Entraron caminando despacio con sus cuerpos encogidos por el tiempo, su piel arrugada y reseca y sus cabellos albos. Él llevaba un pantalón de mezclilla desgastado y demasiado grande para su cuerpo enflaquecido. Ella, de estatura más pequeña, poseía unos lindos ojos pispiretos y una sonrisa que traslucía una bondad contagiosa. Llevaba dos trenzas cruzadas formando una corona en la parte superior de su cabeza y sobre su falda, un mandil plagado de manchas que ni el agua y el jabón quitarán nunca. Sus pasos eran pequeños y cuidadosos. Él la llevaba tomada del brazo para sostenerla y ella le explicaba en voz alta cuanto ocurría en el trayecto. Los ojos de ella habían perdido claridad y nitidez mientras que los oídos de él escuchaban solo murmullos lejanos. Dos cuerpos en un solo cometido. Él sus ojos, ella sus oídos.Sobreviviremos juntos, siempre juntos, a pesar de todo. Parecían decirle al mundo.
Iban a inscribirse para obtener una beca para personas mayores. Mil trescientos cincuenta pesos mensuales para cada uno: una fortuna a su buen decir. Me avisaron que saliera a conocerlos y hablar con ellos. Igual que a mis compañeras, me hechizaron las expresiones de su cara, las palabras suaves y agradecidas y, en especial, sus manos entrelazadas. Quedamos en mandar a las trabajadoras sociales para hacer el estudio socioeconómico en su domicilio que, en realidad, no hacía falta: la pobreza y el abandono eran manifiestos, pero estábamos obligadas a hacerlo.
Al día siguiente asistieron las jóvenes de trabajo social. Al poco rato regresaron con el estudio terminado y varias fotografías. La casa era un pequeño espacio que tenía un cuarto con un pequeño baño que no funcionaba y ellos usaban de bodega para guardar chucherías y vejestorios. Se bañaban, de vez en cuando, con un trapo y una palangana usando el agua del fregadero de la cocina. En un balde acumulaban excrementos y orines que diario sacaban a la alcantarilla o enterraban bajo tierra en el traspatio de la casa. La cocina era minúscula y tenía lo mínimo indispensable: una estufa, un pequeño y viejo refrigerador y un trastero con algunos enseres. Fíjese en la foto del techo del interior de la casa, me dijo una de ellas interrumpiendo mi lectura del estudio. Al principio pensé que eran manchas de algún tipo de moho negro que ponían en peligro la salud de los mayores. ¡No son hongos, son nidos de viudas negras! me explicó ella aún impresionada. No puede ser, contesté asustada. De inmediato amplifiqué la foto en el teléfono digital. Ahí estaban, apeñuscadas, vivarachas, alegremente acomodadas en las esquinas y avanzando cada vez más hacia el centro de ese territorio tan extenso como invitador.
Me horroricé. Pregunté qué podíamos hacer. Sugerí fumigar la casa y que se fueran unos días a un asilo mientras se hacía la limpieza pertinente y se arreglaban el escusado y la regadera. Ellas lo habían pensado primero y lo habían propuesto, pero la pareja se negó. Nada mas aceptarían ayuda con el arreglo del baño. Nosotros tenemos un pacto con ellas, güerita, no las tocamos y ellas no nos molestan. De vez en cuando bajan, pero nunca nos han picado. Si las fumigamos entonces sí se van a enojar y no queremos eso. Ellas también son animalitos del Señor, respondieron.
Dos semanas después, cumplidos los requisitos y hechos los trámites pertinentes obtuvieron la pensión. Cuando les llegó el primer pago, volvieron a la oficina. Todos nos alegramos de verlos. Entraron, como la primera vez, tomados del brazo y con la lentitud de quien lleva caminando una pertinaz vida de trabajo. De nuevo, ella repitiéndole cerca del oído lo que escuchaba y él sosteniéndola del brazo para que sus pasos fueran en la dirección correcta.
Venimos a darles las gracias. Este dinero será de mucha ayuda; nuestros hijos no tendrán que mandar tanto. Con la aprehensión que me caracteriza volví a preguntar si estaban seguros de no requerir la fumigación, incrédula de su pacto con aquellos arácnidos aposentados en su techo e incapaz de entender esa domesticación mutua. No es necesario, doñita, nos llevamos bien con ellas, de verdad. Y si algún día nos pican, pos ya´staría de Dios. Ojalá nos muerdan a los dos. Se despidieron sonrientes con palabras colmadas de gratitud, sin darse cuenta de todo lo que les quedábamos a deber.
En cada paso que daban con esos cuerpos viejo que resguardaban a unas almas jóvenes, me llegaba una oleada de sensaciones a las que no podía darles nombre, como si hubiera descubierto una dimensión distinta en la naturaleza o hubiera presenciado un milagro.