‘Migración’, un fragmento de novela

Este texto podría considerarse el inicio de unas memorias. Raúl Dorantes nos narra su arribo a ese segundo nacimiento al que damos por nombre “Migración”. O más bien, lo que el autor cree que sucedió una noche de 1986 en el aeropuerto O’Hare. Las memorias también son ficción. Y así debería ser leído este breve inicio.

 

 

Los hermanos Ferruzca miraron la mancha cuadriculada, miles de luces blancas, miles intermitentes, luego dos hileras de luces rojas entre las cuales el avión aterrizaba, plantando sus ruedas de magnesio, sacudiendo sus láminas como en un espasmo, adentro los pasajeros con el Jesús en la boca. 

―Si la libramos, te llamarás Jonás ―dijo el mayor―. Y yo Maximiliano. 

―¿Como el de la ballena?

―Y el emperador.

En los asientos del avión se habían propuesto otros nombres: Juan y Melitón (como los abuelos), Rubén y Neftalí (como los de las doce tribus), Benito y Lázaro (como los presidentes), y siguieron con duplas deportivas, cinematográficas, comerciales, pero el bautizo los sorprendió en la rampa que conectaba al aeropuerto.

―Uno nace ―dijo el menor― y luego se le pone nombre.

―Con nosotros al revés.

La oficial de Migración era un topacio, alta, apenas sonriente y con cierto brío militar. Había que esperar el turno y olvidarse de emperadores y panzas de ballena. A la mujer del Servicio de Inmigración había que revelarle los nombres nativos con su respectivo apellido. Jonás vislumbró que ese viaje no duraría tres semanas, ni cuatro. Mucho más. El tiempo suficiente para mostrarle a su padre que no iban a doblegarlos las continuas devaluaciones ni el freno a la movilidad social ni el cierre de la tienda de abarrotes. Mostrarle que había valido la pena vender el viejo Chevy, esos viajes a la embajada, el papeleo, dos fotos tipo pasaporte, la compra de un par de boletos en la aerolínea Mexicana.

―Next!

Max ya mostraba la visa del águila y un rollito de billetes, cinco rostros de Jackson, seis de Hamilton, los de Washington sirviendo de bulto, la sonrisa de la oficial ante el engaño. No era viable recorrer ese cacho del invierno con ciento diez dólares, o doscientos entre ambos. ¿En qué hotel se quedarían durante tres semanas? ¿Cuántas desayunos podían pagar en un McDonald’s? Pero eran jóvenes, urbanos, interrogantes, con flequillo en la frente, con ojos de desaire. 

         â€•Yeimi? â€•preguntó la oficial.

         â€•Jaime ―corrigió el mayor mientras permitía ser observado como se observa a un joven a punto de nacer, como si una parte del rostro fuese aceptada y la otra no, la boca y la nariz sí, los ojos de pollo no. La jota volviéndose eme. La aquedándose en a. Mucho se vive de los catorce a los veinte. Salir de la prepa, enamorarse y ya no creer que la Virgen es virgen, ingresar a la universidad, desencantarse del vaivén de los juzgados y de la tierra de la miel. Ah, intentar a sus veinte años pasar por turista frente a un topacio irritado.

         â€•¿Cien dólares para tres semanas?

         â€•Sí, señorita.

         El pabellón del aeropuerto era alargado como un útero. ¿Cuáles eran las trompas de ese útero? ¿Qué tipo de placenta lo cubría? En ese momento era una matriz de cal y la oficial un pollero de las entrañas tubulares. ¿Un pollero? El orgullo lastimado de los Ferruzca. La desgracia de que los viera como pollos alguien que les recordaba a la Mujer Biónica. Esa mujer con uniforme podía abandonar a sus pollos a medio camino del parto. Impedir el rompimiento del cascarón. Frustar su nacimiento. 

―¿Tienen tarjetas de crédito?

―No, señorita.

