El siguiente texto forma parte de la serie «Transformar el silencio: ensayando la sororidad en la literatura», curada para El BeiSMan por Melanie Márquez Adams, Daniela Becerra y Violeta Orozco —una colección de ensayos que establecen e invitan a un diálogo entre escritoras de diversos países, trayectorias y generaciones.
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A inicios de 2021 escribí un cuento sobre una adolescente de quince años que vive en un pueblo de esos en donde todavía se respira el aire de los roles de género y se subyuga a la mujer al papel secundario y pasivo que a veces creemos ya se quedó en el pasado. El cuento trata de que un hombre que le dobla la edad se la lleva a la fuerza, la encierra un tiempo en su casa y la viola para luego plantar la cara cuando la devuelve a su familia con la única intención de pedirla en matrimonio para responder por lo que hizo antes. La idea, en parte, nació de una historia familiar de otra generación, con la intención de reivindicar de alguna manera a una ancestra a través de esta personaja. Decidí quitarle al personaje masculino gran parte de su humanidad; lo hice brusco, de carácter ajado, sin remordimiento y quizá un poco sin consciencia. En mi exploración y en la construcción de esa historia no era prioritario justificar sus acciones, conocerlo o concederle algún tipo de motivación más allá de su machismo y misoginia ciega. En ese tiempo asistía a un taller en el que había trabajado ya varios cuentos con elementos fantásticos en los que quizá esta atmósfera machista no cobraba tanta importancia. Al leer la historia y recibir la retroalimentación, un compañero señaló lo siguiente: el hombre del cuento era plano y le faltaba humanidad, que debía haber una justificación para sus acciones, que no era tan redondo como la personaja. Además, esta última parecía estar muy enojada. A mi compañero le parecía excesivo el nivel de rabia que sentía la adolescente. Por un momento pensé: chin, sí es cierto, debería dimensionarlo más a él y quitarle coraje a ella. Dejé pasar un par de días y releí. Luego dejé pasar unas horas y releí de nuevo. Repetí esto al menos tres o cuatro veces más. En cada oportunidad estaba dispuesta a modificar, a dulcificar un poco la historia, pero siempre me encontraba con la misma sensación de que no era eso lo que quería hacer. Luego de pensarlo me di cuenta de que esa negativa mía estaba ligada a una necesidad auténtica de la historia. Después de darle muchas vueltas en mi cabeza llegué a la comprensión de que ese cuento era sobre ella, sobre mi ancestra representada en una personaja, sobre su historia de violencia y su merecida reivindicación. En eso me concentré, solo en ella, en su voz, en su rabia que no era gratis, en su escape hacia la libertad que en vida no pudo obtener, pero que yo le concedía al menos en el papel. El personaje masculino se quedó como al principio, plano y sin justificación. También gané la convicción de que el motivo del cuento no era reivindicar o dibujar mejor o conocer los motivos del violador.
También en 2021, la escritora Lola Ancira, a través de la editorial Paraíso Perdido, publicó su segunda colección de cuentos, Tristes sombras, que resulta de una profunda investigación sobre los personajes que habitaron La Castañeda y Lecumberri. El 7 de abril hubo una pequeña transmisión en línea para que Lola hablara un poco de su libro. En algún momento ella mencionó que alguien le hizo una crítica sobre la poca voz o lo poco que explicó sobre las motivaciones de los personajes masculinos que habitan esos cuentos (excepto uno). Este monólogo suyo cayó sobre mí como lluvia de palabras sobre mis pensamientos cuando Lola dio su respuesta: si es mi libro y en mis historias quiero privilegiar las voces femeninas, eso es lo que voy a hacer. Me llamó la atención que usara el término privilegiar porque, en cierto sentido, el poder alzar la voz en verdad es un privilegio que algunas mujeres tenemos, pero que a otras aún se les niega. Fue cuando me cayó el veinte: escribir desde nuestros lugares, nosotras siendo mujeres, es parte esencial de la reivindicación. Leer historias construidas por nosotras nos permite ver el mundo desde otros ojos femeninos, hallar distintas maneras de representarnos en el exterior. La relación entre escritora y lectora a través de las historias es, de muchas maneras, una necesidad para situarnos en el mundo, para exigir nuestro lugar y alzar la voz con la misma fuerza que motiva la rabia de la adolescente de mi cuento, que es tan legítima como la rabia de cualquiera de nosotras cuando hemos sido silenciadas o censuradas para no incomodar.
