Los pájaros 

Los pájaros 

 

Para Bernardo Navia, que me hizo ver el primero. 

 

Ah, Bernardo, te fuiste. Te fuiste y nos dejaste en esta ciudad tan extraña, tan ajena. Te compraste tu casita en Chiloé y te fuiste con tu chica y tu gato y tus papeles. Yo ni siquiera puedo imaginar Chiloé, ni siquiera puedo imaginar otra cosa que no sea esta ciudad ajena allá afuera y la nieve cayendo… y los pájaros. 

Te fuiste y nos dejaste. Pero lo peor, Bernardo, fue que te fuiste justo después de haberme hecho notar lo de los pájaros. Yo te juro que no me había dado cuenta. Te juro que hasta entonces no lo había visto, que no lo veía hasta que tú me lo hiciste notar. Es cierto que, cuando llegamos a la ciudad, Raúl y yo comentamos alguna vez que aquí las palomas eran más gordas y más insolentes. Habíamos visto muchas ciudades, muchas plazas y muchas palomas, pero nunca como estas. Estas palomas, grandes y gordas como gallinas, nunca se apartan a tu paso. Eres tú quien tiene que dar un rodeo para no atropellarlas. Y también los cuervos nos llamaron la atención, tan negros, tan cargados de connotaciones. Y los pinzones. Pero, claro, era primavera. Hasta les puse un comedero en el patiecito. Me gustaba verlos desayunar mientras Raúl y yo tomábamos el café por las mañanas. Y las gaviotas. Yo no sabía que pudiera haber gaviotas tan lejos del mar. Y un día se me ocurrió tirarles un trocito de pan y se abalanzaron sobre él, dos, tres, cinco, diez, chillando, quince, disputándose con furia ese pedacito de comida, casi a mis pies, agitando el aire con sus alas de tal manera que lo sentía en la cara, en las piernas. Tuve un poco de miedo, es cierto, pero traté de burlarme de mí misma, de lo mucho que me debía haber impresionado aquella película de Hitchcock cuando la vi por primera vez a los siete años… 

Aunque ese no fue más que un incidente y lo de las palomas, los cuervos, los pinzones… no sé, no le di mucha importancia. También nosotros deberíamos habernos ido, Bernardo, deberíamos haber hecho nuestras maletas y levantado vuelo, deberíamos habernos ido al sur. Yo sé que es absurdo, sé que no puedo culparte, pero creo que, si no me lo hubieras mostrado, yo nunca lo habría visto, y eso habría bastado para que no sucediera. Y sé que es absurdo. Es falso. Como las telas de araña, sabes, que a veces las ves y a veces no; que solo en ciertos ángulos, con cierta luz, de pronto están allí, con todo su perfecto artificio. Pero que no las veas no quiere decir que no estén, y es hasta peor imaginar que estás caminando y súbitamente, de la nada, esa sensación en la cara, hilos pegajosos enredándose en tus pestañas… y si fueras una mosca, una pobre mosca que no tuvo nunca la perspectiva que le permitiera divisar la telaraña… En realidad, una vez que lo vi, tendría que haber sabido, tendría que haber convencido a Raúl, tendríamos que habernos ido al sur. Pero es que la ciudad, el trabajo en la facultad, mi prometedor futuro académico… No iba a dejar todo eso solo por un pájaro muerto. 

No sé si te acuerdas de ese día. Salimos de la oficina a tomar un poco de aire y un café. A veces el aire allá adentro nos resultaba asfixiante. Yo era la nueva y tú me indicabas el camino y, de pronto, una chispita en tus ojos color agua de mar me advirtió que algo pasaba y con tu sonrisa de niño perverso me lo mostraste: 

—Así es esta ciudad —me dijiste—, te encuentras pedazos de pájaro por todas partes. 

