Poemas de Ethel Krauze

 

De La otra Ilíada, "La rebelión de la salvaje", Ediciones Torremozas, Madrid, 2016; Et Al ediciones ebook,  2018. 

 

 

IV

 

Quiero recuperar a la loba que habita en mí:

afilar mis garras,

lamerme la pelambre,

desenrollar la cola

que ha permanecido guardada tanto tiempo.

 

Prometo cantarle a la luna cada noche,

desenterrar semillas

y lanzarlas al viento del desierto

para que germinen avenidas de setos

y dancen otra vez los duendes.

 

Prometo liberar orugas hibernadas

          en vasos de cristal,

y arrojarlas al fuego de la aurora

para que su sangre reverdezca en mariposas

cuyas alas repiquen canciones de mujeres.

 

Voy a destrabarme el hocico,

ensalivar mi lengua,

chapotear en el lodo

          humedeciendo el cuerpo

con el humus antiguo

de todos mis ancestros,

resucitar sus huesos a mordiscos

          con sabor a pan,

a madre leche,

a caricias de tierra viva.

 

Prometo cantar sin fin,

cazar el corazón de las parvadas

y repartirlo en los apantles,

rociarlo en las montañas,

devolverlo en las miradas de las niñas

          que trepan en los árboles.

 

Prometo ser fiel a mis instintos

de hembra sabia y vieja,

recoger la raíz del manantial,

atarla a mis ovarios,

que me guíen sus aguas agitadas,

su caudal espontáneo

fiero,

la plenitud de su descaro.

 

Hasta que cante la piedra,

hasta que cante,

aullaré en las comarcas

al pie de las ventanas.

Viajaré con el silbo

y ahogaré los sueños

en mi pozo negro.

 

Hasta que abran las piedras su garganta

y el mundo cante una canción salvaje.

 

Sobre el tejado dejaré mis huellas

hasta que cante la madera,

hasta que canten los troncos de la higuera,

trazaré con las patas

el hilo de mis venas

y danzarán por ellas

todos los ecos que mi nombre encierra.

 

La loba que en mí habita

es una enferma de voz,

una sed de lengua que palpita

repitiendo el poema de la vida,

uno solo,

un aullido que arde sin hoguera.

 

Me volcaré en la nuez de tus pupilas,

seré testigo y sombra,

te morderé los labios,

te arrojaré al abismo

          en picada,

para que broten las alas que cargas en la espalda.

 

Prometo que no me alcanzarás,

pero me seguirás por siempre

husmeando mi guarida

en pos del surco de mi canto.

 

Nada me vencerá,

ni las injurias ni los rezos,

ni las lisonjas, ni los miedos

          de quienes quieren enclaustrarme

en el silencio,

en el olvido,

en el callejón de los muertos.

 

Voy a inundar la tierra con mis huesos,

a juntar cada uno de mis dientes,

a esculpirme de nuevo,

a florecer,

a cantar estos versos.

 

V

 

Hay una mujer dentro de mí

con fuego oscuro:

una mujer salvaje a la que temo e invoco

para que me alumbre

          para que me cure esta mirada de ciervo

          que no revela nada de lo que guardo en mi interior.

 

Ahí, en mi interior,

una mujer danza

          alrededor de la hoguera.

Sus cabellos vuelan

y sus ojos son centellas de agua negra.

 

Hay una marea que habita en mí,

clamando un vertedero,

un río de lumbre,

un trueno

          o una caricia

          que rompa las cadenas;

un sollozar de hielos negros

que se funden al tacto de mi cuerpo.

Una estirpe dormida que despierta.

Soy la roedora de cadenas,

una mujer de piedra

un corazón humeante.

¡Ábreme el pecho caminante,

          mira por dentro la maleza

de fuego, el magma, el brillo

que en mí anidan!

¡Y tenme miedo!

 

Coda

 

Hasta que el canto se convierta en flor

de lluvia, y limpie con su manto al mundo;

cantemos,

hermanas de una sola carne.

No habrá más oda que la alondra en vuelo

ni más celo será la propia sombra.

Seremos lumbre, hermanas,

caminaremos sobre el hielo,

cruzaremos tormentas

sembraremos racimos en el cielo.

 

Cantemos, hermanas, cantemos.

Hay una Ilíada nuestra:

una Diosa que escucha y que contesta.

 

 

De La otra Ilíada, "La rebelión de la salvaje", Ediciones Torremozas, Madrid, 2016; Et Al ediciones ebook,  2018.