QUIERO HABITARME

Collage de Antonio Aldana.

El siguiente texto forma parte de la serie «Transformar el silencio: ensayando la sororidad en la literatura», curada para El BeiSMan por Melanie Márquez Adams, Daniela Becerra y Violeta Orozco —una colección de ensayos que establecen e invitan a un diálogo entre escritoras de diversos países, trayectorias y generaciones.

No hay nadie que nos enseñe a querernos.
~
Olivia Teroba 

 

No, nadie me enseñó a quererme, lo aprendo sobre la marcha. Desde niña escuché opiniones negativas sobre mi cuerpo y mi inteligencia. La palabra que más me hiere es “inútil”. Mis primos mayores solían decírmela. Cualquier oportunidad era buena para repetirme lo horrible, ignorante e inservible que era. Les creí. Anduve muchos años sintiéndome basura, me aseguré de silenciar mis opiniones y, sobre todo, de no aspirar a grandes cosas.  

Una vez fui a casa de mi abuela para divertirme con los primos ya mencionados. Me anunciaron que jugaríamos a las escondidas. Uno de ellos, el más grande, dijo que debía meterme bajo una cama y nadie me encontraría. Le hice caso. Irrumpí en la fosa doméstica con la panza contra el suelo, feliz porque al fin me aceptaban. El catre estaba pegado a la pared, de tal forma que sólo había un hueco para entrar: cuando llegué al fondo, lo taparon. El piso estaba frío y polvoriento, además le tenía miedo a la oscuridad. Ellos saltaban sobre el colchón mientras les rogaba que me dejaran salir. No sé cuánto tiempo duró su broma, sólo recuerdo el pánico, la tristeza que penetró mi cuerpo. Desde entonces le temo a los lugares cerrados. 

Ellos aseguraban que su violencia era realmente una muestra de cariño, mas ya no los culpo, comprendo que fueron educados dentro de un sistema donde humillar a los otros es normal. Incluso sería engañoso de mi parte no reconocer que repliqué acciones de las que hoy me avergüenzo. 

Entendí la brutalidad como un idioma natural. Aprendí a mirarme con odio, a despreciar mis gestos y el sonido de mi voz. En esos tiempos mi madre trabajaba como enfermera en un hospital de traumatología. En mi hogar siempre se almacenaban medicinas, gasas y bisturís. Yo robaba las navajas diminutas y las escondía en mi habitación. Tenía nueve años y quería matarme. Me dolía no ser diferente, con otra cara y otras formas. Sufría de insomnio y me callaba todo. La pesadumbre se acumulaba en un huequito bajo mi carne.

Una vez soñé que mi costilla derecha se rompía y de ella escapaban un montón de mujeres pequeñas y azules. Las personitas se lamentaban. Yo abría la boca para gritar, pero emitía un sonido similar al de las gatas cuando un macho las monta. Me asustaban esos entes tan extraños y vulnerables que me poblaban. 

Pensé que merecía las pesadillas, los golpes de mi hermano, las burlas de mis compañeros de escuela, los insultos y el vacío que me revolvía la barriga. Pensé que la vida era un espiral de malos momentos, de mucha soledad. 

 

***

 

A los 6 años me acosaron por primera vez. A los 14 mi mejor amiga me confesó que su tío la violaba. A los 15 me manosearon en la calle. A los 20 encontraron la cabeza de una mujer a dos cuadras de mi casa. A los 21 intentaron abusar sexualmente de mí. A los 23 violaron a otra de mis amigas. ¿Cómo se supone que nos amemos a nosotras mismas en medio de tanta violencia? ¿Cómo abrazarnos si la tormenta nos rebana la piel? 

Con razón mi abuela se preguntaba: “¿De dónde saco la fuerza para vivir?”. 

Hoy le respondo: no lo sé, Irene. Solo nos queda bailar con la lumbre.

 

***

 

Valeria me dijo que se disfrazó de Amy Winehouse. Estaba emocionada porque su familia es sobreprotectora y a pesar de ello tenía permiso para ir a casa de su amigo Roberto. Era día de muertos y sus dedos olían a cempaxúchitl. Valeria pintó sus labios, delineó sus ojos y transformó su cabello en un pequeño volcán, bien quieto sobre su cabeza. Estaba nerviosa porque en la fiesta se encontraría con el chico que le gustaba.

Era una celebración entre amigos cercanos. Los cuerpos se reconocían, formaban parte de un vals ligero. Valeria creía que estaba en confianza. Esas personas le sonreían con todos los dientes. 

Ella nunca fue buena con los tragos, el alcohol la pone colorada muy rápido. Tomó un par de cervezas, se emborrachó antes de lo previsto y se fue a dormir. Intuía que estaba segura, sus compañeros de universidad la rodeaban, por eso apretó sus parpados y se entregó completa al sueño.