Max y Jonás no querían tratar su cruce con un pollero. Más bien con un coyote, un guía como los de antes, que levantara el hocico y olisquera los recovecos, que con un gesto les dijera “You’re good. Have a nice life”. Un coyote. No este pollero que parecía rechazar una mitad del cuerpo de los hermanos, tal como los rechazaban esas lámparas de halógeno, aquellos relojes digitales, el interminable istmo uterino. Iban ellos con las axilas remojadas, perlados de sudor en el cachete, igual que los otros que avanzaban en la fila de Non Citizens, niños que no paraban de sonreír y una señora que le pedía con ojos de misericordia a la Divina Infantita.

―Go ahead â€•dijo por fin la oficial tras marcar en el pase de ingreso sus iniciales y la fecha del dos de noviembre. En el Día de los Muertos moría Jaime. Ya fue Maximiliano quien avanzó con su nombre en la cabeza, entre los cubículos, como un adolescente que no quiere nacer, como el que quiere volver a las profundidades del útero oloroso y natal.

La memoria fáctica es imposible. Sólo queda interpretar treinta años después el parto de los Ferruzca en el aeropuerto O’Hare. Un parto sin cesárea. Altavoces callados del Servicio de Inmigración. Perros que levantaban la trompa para detectar drogas. Protocolos con cámaras de video. Pasos rígidos sobre un piso viscoso. La cara de triunfo de un paisano en el área de reclamo de equipajes.

―Passport.

La oficial no pronunció el verdadero nombre de Jonás. Todo fue en silencio y demorado. Una firma sin chiste, la foto de frente, aquella fecha de nuevo nacimiento. Y mientras Jonás veía el ojo de la cámara, fue vislumbrando trabajos y fiestas, noches largas de dispendio, mujeres rubias o de cabello castaño, como las que había descubierto en Charlie’s Angels o justamente en La Mujer Biónica. No tres semanas sino tres meses, se dijo, ya luego vemos si existen esas mujeres y esas viviendas espléndidas, las limosinas y los barcos de Hawaii Cinco-0.

―How many days?

La oficial seguía revisando su pasaporte y la visa estampada en la página cuatro, y de reojo veía con interés los encabezados de una copia del Chicago Tribune: en San Salvador limpiaban los escombros dejados por un terremoto; el presidente Reagan estaban por firmar una amnistía, millones de indocumentados saldrían de las sombras.  

A veces la vida futura son vislumbres; a veces, resquicios. El ojo de la cámara era un resquicio vaginal. Por ahí Jonás fue descubriendo ascensores y brillantes avenidas, hospitales de fibra de vidrio y gente que envejecía de otra manera, dígase con mayor confort, con penas acolchonadas o muecas de victoria. La oficial estornudó y se puso de mal humor.

―Do you have any food with you?

Al no entender la pregunta, y al percibir el malestar, vino hasta Jonás la otredad, sin que en tal fecha conociera esa palabra. No era la otredad conocida y tolerable. Esa oficial de ojos marinos era lo otro realmente otro. Era un ser moviéndose a un ritmo rápido, con eficiencia y certeza. Tan moderna como su oído hipersensitivo. Jonás estaba dispuesto a entrar en esa modernidad de serie televisiva. Sólo faltaba que la modernidad quisiera entrar en él.

La mirada de la oficial era más desafiante que la de Lindsay Wagner. Preferible bajar los ojos y rezarle también a la Divina Infantita. Encogerse de hombros porque habían dejado pasar al hermano de rasgos extremeños y no al de rasgos otomíes, a Max con su nuevo nombre y Jonás sin estrenar el suyo. Había que volver y explicarle al padre que el hijo menor era un fracaso.

―Go ahead.

La oficial selló su pase de ingreso, seis meses en calidad de turista, sin derecho a trabajar ni a recibir beneficios del Estado, un cartoncito gris a entregarse a su retorno, fuese por aire o por tierra. Su hermano Max ya lo esperaba en la banda del equipaje.

―¡La libramos, Jonás!―murmuró el mayor.

―¡Chingón!

―¿Imaginabas que iba a ser así?

―Creí que nos iban a llevar a un cuartito. Como en las pelis.

