La ciudad en que no estás. Cuentos reunidos de Margarita Saona
Cocodrilo Ediciones, 2021, Lima. 163 páginas. ISBN 978-612-46999-8-6
Llega a mis manos La ciudad en que no estás. Cuentos reunidos (Cocodrilo Ediciones, 2021) de Margarita Saona. Me llama la atención el título. Imagino una ciudad que juega a ser protagonista en los relatos, donde en algún momento pudo haber tenido lugar un encuentro, quizás, entre los protagonistas de las historias. Me gusta la ilustración de la portada: una mujer de manos diminutas que abraza un conjunto de edificios mientras permanece con los ojos cerrados y una expresión de tristeza mezclada con calma. En su cabeza se posa una persona miniatura. Busco la información de la ilustración y la encuentro: Eduardo Tokeshi, artista peruano contemporáneo. Salto al internet para encontrar más obras de Tokeshi. Me deleito.
Comienzo con la lectura.
“Esto es lo que hago: pequeños artefactos de palabras para llenar el breve espacio en que no estás” (11).
A través de la palabra misma se construye una ciudad llena de historias menudas. Sigo leyendo y dos líneas después me doy cuenta de que el primer cuento ha acabado y que debo pasar la página para leer el siguiente. En efecto son pequeños artefactos; cada frase se convierte en un ladrillo de un edificio en la urbe de Saona. Allí me doy cuenta de que estoy ante la brevedad divina. Allí también percibo que la voz narrativa añora algo. Pronto advierto que no es una sola voz narrativa la que añora, son muchas voces y muchas más las ausencias. La ciudad en que no estás es un libro de pérdidas.
A medida que avanzo me encuentro en las calles de la ciudad, algunas veces Chicago, algunas veces Lima, otras mi propia ciudad, o la que quiero que sea mía, y me percibo volteando la cabeza hacia la gente que espera que cambie la luz del semáforo, el café de al lado, la puerta del edificio de tres cuadras más abajo, la punta del rascacielos que no puedo distinguir por los rayos del sol. Mi cuerpo también gira, de tanto en tanto doy algunos pasos tras los personajes que se alejan en busca de aquello que no hallan, los observo, los escucho. Sumando todas las imágenes y la falta de ellas ayudo a Saona a construir la urbe por pedazos. En 163 páginas encuentro 53 cuentos. Algunos se extienden cuatro páginas, otros no pasan de dos líneas. Todos, sin embargo, se conectan a través del vacío. La ausencia se manifiesta desde el título de la obra, La ciudad en que no estás, hasta la composición entera del último cuento, “Escapismo”:
“—¿Estás aquí?
—No, estoy allá” (163).
Confirmo que permanezco frente a una serie de ausencias, todas diferentes, percibidas de diversas formas, descritas de múltiples maneras pero con una limpieza sublime y una delicadeza puntual. Hay vacíos que se sienten. Los recuerdos se palpan, lo que antes estaba presente, un olor, una temperatura, una textura, la forma de una sonrisa, el color de una taza, la ropa apilada, unas manos ásperas. Las voces narrativas se ven absortas en el persistente objetivo de no olvidar a quien ya no está y los cinco sentidos se transforman en compañeros de lucha. Yo huelo, oigo, toco, saboreo y veo.
Mientras más me adentro en cada una de las escenas de la ciudad delicadamente caótica, puedo ver en ciertos casos la indicación específica y directa a la persona perdida como en “Los pájaros”, historia que empieza con una sensación de melancolía: “Ah, Bernardo, te fuiste. Te fuiste y nos dejaste en esta ciudad tan extraña, tan ajena” (103); o como en “El cuerpo tiene razones que la propia razón desconoce” en el que la protagonista “había guardado la esperanza de volver a mirarlo a los ojos […] solo para descubrir que no tocábamos nada, que entre nuestros dedos no había más que vacío” (121).
No obstante, más allá de la ausencia de personas a causa de muertes o desamores, a través de los cuentos experimento otros tipos de vacíos; son pérdidas por las que hay que guardar luto porque se ha esfumado una parte de la realidad. La necesidad de sentir el dolor por una pérdida está latente, manteniéndose de relato en relato. En “Desencuentro” una muchacha anhela a otra mientras busca “estar a solas con su propia soledad” (27); en “El destino” una pareja nunca tiene la experiencia de serlo, nunca se cruza; en “Recuerda” la voz narrativa rememora que alguna vez tuvo identidad; en “La llave” hay una llave que no abre ninguna puerta porque esa puerta no existe; en “Desengaño II” la voz narrativa quiere quemar las cartas que nunca recibió. Por un lado, una ausencia perturba a la voz narrativa y por el otro la alimenta. Del vacío se nutre la ciudad de Saona.
Yo me nutro de las historias que veo en cada esquina de la urbe, incluso de aquellas que nunca sucedieron y de las que son inexplicables. Contemplo al equilibrista de “Desequilibrios”, allá arriba, tambaleándose si hace viento, haciendo piruetas en la cuerda porque ese es su trabajo. También observo a la protagonista que intenta incansablemente sentir la piel del equilibrista, tan lejos, en un rascacielos. Asimismo, me emociona ver a las ranitas que aparecen en “Pruebas”, saltan y se reproducen por doquier frente a una pareja a la que dicha situación no le supone algo fuera de lo común. Me divierto viendo al cocodrilo que entra en el apartamento de la pareja, pausado, con la boca lista para morder. Volteo la mirada y veo a la bebé de “Comehoras”, a la pequeña Lucía que come relojes. La veo en su sillita de comer devorando el tiempo y me río de sus ocurrencias, de sus manitos juguetonas, de sus ávidas ganas de saciarse con los minutos de la vida. El tiempo desaparece, el presente es efímero, las horas se desvanecen entre los dedos y me queda el recuerdo de los segundos que acaban de pasar. Por ello me refugio en la ciudad de Saona; este es el momento preciso para hacerlo ya que “[e]ntre los millones de personas que están y estuvieron, entre los otros millones que estarán, de pronto es tu ausencia la que encuentro cuando camino a destiempo en la ciudad en que no estás” (107).
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