Valeria me contó que abrió los ojos porque sintió un dolor punzante. Era Roberto encima de ella. Él la miró asustado y le tapó la boca. “No grites”, le ordenó. Lo que siguió fue una batalla consigo misma para darle forma a lo monstruoso, para comprender lo sucedido. Ella me confió su historia y, siendo sincera, no supe cómo reaccionar. Mi primer impulso fue la rabia, el deseo de venganza. La historia de Valeria es la de muchas otras. Saberlo rasgaba, me sentía impotente y desesperada. Me era insoportable digerir que nuestros espacios supuestamente seguros estuvieran llenos de hombres como Roberto, capaces de violar sin resentimientos, siempre seguros de sí mismos porque un sistema entero los protege.

Recuerdo que le pedí a Valeria que denunciáramos, pero ella no estaba lista; tenía miedo porque soñó que les contaba a todos lo que había pasado y Roberto se suicidaba. Ella admitió que no soportaría la carga de su muerte. 

Me pregunto cuál es el límite. Hasta cuándo dejaremos de proteger a las personas que nos dañan. En qué momento escribiremos nuestro nombre en la cima de las prioridades. Cuándo importará más nuestra estabilidad, nuestro deseo. Arde saber que nos arrebatan los cuerpos, las calles, la palabra, la vida misma. Nos dejan la muerte y el espanto. De niñas nos enseñan a no hablar de política frente a los hombres, a sentir vergüenza de la sangre menstrual, a bajar la mirada y sonrojarnos. Nosotras, cuerpos-objetos, cuerpos-chatarra disponibles, abiertos. Eso nos dicen. Nos revelan todo sobre el mutismo, nada sobre el amor propio. La poeta Jimena González pregunta: “¿Por qué mi cuerpo es casa y no habitante?”.

Yo quiero ser habitante. Quiero sentirme a salvo en los linderos de mi carne. Quiero confiar en mi creatividad y no hacerme pequeñita cuando un desconocido se burle de mí. Quiero dejar de temblar en el transporte público. Ya no quiero consolar a mis amigas porque otro fulano las engañó, las violó, las golpeó. Quiero mirar a mi tía de frente y decirle que ella vale más, mil veces más que ese hombre al que extraña. Quiero soltar la vergüenza de ser quien soy. Quiero recuperar mi voz, sacarla, volverla temblor y dislocación y trueno. Quiero acariciar el cabello de mi madre y así, con el ritmo de mi mano, demostrarle que merece ser amada. Quiero que habitarme no duela.

 

***

 

Clarice Lispector escribió un cuento llamado El triunfo, en él se narra la historia de Luisa, una mujer abandonada por su intelectual amante. El texto profundiza en las memorias y sensaciones corporales que nos inundan cuando el ser amado se marcha, asimismo evidencia las humillaciones que soportamos con tal de no quedarnos solas, con el alma fuera del cuerpo.

En una parte del cuento se lee: “Ella, tan llena de dignidad, tan irónica y segura de sí misma, había llegado a suplicarle que se quedara con tanta palidez y locura en el rostro que, las otras veces, él había accedido”. Al zambullirme en estas líneas mis recuerdos despertaron envueltos en lumbre. Escuché la voz de mi madre, su tono exacto y las muecas de sus manos al aire. En su juventud, si mi padre amenazaba con dejarla, se lanzaba sobre los pies de él. Lo mismo sucedió varias veces durante mi infancia. Sus discusiones eran una mezcla equilibrada entre el silencio de papá y los ruegos de mamá. Ella lo amaba demasiado.

Pienso en Carmen, quien  sufrió una crisis nerviosa porque su esposo la echó de casa desnuda, luego lanzó sus cosas por la ventana. Pienso en mis amigas y sus romances errados y su desfallecimiento por personas que no saben quererlas y su eterna disposición para amarles más de lo que se aman ellas mismas. Pienso en la mujer que golpearon afuera de mi casa porque le llevó un suéter a su novio. Al parecer él no quería ser interrumpido en su juego de cartas. Pienso en Claudia, quien carga con una enorme cicatriz en el abdomen, causada por la navaja que le enterró su pareja. Pienso en Fabiola, siempre Fabiola. Un día juntó el valor necesario para huir de su marido. Conoció a otro hombre, uno que la trataba con ternura. Tiempo después su expareja enfermó y ella renunció a ser feliz para cuidarlo. Pienso en mí, en todas, en esas cargas que asimilamos porque nos han dicho que amar duele, y así debe ser por los siglos de los siglos. Nos enseñan a dar todo de nosotras, aunque eso implique quedarnos sin nada.  