Entonces lo vi. Parecía salido de un cuadro surrealista, a unos cuantos centímetros de nuestros pies, el cuerpo fragmentado de una paloma, la cabeza, un ala, parte del pecho, como si le hubieran arrancado la mitad en diagonal, el cuello torcido, los ojos fríos. Yo nunca había visto algo así. No era el primer pájaro muerto de mi vida, pero no era solo la muerte —que ya es mucho—, era la violencia del desgarramiento. Nos fuimos al café como si nada y como tantas veces hablamos de partir, el viejo should I stay or should I go. Yo no creía que realmente fueras a irte, pero hiciste bien, Bernardo, hiciste bien en irte. Raúl y yo tendríamos que habernos ido también, tendríamos que habernos ido al sur. 

Desde ese día empecé a descubrirlos a cada paso: una cabeza, un ala, unas patitas, medio cuerpo, un tercio. Primero se lo atribuí a los cuervos y se lo comenté a Raúl. Son los cuervos que las atacan y se las comen, le dije. Era más fácil pensarlo así, casi un asunto privado que no me concernía. Pero el problema se hizo más grave cuando empecé a descubrir cadáveres de cuervos. También ellos, muertos, desgarrados, desmembrados. No quería pensar más en el asunto. No encontraba explicación y me parecía mejor no pensar. Y entonces así, de repente, anunciaste tu viaje, agarraste tres maletas, tu chica, tu gato, tus papeles, y partiste antes de que nos diéramos cuenta. Nosotros también tendríamos que habernos ido. 

La cosa se fue poniendo cada vez peor. Un par de veces los vi caer, morir en pleno vuelo y caer. Ya era casi imposible caminar una cuadra sin encontrarse con cinco o seis. Y esta mañana, Bernardo, esta mañana… no sé cómo empezó, no sé exactamente qué fue. Sí, es cierto que corría un viento helado, sí, también estaba oscuro, frío, la tormenta casi se olía en el aire, pero yo todavía quería aferrarme a alguna noción de normalidad que me protegiera, y me subí al auto para venir a la facultad. Raúl me vio partir sin un reproche, aunque yo tuve que ir a saltos hasta el auto para no pisar los cadáveres de palomas y gaviotas y cuervos que llenaban la vereda. Y en el camino se desató la tormenta y los pájaros empezaron a caer junto con la nieve, plaf, plaf, varios dieron en el parabrisas, la visión se me hacía cada vez más difícil, el vidrio trizado y el camino empedrándose de cadáveres. Era tarde para volver a casa. Pensé que lo mejor sería llegar hasta la facultad y refugiarme allí. Plaf, plaf, pájaros muertos y pedazos de pájaros, plaf, y la nieve, y yo con ganas de correr y gritar de miedo y de asco. Yo corriendo y gritando de miedo y de asco llegué hasta el edificio, me quité el abrigo, el gorro, las botas, mojados y manchados de nieve y sangre y plumas. Ahora estoy aquí, en la oficina. No hay nadie. Todas las puertas cerradas. Probé tocar algunas y nadie contesta. O no están o están tan solos y con tanto miedo como yo, que también estoy aquí, con las puertas cerradas. No sé dónde está Raúl. Llamé a casa y Raúl no contesta. Quiero pensar que pudo huir a tiempo, que pudo llegar al aeropuerto y tomar un avión al sur. 

Tengo manzanas, galletas, chocolate, agua. Tal vez pueda esperar aquí hasta que llegue el deshielo. Aunque me da miedo pensar en lo que encontraré después. La computadora todavía funciona, así que supongo que recibirás este e-mail allá en Chiloé. Yo no puedo imaginar Chiloé. Lo buscaré en la internet, con suerte encontraré fotos de ese Pacífico Sur que no puedo imaginar. Apenas la ciudad tan extraña, tan ajena allá afuera. Por la ventana veo caer la nieve, y los pájaros, pájaros muertos, desgarrados, pedazos de pájaro cayendo con la nieve sobre la ciudad ajena. Te fuiste, Bernardo, te compraste tu casita en Chiloé y te fuiste. Y nosotros también, nosotros también tendríamos que habernos ido al sur. 

 

 

[Nota de la editora: “Los pájaros” pertenece a la colección de cuentos La ciudad en que no estás. Cuentos reunidos (Cocodrilo Ediciones, 2021). Margarita Saona es la autora invitada a participar en La Tripleta, sección de la revista dedicada a poner el foco sobre la persona invitada y su trabajo]