodismo totalmente antagónicos: el que transmite Jacobo Zabludovsky desde Televisa, defensor a ultranza del status quo, y el que hace Scherer desde las páginas de Proceso, con su agudísima crítica al gobierno y a los centros del poder.
Julio Scherer García, fundador y director de dicho semanario, es en la actualidad, sin duda, el periodista mexicano más respetado. Hasta sus enemigos reconocen en don Julio a un digno adversario, a un hombre íntegro que se desvive por informar con veracidad y con amplitud de miras el diario acontecer del mundo y de su país. En un gremio como el periodismo, tan dado a la autocomplacencia —como solía decir el legendario Manuel Buendía— Scherer nunca ha dejado de exigir —y de exigirse a sí mismo— el máximo rigor a la hora de analizar y redactar la noticia.
Los tres libros que ha publicado en los últimos nueve años dan fe de ello: todos escritos con una afinada precisión, en un estilo muy esmerado y particular que bordea con la crónica, la autobiografía y el testimonio. Impresionan los juicios emitidos en sus textos impecables. Sus debilidades —que también las tiene— no las oculta; antes bien parece querer resaltarlas. El ejercicio periodístico, al que ha dedicado cincuenta años de su vida, le ha permitido atisbar de cerca al poder, al que ha encarado con una valentía y una inteligencia asombrosa. Fascinan sus conversaciones con los notables: diálogos incisivos, registros de una mente lúcida que va hurgando hasta el mero fondo del asunto, en pos de una verdad que quiere escapársele.
En Estos años, Scherer continúa el examen —iniciado en Los Presidentes (Grijalbo, 1986)— de los señores dueños de los destinos de México. Aquí están retratados con su ojo certero, inexorable, los capitanes de industria, los caciques locales y policías corruptos. Pero sobre todo, su mirada se posa, irreductible, en los gobernantes y su relación —muchas veces tortuosa— con la prensa de México. Especial atención le dedica a Excélsior y a su director (en 1995) Regino Díaz Redondo. En esto quizá haya cierto encono personal: Scherer abandonó dicho diario en 1976 presionado, víctima de las intrigas del presidente Echeverría coludido con Díaz Redondo (la historia se narra en Los Periodistas, de Vicente Leñero). Excélsior, que bajo su dirección llegó a ser considerado el mejor periódico de América Latina, ahora ha caído en tal descrédito que ya se ve prácticamente imposible que pueda recuperarse algún día.
Son los años del sexenio del presidente Carlos Salinas de Gortari (1988 – 1994) los que cubre su más reciente libro. Los años de una elección presidencial bastante cuestionada, con gravísimas acusaciones de fraude. Los años en que México tuvo líderes deslumbrados por la bonanza del Primer Mundo, al que pretendieron arribar alineándose a políticas fieles al rapaz neoliberalismo económico. Son los años en que México se vio sacudido por los mayores escándalos políticos: los asesinatos de un candidato presidencial (Colosio) y de un jefe del partido en el poder (Ruiz Massieu). Los años en que la impunidad se evidenció más que nunca, con revelaciones de la conexión narco-política infiltrada en todos los ámbitos de la sociedad mexicana.
Pero también son los años en que surgió una leve esperanza de cambio, con el estallido de la rebelión indígena en Chiapas, que vino a mostrar al mundo el grado de iniquidad y de miseria en que siguen viviendo muchos millones de habitantes; rostros de la marginación y el desamparo total. Son los años en que —ahora sí— se vislumbró la caída del presidencialismo mexicano. Son todos Estos años y el caudal de problemas que arrastraron, vistos y analizados en su tiempo real por los reporteros de la revista Proceso, los que aparecen en el magistral relato de Scherer.
Enrique Semo, historiador, periodista, también fundador de Proceso, dice en un artículo incluido en el Manual de Periodismo (Grijalbo, 1992), de Vicente Leñero y Carlos Marín: “La prueba de toda democracia es la posibilidad de la minoría de expresar opiniones que son inaceptables para el poder”. Esta ha sido la intención —tan desmesurada como admirable— de don Julio Scherer García: someter a prueba constante, para reafirmarla, a la democracia; sacar a la luz pública, para beneficio común, lo que el poderoso quisiera mantener en las sombras. Oficio de periodistas: investigación y recuento de realidades. Tocar las llagas y denunciarlas.
Publicado en el semanario ¡Éxito! de Chicago en 1996