Una tarde mi tía Flavia confesó que se siente sola. Tiene dos hijos que la maltratan psicológicamente. Su esposo se fue con otra mujer. Ella vive en una casa enorme que me asusta: es como una tumba donde sólo se oyen los ladridos de sus perros y el eco de alguna telenovela en volumen bajito. Una tarde Flavia se dispuso a relatar fragmentos de su vida y al terminar sentenció: “Mírenme, no tengo nada”. Sentí ese nudo en la garganta del que tanto se habla. No logré decirle que ella es suficiente. Ella es todo. 

Es inevitable no recurrir de nuevo a Olivia Teroba, especialmente cuando escribe: “No sé cómo podría convencerlas, decir algo que sea como abrazarlas siempre, inventar un conjuro, una serie de palabras que funcionen como amuleto; explicarles que ellas mismas son todo lo que necesitan para hacer cualquier cosa. Y decírmelo a mí, y creerlo”. Resulta que mi primera afirmación funciona mejor en plural: no, nadie nos enseña a querernos, aprendemos sobre la marcha. Descubrimos nuestra valía luego de cruzar un largo y pedregoso camino. 

Vale la pena el ardor en los pies.

Ahora vuelvo al texto de Lispector. Al final la protagonista triunfa, se da un baño y sonríe porque descubre que la vida es linda sin él, que ella es la más fuerte de la relación. Sí, somos fuertes, sólidas. 

 

***

 

Una vez fingí estar segura del futuro, para luego encerrarme en el baño con la cara pálida. Sentí asco de mi cuerpo. Me perdoné. Volví a caer en los ciclos superados. Tuve compasión de mis errores. Me recriminé hasta el absurdo, hasta dejarme tendida con la piel magullada. Le dije al mundo que soy potencia. Me sentí fragmentada y perdida y frágil. Le recé a la luna. Ansié matarme. Sentí el deseo irrefrenable de vivir. Me pronuncié a favor de la soledad. Busqué a mis amigas, hambrienta de un abrazo, de un contacto mínimo. Me golpearon frente a los vecinos. Prometí que jamás nunca jamás otro hombre me lastimaría. Me volvieron a herir. Me comparé con otras y me supe mediocre. Me enorgullecí de mis logros. Abracé con rabia todos los afectos divergentes que me inundan. 

Me nombré para no desaparecer.

 

***

 

Mis dientes empatan con muchas de las marcas que custodia mi cuerpo. Caminé por lugares sórdidos guiada por mi propio instinto autodestructivo. Sentí rechazo de mis raíces. Detesté mi nombre. Y un día me encontré, maltrecha en medio de la carretera, con el cráneo inflamado y la lengua muerta de tanta sed. Pero aquí estoy. Lo intento.

Todos los días aprendo nuevas formas de cuidarme, de amarme aún con todo el horror y la violencia. Me reescribo con un lenguaje antiguo y místico. Sé que la resurrección sucede cada mañana. A veces los fantasmas ganan, aunque también a ellos me entrego. Me acerco a mi cueva oscura para hallar a mi niña herida. Entendí que si no asumo mi sombra, un día me tragará. 

Soy este cúmulo de contradicciones, de extremos fluctuantes y cicatrices. 

Soy estas geografías enfermas. 

La otra noche elegí bañarme con agua helada. Soy friolenta, mucho. Aun así me quedé inmóvil cuando el chorro de agua atravesó mi cuerpo. Solté una carcajada, de esas que asustan a la gente. El agua recorría mi desnudez, acariciaba mi sexo, se desvanecía entre los dedos de mis pies. Quise ser agua, un movimiento leve, a veces salvaje. Agua que desborda. Agua rojiza. Agua rota. Agua que grita. Repleta de seres vetustos. Profunda. Lóbrega. Quise salir de mi consciencia y ser una total con las gotas sobre mi vientre. Recordé a mi amiga Dalila, quien se metió al mar con el alma fracturada: “Mar, por favor, llévate todo este dolor que siento”, pidió. Dice que el océano la curó. Yo le creo. 

Estaba empapada y lloré. Fijé mis ojos en el espejo que hay en la regadera. Un espejito viejo, con varias fisuras como evidencias de su edad. Por primera vez, después de tanto odio, de tanto tiempo, me vi. Examiné los ojos grandes y cafés, las cejas selváticas y la nariz aguileña. Admiré los cerros de mi pecho, blandos y rosados. Reparé en el lunar junto al ombligo, una mancha con los extremos redondeados, casi un oasis púrpura. Me vi, con los hombros de cartón y las pupilas agripadas; con la voz atascada, ansiosa por salir. Repetí mi nombre cinco veces, en una especie de hechizo. Me invoqué. Aullé. Y juro que me vi. Tenía miedo de no hallarme; sin embargo, ahí estaba yo, en la espera, con una sonrisa húmeda en los labios.

 

 

Convocamos a las escritoras de todas las latitudes y generaciones a que nos envíen sus contribuciones ensayísticas, híbridas y experimentales para continuar la conversación. Más información: melmarquezescritora@gmail.com

 

 

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