Cuando uno se encuentra en la frontera no sabe a dónde va a llegar, dónde va a dormir, qué va a comer, cómo va a abrirse camino, cómo se va a comunicar en un idioma ajeno, con qué muchacha va a pegar su chicle, si es que logra llegar a donde se propone.
Su deambular en grupo con el coyote al frente es incierto. De ahí que muchos temamos vaticinar nuestro futuro. El miedo y la duda nos corroen los huesos desde el inicio del viaje. Ponemos nuestras esperanzas en un trayecto sin “migra”, en la repetida promesa del coyote y, por último, en la intercesión divina.
Luego que uno llega y cae en el primer trabajo, este determina su futuro. Se queda ahí o se mueve a otro mejor. Cambia de oficio o sigue en lo mismo. Yo lavé platos en varios restaurantes hasta que llegué a la cocina de un colegio, en Chicago. El sueldo y las condiciones de trabajo no variaban mucho, pero me trataban bien y eso cuenta.
Mandaba una parte del dinero a México y me quedaba con la otra. Mandaba una parte y me quedaba con otra. El ciclo se repite mientras uno vive acá. No es que se lo exijan los familiares, ni que uno quiera sacar pecho. Enviar remesesas se convierte en un deber y en un alivio. A quien no manda lo azota la culpa, máxime si le recuerdan su responsabilidad por carta.
Sobran las razones por las que se conserva un trabajo. La pérdida de uno repercute en el sur de la frontera. Se aplaza el pago de la deuda. Se para la construcción de la casa. La familia no come. El tomador se priva de su cerveza. Manda, le dice al migrante su consciencia, sueña que debe mandar aunque sea poco. La tradición del envío antecede a la Revolución Mexicana y se reafirma en la década de 1970.
En las dudas pláticas con los amigos, por lo regular con paisanos de mayor trayectoria o con respetable señoría en el trabajo. Unos te aprueban la idea, otros te la reprueban. Unos te felicitan por tu decisión, otros te asustan, ya se trate de asuntos laborales, económicos, familiares o amorosos. Como dijo Emerson, todo en la vida tiene dos lados.
Al final uno hace lo que le conviene, porque le vale o porque acumuló experiencia, que es casi lo mismo. Yo caí en la cafetería de Malcolm X College porque quería cambiar de trabajo y ahí necesitaban un lavaplatos. Era un edificio largo, de tres pisos, con una carretera y un tren al lado. Me gustaba su ambiente estudiantil, aunque me intimidaba. No hacía mucho tiempo que lo habían inaugurado ni que habían matado a Malcolm X, el Pancho Villa de la comunidad negra. Otros decían que el Che Guevara.
Los dos rebeldes estuvieron presos más de lo debido y los dos forjaron ideas en cautiverio que luego pusieron en práctica. La diferencia estriba en que Villa tomó las armas para derrocar a Porfirio Díaz y Malcolm X la palabra para concientizar a su raza.
Hasta el tercer año de mi llegada nada me movía a estudiar. Gracias a la insistencia de dos empleadas muy mayores, las Sra. Harris y la Sra. Matthews, un día salté de la cocina al aula sin otro propósito que el de callarles la boca. La Sra. Matthews se convirtió en mi asesora. La Sra. Harris era la cajera y cada semestre se aseguraba de que me inscribiera en los cursos nuevos. Me llamaba “son”.
Mentiría si dijera que sabía inglés cuando leí la autobiografía de Malcolm X. Lo aprendí leyéndola. Se trata de un libro con una vieja portada de colores encendidos, como la personalidad del líder. En la librería los vendían baratos aunque el precio era más alto, gracias a los donativos de las familias ricas. Eran de pasta dura, de tamaño grande, impresos en papel rústico, como para que se distinguieran de los demás libros. ¿Quién sabe qué hice con aquella reliquia? Llevo años lamentando haberla perdido. La que tengo (fotografiada) es de bolsillo. Sólo la foto de la portada se le asemeja.
Los tres años que estudié ahí seguí trabajando en la cafetería. No había modo de que el gobierno sufragara mis estudios. Me le seguía escondiendo y, como encargado de recibir mercancías y de tirar carretones de basura, conocía todos los rincones y salidas secretas del edificio.
Aprovechaba los días de buen sol para comer mi “lonche” en el jardín mientras leía el libro. Luego, siguiendo el ejemplo de Malcolm X, leí otros libros. A veces caminaba por los pasillos y me detenía a ver sus fotos o su carro clásico que colocaron a la entrada. ¡Qué lejos estaba México de permitir la existencia de un plantel que llevara el nombre del Pancho Villa!
Los viernes las clases terminaban al mediodía. Después había juegos de básquetbol, charlas y discursos con oradores invitados, lecturas de poesía y música de esos años. Ahí se ensanchó mi grupo de amistades. Malcolm X College no era sólo mi lugar de trabajo y un centro educativo bien afianzado, era una fuente cultural a toda prueba. A veces me parecía que estaba viviendo un sueño. Mi ingreso a las clases fue accidental. La continuidad requirió cierto trabajo. Pero en algo debe uno entretenerse.