Clima perfecto

Hoy estuvimos a 43 grados centígrados. 

Crecí sin saber que había diferencia entre 33 y 43, porque para mí todo suena a horno genérico. Pero hoy aprendí que sí hay diferencia, por supuesto que la hay. Y es que a 33 todavía es posible respirar.

Cuando digo que crecí, me refiero a que nací y viví hasta los 29 años en la Ciudad de México, donde la gente se mueve en un clima cómodamente templado. Pero aquí no. Aquí el clima es mucho más extremo y las temperaturas son confusas porque se miden en Fahrenheit, un invento más del demonio. Confusas para mí, claro. Imagino que para quien lleva años viviendo entre onzas y millas, los Fahrenheit son de lo más natural. El punto es que hoy, en realidad, estuvimos a 110 grados según el servicio meteorológico. Cuando salí a la calle, creí que hacía un calor de 33, pero ese fue mi primer error: me faltó ver el pronóstico del clima antes de abrir la puerta.

Mi misión parecía sencilla: ir a la oficina de correo para mandar a México el maldito documento que me pidió el notario. Que necesita mi firma original en el certificado de defunción, dice. El correo está a unas ocho cuadras del departamento donde Fabián y yo vivimos desde que nos mudamos a Los Ángeles, hace tres meses, por eso decidí irme caminando. 

Cómo me cuesta llamarle casa a este lugar: hasta ahora sólo es donde vivimos, como si estuviéramos de paso esperando que la pesadilla termine pronto. O tortura, qué sé yo. Nos vinimos a trabajar por tiempo indefinido, pero desde que aterrizamos he sentido el rechazo de esta ciudad que no se siente como ciudad. Porque aquí nada se mueve. Habrá sido por eso que convencí a Fabián de no comprar un coche. Habrá sido la angustia de intuir que un coche nos ataría de más a este lugar tan desolado.

[Qué ironía: Los Ángeles, con todo este sol aplastante, es el lugar más desolado del planeta.] 

Apenas di unos pasos, me di cuenta de que el calor era más insoportable de lo que había calculado cuando salí de donde vivimos. Por eso cambié de opinión y opté por ir hacia el lado contrario, rumbo a la parada del camión que va todo Wilshire. Wílchir, como le decimos las personas que hablamos español. Un dólar con 25 a cambio del aire acondicionado que me llevaría al correo en una sentada. Se supone que por eso vivimos cerca de Wilshire, para estar conectados con casi todo Los Ángeles a través de la ruta 20 o los autobuses exprés, aunque esos son más caros. Pero también ese fue un error. Creer que aquí el transporte público puede servir de algo. Bochornosa ingenuidad de recién llegada.

Así, caminé a la esquina donde está la parada, a lo largo de los arbustos llenos de flores pero sin sombra que abundan en la banqueta. Entrecerré los ojos por instinto, sin entender del todo que los rayos reflejados en los ventanales de las torres de espejos me estaban cegando la vista. Por eso fue que preferí bajar la mirada y ya con el celular en la mano busqué en la aplicación alguna señal del camión. Que pasaría en 5 minutos.

Me asomé en automático hacia el fondo de la avenida. No había ni un alma en toda la calle, ni en la de enfrente ni en la de atrás. Sólo un hombre que arrastraba pesadamente un carrito de mandado con bolsas llenas. Pero él apenas parecía tener alma. Si esto fuera una novela de Camus, alguien podría habernos disparado a los dos sin que nadie lo notara. Como el fin de semana pasado cuando un tipo le tiró con un rifle a otro homeless cerca del mercado central y se dio a la fuga. En plena luz del día. Apuesto a que fue el calor.

[Eso pasa en Los Ángeles, que empiezas a imaginar todos los escenarios en los que algún tipo armado con un rifle podría dispararte sin ningún motivo.]

No hubo señales del camión, así que comenzó la espera. El aire pesado hizo que muy pronto me arrepintiera de no traer agua. No valía la pena buscar dónde comprar una botella, porque a esas alturas de Wílchir no hay súpers ni tiendas. Sólo un dispensario de mariguana atrás de mí, pero estaba cerrado. 