Ambos miraban las maletas, sin tener qué decir y sin saber qué sentir.

―¿Por qué estamos aquí?

―Será por esas películas ―respondió Jonás aguantándose la risa.

―No. Es por cosas de más antes.

―Sí, por El libro policiaco de color.

―¿Y qué tiene que ver ese pinche libro?

Y mientras veían el desfile de maletas, la vida se fue moviendo, sin punto presente, sin aeropuerto O’Hare, sin los ojos azules de la oficia. Era como si les acabaran de cortar el cordón umbilical. En el útero de cal quedaban la mano de Dios en el Mundial de Futbol y los domingos de boxeo, un anuncio de la Renovación Moral y el sismo de ocho grados en la zona centro del país. En ese útero también quedaba una mañana del ochenta y cinco en que Jonás dejó de asistir a la Facultad de Leyes y dudó de la existencia. 

―Oye, ¿qué tienen que ver esas pinches historietas?

―¿El Libro policiaco de color?

―Sí.

―Crímenes de primer mundo y chavas con cuerpo de reloj de arena. San Francisco, Miami y Chicago. Tal vez nos gustaron las de Chicago.

Los hermanos rieron como esos bebés que se carcajean ante un abanico que se mueve. 

Salieron del aeropuerto y entraron a la noche. Una noche que olía a nevada inminente. Una noche amarilla con limosinas y guardacoches, con taxis y carritos de maletas. El frío iba de sur a norte. Al inicio, placentero. En cosa de minutos calaba tanto que enrojecía la piel. Dolor feliz, quemazón del norte, cumplir con la promesa de entrar a una iglesia y dar gracias.

―¿Pero cómo se llega a la casa de la tía Licha? 

―Vive en un barrio del sur ―respondió Jonás sacando un papelito―. Calles Diecisiete y Paulina.

―¿Es prima de mi papá o conocida del pueblo nada más?

―Se apellidaba Ferruzca y se cambió a Gadea.  

El plan consistía en encontrar trabajo cuanto antes, en una fábrica o un restaurante, en un almacén o en la construcción. Usar siempre los nuevos nombres. Vivir con la tía Licha tres semanas. Después había que alquilar un cuarto, pagarlo entre los dos lo que duraba el invierno. 

―Oye, Jonás.

―Dime.

―Tengo varios asuntos que resolver ―dijo Max mirando un avión que despegaba. 

―¿Cómo?

―Son asuntos que tienen pico. A los tres meses me regreso.

Y entre esos asuntos seguramente estaban su perrita Calabaza, la deuda con Banamex, una camioneta descompuesta, el burro de porcelana, un negocio que ya no fuese la tienda de los padres, también la novia encinta y sus amigos. A Jonás le molestó que en esa noche de alumbramiento se hablara del regreso.

―Es que tú no dejaste a ninguna chava.

―Nomás por ella debes quedarte, pendejo, ahorrar para comprar pañales y construir un pie de casa.

―A nadie, pinche Jonás.

―¿Cómo que no? A mi amiga Donají.

―No es lo mismo.

―También al Mane, borrachín y todo, es la mera onda.

―Una tumba ―respondió Max―. El Mane es una tumba.

―Le escribiré algo.

Eran insidiosos los asuntos de allá, fuesen éstos ya idos o palpables, de humo o de piedra. Maltrataban por dentro y por encima. Sobre todo al mayor. Había que volver y domar con látigo los asuntos tercos. En Chicago les tomaría tiempo domar un sacapuntas. Mejor ni empezar acá. En un anuncio les daba la bienvenida Harold Washington, primer alcalde negro, el mismo apellido del esclavista y padre fundador, como advirtiendo que en Chicago también se vivía un nuevo nacimiento. Jonás y el güero Max preguntaron por el tren y en cómo llegar al sur. Se llamaba Línea Azul la que cruzaba el downtown. No había que trasbordar, cosa de bajarse en la estación Dieciocho. Los hermanos se fueron a los sótanos del aeropuerto a buscar la Línea Azul.