Hay quien podría pensar que, al accionar de esta manera, estamos dejando a los personajes masculinos en el mismo lugar que los escritores nos han colocado a nosotras a través del tiempo. Aquí me atrevo a apelar a la intención. A los personajes femeninos los han construido de esta manera desde un imaginario masculino que ni siquiera dejaba lugar a otros modelos de mujer, a otras expresiones de lo femenino, como si fuera un hecho irrefutable, del que no existe ni siquiera un atisbo de duda al respecto. En el imaginario femenino, por el contrario, el hombre debe ser sujeto de comprensión, de conocimiento, ser merecedor de amor y cuidado. En el masculino, la mujer es lo otro, lo que no nace del mismo origen ni se reconoce como igual y, por tanto, debe ser conocido para que, al final, se le niegue la oportunidad de pertenecer al mismo grupo. En su momento, yo también pensé que los personajes masculinos merecían siempre dimensión, espacio y voz, hasta que me puse a pensar en el origen de mi propia necesidad de escribir, en la manera cómo este hábito me ha acompañado desde que intentaba escapar de las violencias ejercidas en casa por mi padre, luego por mis compañeros de la escuela, y al final por mi hermano; en la transformación de mi ejercicio escritural, los temas en los que entro y de dónde nacen las historias que intento contar. La experiencia en aquel taller me obligó a repensar, a cuestionarme e investigar, y fue cuando di con la anécdota que me empujó a este lado: cuando Maureen Murdock se entrevistó con Joseph Campbell para preguntarle qué pasaba con el viaje heroico de la mujer, él respondió que ella no lo necesita porque, históricamente, su papel es el de esperar a ser hallada por el héroe para ser conocida y poseída. De inmediato regresé a todas las lecturas que consumí durante la adolescencia, cuando construía mi forma de relacionarme y mi percepción de los hombres y lo otro fuera de mí, y me di cuenta de que para todos los autores dentro del canon mi papel sería similar al de Úrsula Iguarán, al de La Maga, al de la niña mala, al de Ana Karenina, al de todos los personajes femeninos cuya función principal era resistir, perdonar, ser compasivas, entregar sus vidas, convertirse en musas. Entendí muchos de mis conflictos y pude ponerles nombre, pero también pude emanciparme de esos escritores como lo hice de mi padre y de todos los hombres ante los cuales me convertí en alguno de estos personajes, así como de las violencias normalizadas que en algún momento romanticé.
Este, considero, es el punto de no retorno. A partir de esta comprensión se construyen las nuevas narrativas. Escribir es un acto íntimo, silencioso, propio y legítimo, pero, sobre todo, libre. No se trata de escribir para quedar bien, para ser elogiadas o para atender las exigencias ajenas, sino para cicatrizar las heridas propias, las dolencias profundas. Todo texto nace con una intención. Probablemente en el camino habrá muchos en los que nos interese mostrar nuestra destreza creando personajes redondos, heroicos, valientes y echados para delante, pero en otros necesitaremos dejarlos tan básicos y planos y clichés como lo son en la vida real. No dudo que en el futuro me interese pintar muy humano a un violador, pero este no es el momento. También estas decisiones son una reivindicación legítima que nos merecemos.
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Convocamos a las escritoras de todas las latitudes y generaciones a que nos envíen sus contribuciones ensayísticas, hibridas y experimentales para continuar la conversación.
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