Siempre he sido mala para las esperas. Volví a ver la aplicación pero se quedó en blanco, paralizada. Me asaltó un mal presentimiento. De esos que te hacen cuestionar toda tu existencia y te la estampan en la cara en forma de pregunta mordaz: ¿cómo fue que llegué a esto?

Me salió una bolita por la ingle, me contó mi madre hace dos meses, justo cuando el trámite de visado empezaba y yo ya no podía regresar a México para sentirle la bolita con mis propios dedos. Pero no te apures, ya saqué cita en el IMSS, agregó aquella vez en un tono neutral. Después de darle refresh con desesperación, la aplicación volvió en sí para anunciar que el camión pasaría en otros 12 minutos. 

Me encontré a mí misma en la clásica situación de no saber qué hacer: demasiado tarde para retroceder, demasiado pronto para abandonar la misión. 

El doctor del IMSS le mandó a hacer un ultrasonido y Mira qué rápido, ya me lo hicieron así que no te preocupes, me explicó mi madre una semana después. Me pegué a la pared del dispensario de mariguana para esperar porque la parada del camión no es parada sino un letrero en un tubo, pero la pared tampoco cubre del sol ni se siente fresca porque todo aquí está construido de madera hirviente. 

El ultrasonido no fue claro así que le dieron cita para hacerle una biopsia y Mira qué bien, ya me la hicieron, ni parece el sistema de salud pública con tanta eficiencia, bromeó mi madre a las dos semanas. El sudor comenzó a ablandar el sobre amarillo con el papel que debo mandar, pero de todos modos lo levanté por encima de mi cabeza para intentar cubrirme del sol.

Los resultados de la biopsia nunca llegaron y ahí fue donde la eficiencia del IMSS desapareció, pero mi madre me dijo confiada que Si fuera algo malo, me habrían avisado ya, vas a ver que todo va a estar bien. Las afiladas piedritas de la carpeta de asfalto brillaban. Los vehículos se adivinaban a lo lejos, ondulados como en las viejas películas del oeste, humeantes. Pero ni luz del camión todavía. 

Tu madre está en Urgencias, me habló el tío Manuel hace una semana y percibí su preocupación, pero sus palabras fueron Nosotros estamos al pendiente, quédate tranquila. Entonces noté la figura del hombre, ahora tirado al lado del carrito del mandado, en la orilla de la acera, casi a merced de los autos que iban pasando.

Las piernas me temblaron y el corazón se me estrujó, pero no supe cómo reaccionar. No tuve fuerzas.

Entre las ondulaciones, alcancé a ver a mi madre y escuché el eco de su voz.

Ana.

Pronto todo quedó en blanco.

Ana. 

Escuché la voz de Fabián, que apareció quién sabe de dónde: ¡Ana!, me sacudió. 

Desperté por fin, con una mano quemada sobre el pavimento y la otra torcida con el certificado de defunción de mi madre ya todo doblado. Tengo que mandar mi firma de reconocimiento, traté de contestar mientras él me recargaba en su hombro. No te apures, mintió: Todo va a estar bien. 

Con la ayuda de Fabián, me paré y volví a andar, un pasito corto tras otro, apoyando la mayor parte de mi peso sobre él. Vislumbré los arbustos sin sombra, pero llenos de flores esta vez yendo hacia mi casa, mi imposible casa, y entonces recordé al hombre del carrito. Alcancé a voltear y mirarlo por última vez, a pesar de la vista nublada por las lágrimas y el calor, el infame calor que no perdona. Vi la sonrisa que enmarcó su último suspiro, aunque ahora que lo escribo, creo que la imaginé. Lo cierto es que ese fue mi tercer error del día: haber contemplado el asfixiante momento en que el alma por fin abandonó el cuerpo de aquel hombre.

Enmudecida, me dejé vencer de nuevo en los brazos de Fabián.

[Bienvenida a Los Ángeles, el paraíso del clima perfecto.]